sábado, 11 de febrero de 2023

Inciso musical: concierto de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, obras de Richard Strauss y de Ludwig van Beethoven.

 Suelo decir que en la confección de los conciertos se tiene en cuenta la calidad (mejor aún, la popularidad) de las obras a representar. Y es cierto, normalmente se hace un “bocadillo” con las obras más populares al principio y al final, y la menos conocida en el medio. Pero, claro, con el programa de hoy no se puede hablar de bocadillo, haciendo un símil con un menú, cabría decir que este concierto deja para el final un solomillo de dos kilos: la Séptima Sinfonía de Beethoven. Eso sí, las dos obras de Richard Strauss anteriores no son un vulgar aperitivo para abrir boca, son, en sí mismas, dos excelencias musicales, dos bellezas sin igual.

La primera, Muerte y transfiguración (Tod und Verklärung), es un poema sinfónico, aunque parece ser que compuesto al revés, en el sentido de que primero se compuso la música y después el poema. Supuestamente es la narración del proceso de muerte de un artista y su transfiguración en ideal artístico. Así, la verdad, suena un tanto ambiguo. Probablemente sería más fácilmente comprensible (al menos en el ámbito occidental) el tránsito de la muerte a la Vida Eterna, pero quizá los tiempos en los que fue compuesto y los posteriores no eran proclives a pensar en un plano religioso o espiritual. Yo quiero verlo así, me parece más lógico. Así pues, los acordes de Muerte y transfiguración conllevan un fuerte contraste que figuran, por un lado a la muerte reclamando el cuerpo ya caducado, y por otro las ganas de vivir, representadas sobre todo por recuerdos de la lozanía juvenil. La obra alcanza un clímax con la muerte física que es continuado por una dulce melodía que supone (supongo yo) la liberación del alma.

Después nos deleitamos con una suerte de divertimento en el que disfrutar de la excelencia de los solistas y el juego que generan sus instrumentos. Es el Dúo-concertino para clarinete y fagot TrV 293. El contraste entre la ligereza del clarinete y la profundidad del fagot crea un juego delicioso. Ambos instrumentos se entrelazan con una armonía bellísima, mientras la orquesta de cuerda y arpa, siguiendo el modelo del concerto grosso barroco, da una cobertura neoclásica impagable.

Y después del descanso, Beethoven. La Sinfonía nº 7 en La mayor, op. 92, hoy diríamos un bestseller desde su estreno. Sus cuatro movimientos son cuatro “joyas canónicas” de la música. El primero, Poco sostenuto – Vivace, es una alternancia en un patrón rítmico largo-breve-largo, que dan aspecto de danza popular, acabando con la explosión rotunda propia de Beethoven. El segundo movimiento, Allegretto,... ¡qué decir de ese movimiento! Es uno de los fragmentos musicales más rotundos, más intensos de toda la música clásica. Se quiere dar un sentido espiritual o intelectual al mismo, por contraste con las danzas del primer movimiento, tal vez... pero yo siempre lo he sentido (por su profundidad, por su intensidad) como un océano furibundo, como un profundo mar con inmensas olas que vapulean un barco a su merced. Los dos movimientos restantes vuelven al ambiente popular del primero, rematando con el último movimiento, Allegro con brio, con la rotundidad habitual del alemán.



Ha sido, pues, un concierto redondo, impactante. La calidad de Richard Strauss tiene calidad suficiente como para servir de prólogo a toda una Sinfonía de Beethoven. La Orquesta Sinfónica de Castilla y León, como siempre, supera las expectativas con facilidad; las dos solistas: Andrea Götsch (clarinete) y Sophie Dervaux (fagot) vierten su maestría en la obra de Strauss prona al virtuosismo. Otro concierto, uno más, que alcanza la excelencia musical en la capital del Pisuerga.

"Wish List", by Grant Snider. (www.incidentalcomics.com).

Image taken from the site www.incidentalcomics.com

"Naturaleza muerta con brida", de Zbigniew Herbert.

  Segundo libro de ensayos que leo del poeta e historiador polaco Zbigniew Herbert, esta vez centrado en la Historia y el arte de los Países Bajos, especialmente del siglo XVII.
 Ya dije antes que Herbert destacó "oficialmente" como poeta, pero sin duda fue un tipo enamorado de la belleza (conditio sine qua non para ser poeta), lo cual lo llevó a la admiración del arte, especialmente pictórico, pero sin  desmerecer el escultórico y el arquitectónico. En el otro tomo de la editorial Acantilado que leí, Un bárbaro en el jardín, se recrea en la cultura prehistórica, clásica, gótica y renacentista de Europa, desde la Cueva de Lascaux y su arte parietal, pasando por el clasicismo grecolatino de la Magna Grecia, las catedrales góticas francesas, hasta Piero della Francesca o Fra Angelico. Es por tanto una celebración de la sensibilidad artística de casi toda Europa.
 En Naturaleza muerta con brida, el autor polaco se limita más en el espacio y en el tiempo, reduciéndose a los Países Bajos y una de sus épocas de mayor esplendor, el siglo XVII, coincidiendo con la explosión del Barroco.
 Pero esta vez las digresiones de Herbert (no tan sesudas y formales como para ser verdaderos estudios sociológicos y artísticos, pero suficientemente profundas como para superar el mero comentario) no se centran tanto en el ámbito artístico, sino que buscan su sustento en el plano social, político y económico. Por mejor decir, el autor explica los gustos artísticos del Barroco neerlandés en un carácter propio de la ciudadanía de aquel país que deviene en una forma de gobierno y organización social singular. Singularidad, por cierto, que se habría de expandir a lo largo y ancho de Occidente en siglos posteriores. 
 Hablando en plata, Herbert recuerda que, en el siglo XVII, Países Bajos era una república burguesa, muy diferente de las monarquías que regían en la mayor parte de Europa. De hecho, aquel país surgió de su independencia de la casa de los Habsburgo (equivocadamente identificada históricamente -también en este libro- con la nación española), y nace, por contraposición a las monarquías absolutistas, como una república en la que una acomodada clase media era quien realmente mandaba, no reyes, nobles o la Iglesia, como desgraciadamente era el caso de nuestro país.
 Así, teniendo en cuenta que estamos tan lejos en el tiempo como hace cuatrocientos años, una suerte de democracia se abría paso en esa pequeña parte de Europa. Por supuesto no era una democracia perfecta, esto no existe, pero la estabilidad y bonanza económica que disfrutaban los Países Bajos no se conocería en el resto de Europa hasta bien entrado el siglo XX. Tanto es así, que hoy podríamos decir que vivimos más a la neerlandesa que a la española, si es que juzgamos por la historia vivida por ambos países.
 Y toda esta organización política, económica y social tuvo un reflejo evidente en el arte neerlandés. Si en la Europa monárquica (prácticamente todo el continente) los pintores dependían de las casas reales, de las familias nobles que ejercían mecenazgo o de la Iglesia, en los Países Bajos aquéllos pintaban para el embellecimiento de las casas de los burgueses. Así, mientras en casi toda Europa se pintaban escenas mitológicas y religiosas, en los Países Bajos se desarrolló una fértil creación de bodegones y naturalezas muertas, temas mucho más fáciles de encajar en el salón de cualquier casa, por no hablar de un tamaño mucho más reducido, claro.
 El ensayo que da nombre a esta colección es el de Naturaleza muerta con brida, obra de Johan van der Beeck, conocido como Torrentius. Esta pequeña obra es un óleo sobre tabla, redonda ésta, de apenas cincuenta centímetros de diámetro. No es en absoluto una obra señera de este periodo, ni de la pintura neerlandesa, ni siquiera del Rijksmuseum, donde actualmente se expone. Sin embargo, dice el polaco que fue siempre un punto de atracción de dicho museo en sus visitas. Así, a partir de esta pequeña obra, Herbert urde la ajetreada vida de van der Beeck, que acabará ajusticiado por hereje (contradiciendo así la supuesta imagen moderna y pacífica de aquel país y aquella sociedad) y la propia sensibilidad artística de los Países Bajos.
 Es, por tanto, un conjunto de ensayos que muestran una evidente admiración por el susodicho país, su organización social y su gusto artístico predominante, narrado con el primor y exquisitez propia de Zbigniew Herbert.

lunes, 6 de febrero de 2023

"El paciente inglés", de Michael Ondaatje.

  De nuevo la prolífica relación entre la literatura y el cine, pero en este caso, a diferencia de lo habitual, temo que la película es considerablemente mejor que la novela. Normalmente, si la novela está bien escrita, suele encontrarse muchos argumentos secundarios que no llegan a estar plasmados en el celuloide; los personajes están mejor delineados, siendo más redondos, más verosímiles en el papel; y el texto tiene más empaque, más profundidad que la cinta. Claro, por otro lado, la fuerza visual de muchas escenas cinematográficas superan en expresividad a la letra escrita, aquello de "vale más una imagen que mil palabras" (aunque, a decir verdad, nunca he estado muy seguro de esta frase popular, siempre pensé que no lo había dicho un buen lector con suficiente imaginación). Lo cierto es que en el caso de la novela de Ondaatje (escritor de origen neerlandés, nacido en Sri Lanka, criado en Inglaterra y residente en Canadá) la estructura está demasiado deslavazada, con tantas analepsis y saltos en el tiempo, que uno acaba por perder el hilo conductor. La adaptación cinematográfica de 1996, dirigida por Anthony Minghella y que obtuvo la friolera de nueve Oscars en 1997, también tiene muchos flashbacks, pero se entiende mejor. Por otro lado, el escritor se detiene con tanta minuciosidad en digresiones filosóficas de cada pequeño giro argumental que llega a ser hastioso.
 Y sí, también es importante la fuerza visual de las imágenes del film: los vuelos en biplano sobre el desierto, el detalle en las descripciones del arte renacentista toscano, amén de las excelentes actuaciones del elenco actoral (Oscar para Juliette Binoche como actriz secundaria y nominaciones para otros), la maravillosa banda sonora que acompaña todas las escenas memorables... Sí, aquí la magia del cine hace mucho, pero he de decir que si la novela no fuera tan anárquica en su planteamiento estructural luciría mucho más.
 La novela (y la película) alterna dos periodos espacio-temporales: el desierto del Sáhara durante el periodo de entreguerras y la Toscana en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. En África se sitúa la acción de unos arqueólogos y el triángulo amoroso que acabará en desastre (la muerte de los tres); en Italia uno de esos arqueólogos y amantes, abrasado y moribundo debido a que su avión fue derribado, queda al cuidado de una enfermera, recibiendo la atención en un bombardeado convento cerca de Florencia. Entre esos dos presentes salta alternativamente la trama. Ondaatje usa una argucia literaria muy habitual: la de describir inicialmente a unos personajes, dejando a otro en el desconocimiento del lector, siendo los personajes conocidos los que habrán de darlo a conocer, obviamente, el personaje ignoto es el propio paciente inglés. Los personajes conocidos son Hana, la joven enfermera canadiense que abandona su unidad militar para cuidar al arqueólogo quemado; Caravaggio, un canadiense de origen italiano que, habiendo sido ladrón en su juventud, es reclutado por los aliados como espía; y Kip, un zapador de origen sij encargado de desminar esa parte de la Toscana. A esos tres personajes se unirá el paciente inglés (Ladislao de Almásy, conde húngaro) y Katharine Clifton (amante del húngaro). La relación entre esos personajes principales está mejor pergeñada, al menos es más clara, en la película que en el libro, en éste todo queda demasiado enmarañado con los circunloquios filosóficos y artísticos.
 En todo caso, leyéndose con calma, la novela tiene un pase. Es, en realidad, una historia de amor en unas condiciones políticas y sociales terribles (la guerra). Da un poco de pena porque creo que la película de Minghella es una de las mejores de todos los tiempos, aunando todas las características que han convertido al cine en el séptimo arte, mientras que la novela, si se pudiera reescribir también sería una gran obra.

lunes, 30 de enero de 2023

"Más vale trocar", Juan del Encina (1468 - 1529).

 Mas vale trocar
plazer por dolores
que estar sin amores.

Donde es gradecido
es dulce el morir;
bivir en olvido,
aquél no es bivir;
mejor es sufrir
passión y dolores
que estar sin amores.

Es vida perdida
bivir sin amar
y más es que vida
saberla emplear;
mejor es penar
sufriendo dolores
que estar sin amores.

La muerte es vitoria
do bive afición,
que espera aver gloria
quien sufre passión;
más vale presión
de tales dolores
que estar sin amores.

El ques más penado
más goza de amor,
quel mucho cuydado
le quita el temor;
assí ques mejor
amar con dolores
que estar sin amores.

No teme tormento
quien ama con fe,
si su pensamiento
sin causa no fue;
aviendo por qué
más valen dolores
que estar sin amores.


Amor que no pena
no pida plazer,
pues ya le condena
su poco querer;
mejor es perder
plazer por dolores
que estar sin amores.

"El hijo de la sierva", de August Strindberg.

  No me gustan las biografías, menos aún las autobiografías. Me parece que es difícil no caer en la autocomplacencia, la vanidad y la soberbia. Incluso aunque haya elementos autodestructivos (como hay en esta autobiografía novelada de Strindberg) siempre se encuentra una jactancia, una fatuidad morbosa. En El hijo de la sierva también hay vanagloria. Pero, además, es fácil encontrar que, en la mayor parte de los casos, lo narrado no es nada inusual ni extraordinario; ocurre en esta novela breve que los avatares por los que pasa el tal Johan, alter ego de Strindberg, no son especialmente anormales, obviamente sobre todo para un chico sueco de finales del XIX, pero tampoco lo son para un chico español de finales del XX, por ejemplo, como el que escribe. Son sentimientos frecuentes en niños y adolescentes: la incomprensión recibida de padres, hermanos y demás familia; la rudeza, por no decir crueldad del estamento académico y sus profesores (verdaderos ejemplos, pero, la mayoría de ellos, no a seguir, sino "malos ejemplos"); el despertar de las pasiones más animales y la propia sorpresa ante ellos; los sentimientos de culpa ante esas pasiones provocados por un sistema moral mojigato y restrictivo... En fin, que no es para tanto, todos los seres pensantes (aquí quizá está el quid, que el porcentaje de seres pensantes entre los humanos no creo que llegue ni a la mitad) hemos pasado por esas crisis y situaciones angustiosas, no es para tanto, pues.
 Pero, hete aquí que acababa de leer una novela de ciencia ficción de Brian Aldiss, y el contraste ha sido como el vegetariano estricto por más de treinta años que un día come un excelente solomillo. Esa es una de las más apasionantes características de la lectura: que pasas de un mundo a otro cerrando un libro y abriendo otro. Y lo seguiré haciendo mientras aliente: de una obra "clásica" de ciencia ficción, con su punto de irrealidad fantasiosa que permite a uno evadirse de la rutinaria realidad, a una novela juiciosa, reflexiva e instructiva que ayuda a comprender mejor los propios sentimientos... ¡Bendito vicio tenemos los lectores!
 Bien, el argumento principal de El hijo de la sierva es la vida de Johan, un chico de clase media en el Estocolmo de finales del XIX, desde su tierna infancia (o, mejor, desde que tiene uso de razón) hasta el acceso a la universidad. La relación con los padres es compleja no tanto por el autoritarismo sin razón aparente (que no sea la de todos los autoritarismos: evitar que el subyugado pregunte por qué ha de obedecer) del padre, o la constante manipulación mediante chantajes emocionales de la madre, sino por el diferente origen social de los mismos, siendo la madre de extracción humilde. Este hecho no es baladí, ya que la clase social está presente en toda la novela como tema principal. Por cierto, ahora que releo lo escrito, me reafirmo en lo de que las autobiografías no acaban por contar nada nuevo ni especial: que levante la mano aquél que no haya tenido un padre autoritario y una madre manipuladora... poquitos, poquitos...
 Bueno, pero lo de la clase social es notable en la novela, mucho más que en nuestra época. No hay que olvidar que, en Suecia, la distinción de clase se abolió oficialmente en 1865, época en la que transcurre la acción (aunque fuera escrita ya en la adultez del autor), de modo que estamos en una época en la que la sociedad se apresta a unos cambios de tal calado que no volverá a ser la misma. El hecho de que el joven Johan tenga progenitores de distinta clase social es, además, una circunstancia generadora de mil controversias, tanto en el ámbito familiar como escolar.
 Un tema que los de la editorial Montesinos ocultan al lector que lee la contraportada es la acusada espiritualidad del protagonista. Quizá para el lector de principios del siglo XXI, las crisis espirituales de un chico de quince años no son importantes, al menos no como lo fueron en el siglo XX y XIX. Un servidor, que tuvo una educación anacrónica como pocos, también pasó por esas crisis, en buena medida llevado artificialmente por la lectura de panfletos moralizantes, en parte debido a una natural tendencia hacia la espiritualidad. En el caso de la novela, la orientación que toma Johan es, como es frecuente en la Escandinavia de la época, hacia el pietismo, reacción frente a la religiosidad superficial de una sociedad hipócrita, buscando un revivificación de la fe sin la aparatosidad de la liturgia.
 Desde el punto de vista formal, la prosa de Strindberg, un autor que destacó principalmente por su dramaturgia, es lenta, rica en adjetivación y frases subordinadas, mucho más parecida a la mal llamada "literatura victoriana" que a, desde luego, la novela de ciencia ficción que leí con anterioridad. Ese contraste al que antes aludía es el gran placer de la lectura: varios mundos en un mismo formato, el de la palabra escrita.

miércoles, 25 de enero de 2023

"Criptozoico", de Brian Aldiss.

  Novela publicada en 1967 que tal vez haya envejecido demasiado, al menos ha envejecido sin llegar a convertirse en nada relevante. Quiero decir que siendo Criptozoico una novela de ciencia ficción sobre viajes en el tiempo, no ha alcanzado la categoría de "novela clásica y de referencia" que alcanzaron, por ejemplo, La máquina del tiempo de H.G. Wells o El mundo perdido de Conan Doyle. No, Criptozoico es "otra" novela más de ese argumento, no pasará a engrosar ese magro grupo de novelas elegidas para la posteridad. Y eso que he de reconocer la maestría de Aldiss para provocar un giro argumental el último capítulo del libro que deja una sonrisa y un regusto agradable en el lector.
 Argumento de esta novelilla: en un futuro distópico (2093) se ha avanzado tecnológicamente lo suficiente como para poder viajar en el tiempo, al menos hacia el pasado, a épocas tan remotas como el Jurásico. Los viajes en el tiempo son, en realidad, viajes mentales; se llevan a cabo tomando una droga que proyecta al individuo a esos pasados remotos sin peligro para su vida. Sólo los más ricos, claro, pueden hacerlo; sin embargo, algunos lo hacen por trabajo. Es el caso de Edward Bush, el protagonista, un pintor, un artista que es enviado a épocas prehistóricas para que componga obras que luego admirarán sus contemporáneos de finales del siglo XXI. A la vuelta de uno de esos viajes al pasado lo encontrará todo cambiado: su madre ha muerto, el gobierno de su país ha sido destituido por la fuerza imponiéndose una dictadura, y su trabajo para el Instituto Wenlock cambiará por completo: de ser un artista pasará a ser un espía y un asesino encargado de buscar a un tipo en el pasado y eliminarlo. Para esta infame tarea recibirá instrucción militar que lo alienará y trocará en un insensible matón. Aquí acaba el libro primero de la novela, que a mí me ha parecido razonablemente potable; la segunda parte, sin embargo, creo que disminuye mucho en calidad. Argumentalmente, esta segunda parte se ocupa de la búsqueda de un tal Silverstone, el individuo al que tiene que eliminar, y el descubrimiento de un hecho un tanto inverosímil: el tiempo se ha invertido, todo va al revés, de la muerte al nacimiento... Ya cuando todo está acabando, con un sentimiento por mi parte de hastío, el bueno de Aldiss es capaz de dar ese giro argumental del que hablaba antes: al fin todo queda reducido a que el tal Edward Bush está recluido en un sanatorio psiquiátrico, toda la novela (al menos el libro segundo) no es sino el producto de una mente desquiciada por el uso de la droga que permite los viajes mentales en el tiempo. Ya dije, el final apaña un poco la novela.
 No es una obra inmortal, ya dije, aunque tiene sus pequeños temas subyacentes al argumento, como la reflexión que hace Bush cuando está recibiendo la instrucción militar y es consciente de la alienación que está sufriendo al perder su individualidad en aras de una uniformidad marcial. Otra es freudiana, la muerte de la madre del protagonista y la búsqueda fatal de una mujer que sustituya a la progenitora.
 En fin, una obra menor de Aldiss, en absoluto al nivel de aquella trilogía que tanto me gustó, Heliconia.

jueves, 19 de enero de 2023

"Alone", by Edgar Allan Poe.

 From childhood's hour I have not been
As others were -I have not seen
As others saw -I could not bring
My passions from a common spring-
From the same source I have not taken
My sorrow -I could not awaken
My heart to joy at the same tone-
And all I lov'd -I lov'd alone-
Then -in my childhood- in the dawn
Of a most stormy life -was drawn
From ev'ry depth of good and ill
The mystery which binds me still-
From the torrent, or the fountain-
From the red cliff of the mountain-
From the sun that 'round me roll'd
In its autumn tint of gold-
From the lightning in the sky
As it pass'd me flying by-
From the thunder, and the storm-
And the cloud that took the form
(When the rest of heaven was blue)
Of a demon in my view-

Desde el tiempo de mi niñez, no he sido
como otros eran, no he visto
como otros veían, no pude sacar
mis pasiones desde una común primavera.
De la misma fuente no he tomado
mi pena; no se despertaría 
mi corazón a la alegría con el mismo tono;
y todo lo que quise, lo quise solo.
Entonces -en mi niñez- en el amanecer
de una muy tempestuosa vida, se sacó
desde cada profundidad de lo bueno y lo malo
el misterio que todavía me ata:
desde el torrente o la fuente,
desde el rojo peñasco de la montaña,
desde el sol que alrededor de mí giraba
en su otoño teñido de oro,
desde el rayo en el cielo
que pasaba junto a mí volando,
desde el trueno y la tormenta,
y la nube que tomó la forma
(cuando el resto del cielo era azul)
de un demonio ante mi vista.

martes, 17 de enero de 2023

"Enredo en Willow Gables", de Philip Larkin.

  Novela de juventud (tan sólo veintiún añitos) de Philip Larkin, escrita cuando estudiaba en el Saint John's College de Oxford. Se nota que no había alcanzado la madurez prosística que luego demostraría en Una chica en invierno, por ejemplo, aunque las características de ese "viejo francotirador amargado" ya estaban presentes. Lo de "viejo francotirador amargado" me lo acabo de inventar, pero me parece que está muy bien traído y que define con precisión al inglés, en todos los sentidos: viejo porque no demuestra pasión ni ilusión juvenil nunca; francotirador porque atina casi siempre su disparo contra la hipocresía social; y amargado porque toda su obra destila un sabor a hiel que asusta. Suena todo negativo, pero no lo es tanto, de hecho, soy un gran admirador de la poesía de Larkin, la poesía de un tipo que no tiene la más mínima conmiseración con la estupidez humana, que apunta y dispara con una puntería asombrosa...
 Bueno, pero eso es en la poesía, donde muestra su sin par maestría, pero ¿y en prosa? En prosa Larkin pierde un tanto, no mucho, pues sus cualidades siguen presentes, pero, al hacerse más largo el texto, pierde la capacidad sorpresiva del poema. Me gustó mucho Una chica en invierno, es decir, me dolió mucho leerlo, pero es extraordinaria la capacidad del inglés para pintar con una verosimilitud casi especular las vidas rotas de un puñado de gentes normales y corrientes de una oscura ciudad norirlandesa. Enredo en Willow Gables ya muestra quién será Philip Larkin... decenios después...
 Por cierto, estas novelas breves están firmadas con el seudónimo "Brunette Coleman", un tanto vergonzante quizás que un tipo (en un futuro calvo, para más señas) firme como "Morena Coleman", pero bueno... Se supone que las escribió para divertimento propio y de un par de amiguetes de "college", con lo que tampoco era exigible mucha seriedad...
 Enredo en Willow Gables narra las peripecias de un grupo de adolescentes en un internado para estudiar lo que en nuestro país sería el Bachillerato, el nombre de Willow Gables (traducible por "aguilones o hastiales de sauce") es, claro, el de la institución en la que estudian y viven. Son andanzas y correrías sin gran trascendencia si no fuera por la edad que tienen las protagonistas, edad de formación del carácter y de autodescubrimiento. En su momento no parecen tan intrascendentes, sino que se rebelan contra esas terribles injusticias que, ya aprenderán con los años, vivirán una y otra vez hasta que mueran.
 La fruslería en cuestión es un billete de cinco libras que una de las alumnas recibe de un familiar. Las normas del internado son muy estrictas al respecto y no permiten que las alumnas tengan tanto dinero en efectivo, con lo que se lo requisan temporalmente. La chica, sublevada por lo que considera la mayor injusticia mundial, roba el billete con nocturnidad. La directora, de vuelta ya de estas cosas, recrimina a la alumna la actitud y ésta vuelve a entregar el billete, esta vez ya de forma definitiva para colaborar con la construcción de un futuro gimnasio. Pero hete aquí que, a la noche siguiente, el billete vuelve a desaparecer, ahora robado con la violencia de una palanca. La directora, ya enojada de veras, encierra a la alumna en cuestión en un cuarto sin acceso a las zonas comunes y la azota con la famosa vara de avellano aunque la azotada jure y perjure que esta vez no tuvo nada que ver con el robo.
 Mientras tanto, el resto de internas pierde el derecho a salir del centro, provocando el enfado general. A la par que sucede esto, la relación entre las chicas no es idílica: sigue habiendo jerarquías, no sólo por edad (aunque apenas se lleven entre ellas más de dos o tres años) sino también por carácter, las más enérgicas dominan a las más pacíficas, llegando a haber casos de abuso. Abuso sexual es precisamente, lo que se establece entre algunas cuando la gran villana de la narración, una tal Hilary Allen extorsiona a otra para tener relaciones sexuales so pena de chivarse a la directora. 
 Finalmente todo se resolverá con la confesión de la chica abusada y la comprobación de que la encerrada no pudo robar el billete por segunda vez.
 Ese es, groso modo, el argumento, pero el tema subyacente es una feroz crítica a ese sistema educativo ya felizmente desaparecido, al menos en Europa. Por extensión es una crítica a la sociedad (algo ya muy "larkiniano") y su apariencia de rectitud en medio de la podredumbre. De hecho, el rígido código de valores impuesto es, en realidad, un verdadero "anticódigo", pues se favorece la delación y la cobardía en lugar de la colaboración y la valentía, y el rencor en lugar de la amistad. Crea este sistema una sociedad terriblemente autoritaria y jerarquizada, nunca igualitaria, lo que favorece el abuso (sexual, físico o psicológico) como se muestra en la novela. Eso por no hablar de los castigos colectivos por una falta individual, lo que genera odio y resentimientos en el grupo.
 En fin, todo eso sucedía en ese internado femenino inglés a mediados de los años cuarenta del pasado siglo, pero desgraciadamente en el sur de Europa se han vivido casos semejantes hasta hace muy poquito tiempo. Tristemente, los individuos de esa sociedad no llegan nunca a ser plenamente adultos; la autoridad caprichosa y abusiva genera hombres y mujeres que no son capaces de afrontar la vida, pues siguen esperando siempre esa autoridad omnipotente que solucione todos los problemas.
 En fin, una novela juvenil de Larkin, como su poesía pero in extenso, más diluido en prosa.

viernes, 13 de enero de 2023

Inciso musical: concierto de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Obras de Cherepnín, Shostakovich y Chaikovski.

  Triada rusa, eso sí, muy, pero que muy diferentes entre sí. 
 No quiero en modo alguno denostar el trabajo de nadie. Todo tiene su mérito. Por supuesto que tiene mérito programar conciertos, nadie lo duda: hay que elegir entre un verdadero océano de autores y obras, elegir aquéllas que puedan ser fácilmente interpretadas con éxito por la orquesta en cuestión, traer (pagando la barbaridad que pidan) a solistas de primer nivel, buscar obras reconocibles para el público general sin caer en la repetición o en lo facilón, hacer todo esto con un presupuesto ajustadísimo... Vamos que respeto muchísimo las dificultades que entraña la confección de un programa. Eso sí, para el concierto diario no cabe duda de que todos acaban optando por el famoso "bocadillo" según el cual hay que poner las obras más conocidas al principio y al final (sobre todo, al final) y dejar en el medio la que menos gusta. Es como sí, haciendo un símil diplomático, todos los protocolos habidos desde la antigüedad para una cena de alto copete, protocolos que han hecho correr ríos de tinta, se limitaran al final a colocar a los invitados según la norma "chico-chica-chico-chica". Simplista y estúpido, ¿eh? Pues créanme que esto funciona en todas partes, también en los conciertos de música clásica.
 En el concierto del 12 de enero en el Auditorio Miguel Delibes pusieron en práctica esta técnica del "bocadillo". Porque la distribución fue la siguiente: primero Cherepnín, obra melosa y melódica a más no poder; Shostakovich, luego hablaré de él y su afán de destruir el buen nombre de la música; y por último, Chaikovski.
 Empiezo por el principio: he de reconocer que no conocía a Nikolái Cherepnín, compositor franco-ruso (huyó de su país de nacimiento y origen tras la implantación del estalinismo y se exilió definitivamente en París), quizá la huida a más amables entornos libró a Cherepnín de los sufrimientos de Shostakovich. Lo cierto es que la obra programada aquí, La Princesse Lointaine es una delicia del Romanticismo, con una frase musical dominante de una belleza apabullante. Melosa decía antes, y no lo retiro, esa obra es melosa, dulce, suave, amable... búsquese el epíteto que se quiera, es de una sencillez arrebatadoramente encantadora. Se supone que esa frase musical ambienta el perdido enamoramiento de un trovador por la belleza de la princesa Mélissinde.
 Sí, así es, la obra de Cherepnín (disponible en internet para quien quiera escucharla) es como un beso en los labios. Y la de Shostakovich es como un puñetazo en esos mismos labios, inmediatamente después del beso. Esto es lo que llaman los musicólogos y demás alimañas "programación contrastante"... y ya te digo que contrasta... como que te pone al borde del infarto de miocardio... Porque el bueno de Dmitry Shostakóvich, Dios lo tenga en su gloria, o Stalin en su paraíso proletario, no sé, es uno de esos compositores de los cuales un servidor huye cual cordero el día del sacrificio de los musulmanes, el siguiente nivel es ya Arnold Schönberg, del cual un ignorante servidor considera que nunca compuso música. Y ése es el problema, que Shostakóvich fue elevado a los altares como gigante de la música, tanto que habiendo millones de melómanos que lo detestan, no se atreven a criticarlo por no parecer ignorante. Por eso decía lo de Schönberg, porque nadie se atreve a criticarlo y a decir abiertamente que lo suyo no era música, que eso de "música atonal" es un oxímoron, una contradicción en sus términos. Estoy harto de escuchar a verdaderos melómanos, que llevan decenios y decenios escuchando buena música culta, que tienen conocimientos enciclopédicos de la misma, decir, cariacontecidos, como avergonzados, que "la verdad es que yo no acabo de comprender muy bien la atonalidad". Pues claro, como que la atonalidad es la degeneración más evidente de la música, ¡que eso no es música, caramba! Bueno, voy a frenar que me caliento... De Shostakóvich no se puede decir tanto pero vamos que cuando el diario soviético "Pravda" llegó a decir que su música era "caos en lugar de música" estaba haciendo honor a su nombre, estaba diciendo la verdad.
 Y, después de la angustia de Shostakóvich, la gente sale en desbandada en el intermedio, a fumar todos aquellos que no han fumado en su vida, y a tomar drogas duras el resto. Pero que nadie desespere, los ladinos que programaron este concierto han decidido que es mejor que los espectadores no cometan suicidio en masa, para ello han elegido a Chaikovski. Y con Chaikovski llega la calma, la calidad, el reencuentro con la música culta, compleja a veces pero siempre gratificante... vamos lo que veníamos a buscar. De Chaikovski no escogieron El lago de los cisnes, ni El cascanueces, ni Eugenio Onegin, ni La bella durmiente, ni siquiera la Sinfonía nº 6, no, es otra sinfonía, la nº 4, no tan conocida como la anterior, pero también de una belleza inconmensurable. Son cuatro movimientos, tan diferentes entre sí que parece que hubiera pegado obras de diferente época de composición. El primer movimiento tiene la fuerza y la rotundidad de una sinfonía del autor ruso, con un deje de melancolía que también es característico en él. El segundo tiene una frase musical redonda, sublime, un fragmento que sólo un genio como Chaikovski pudiera haber compuesto. El tercer movimiento es una especie de travesura compositiva para disfrute del público e incluso de los intérpretes: una sucesión de pizzicattos que llevan la sonrisa a cualquiera: El último movimiento es el remate perfecto, también rotundo y colosal, con su tremendo "chim-pún" final, percusión y viento metal a toda tralla. Vaya una obra para que el público se levante entusiasmado a aplaudir durante minutos y minutos, una forma de reconciliarse con la música tras la angustia del compositor anterior.