lunes, 16 de marzo de 2020

"El agujero del infierno", por Adrian Ross.

 Novela floja, muy floja. Esto es lo malo de fiarse plenamente de todo lo que una editorial por que se tiene especial afición saque a la luz. Vaya por delante que considero (como creo haber escrito en otras ocasiones) que la labor de la Editorial Valdemar es muy loable, pues están resucitando a autores desconocidos o cuya obra ya está descatalogada. Eso unido a que algunas ediciones (principalmente la de "El Club Diógenes") son de precio muy asequible al ser en rústica y formato de bolsillo, consigue cumplir la función más elevada de cualquier editorial: la distribución cultural. Digo todo esto porque debo de tener en casa más de doscientos libros de Valdemar y es de justicia hacer honor a la verdad. Pero publicando tanto como lo hace esta editorial, tarde o temprano acabaría bajando el nivel de calidad. Mucho me temo que es el caso del tal Adrian Ross.
 Según la propia editorial y lo poquito que se puede encontrar en internet del autor, Adrian Ross es el seudónimo literario de Arthur Reed Hopes, un catedrático de la Universidad de Cambridge de finales del XIX y principios del XX (entrando la primera parte de su vida en la época victoriana). Su obra literaria es, principalmente, una colección de guiones de comedias musicales, muy en boga en la época "eduardiana", el resto son un puñado de novelas de corte realista, y su única obra de ficción es la que tengo en las manos. Tal vez sea esa la razón de que sea difícil de clasificar: por un lado se podría decir que tiene reminiscencias de las llamadas "novelas de capa y espada", en las que un héroe henchido de virtudes se enfrenta a todo tipo de dificultades a espadazo limpio hasta resultar victorioso. Estas novelas son un subgénero de las novelas históricas, ésta en concreto está ambientada en las guerras de religión que asolaron Inglaterra en el siglo XVII (el protagonista principal es un puritano cercano al líder Oliver Cromwell, aquel personaje tan controvertido por su fanatismo religioso y su inmisericorde represión de Irlanda). Pero además, El agujero del infierno tiene un componente fantástico puesto que la acción tiene lugar en las inmediaciones de una ciénaga con un extraño lugar en el que merodea una ominosa criatura.
 En fin, la novela no está mal escrita, no hay (claro está) errores de estilo ni nada grave que impida su lectura, pero es francamente anodina, le falta mordiente... Me ha costado leerla incluso en un avión para hacer que las horas pasen lo antes posible y para olvidarme de la paranoia colectiva actual. Es, probablemente, lo más soso que he leído de lo publicado por Valdemar. Lo terminaré de leer, pues no es tan abominable, pero desde luego no lo recomiendo.

miércoles, 4 de marzo de 2020

"El reflejo", por Javier Lacomba de Maruri.

 Heredé de mis padres un pequeño apartamento en una isla subtropical. Dicho apartamento, aunque pequeño, cumplía todas las expectativas que un veraneante desea en una casa en la playa: paredes inmaculadamente blancas, grandes ventanales, hermosas vistas... y un enorme espejo que ocupa la práctica totalidad de una pared.
 El espejo, ya se sabe, aumenta la sensación de profundidad y, por tanto, el tamaño aparente de la casa, además de mejorar la luminosidad del salón. Definitivamente, aquel gran espejo estaba bien pensado para aquella casa.
 Yo, sin embargo, soy poco amigo de los espejos. Me parecen muestra lamentable de la vanidad humana, por no hablar de la necesidad que tienen de ser limpiados con regularidad, mucho más, desde luego, que la pared desnuda. Así que, ni corto ni perezoso, empecé a tapar aquel enorme espejo. ¿Con qué? Con lo que tengo más a mano y más abundantemente: libros. Con vulgares maderas contrachapadas construí un precario armazón a modo de estantería ocupando todo el espejo, y luego lo llené con varios cientos de libros.
 Asunto concluido: el espejo había quedado casi totalmente tapado por una abigarrada colección de colores (las de los lomos de los libros) entre los que predominaban los tonos marrones.
 Pasaron, pues, los días sin el detestado reflejo de luces de la mañana a la noche. Ufano me sentía con mi diminuta hazaña... Hasta que un día traté de buscar un libro concreto en la nueva estantería. Rebuscando entre sus lomos, leyendo sus autores y títulos encontré algo que me horrorizó y me llevó a malvender apresuradamente aquella casa. En un pequeño hueco entre libros vi el reflejo de una cara, pero no la mía; era el reflejo de una cara medio humana medio demoníaca que me hacía muecas amenazantes con ojos inyectados en sangre. Era el reflejo del propio espejo que había sido brutalmente tapado y asfixiado por mis libros.

"Tristana", de Benito Pérez Galdós.

 Leyendo la Antología española de literatura fantástica resurgen los viejos gustos, las antiguas lecturas que me enamoraron tiempo ha; entre ellas las novelas realistas del XIX con gigantes como Pérez Galdós, Pardo Bazán o Clarín. Del primero leí y releí Fortunata y Jacinta con la que estreché vínculos afectivos por la localización y el habla popular de algunos personajes (típicamente, de Fortunata) tan parecida a la de mis abuelos. No me gustaron, sin embargo, los Episodios nacionales que, teniendo los mismos mimbres que la novela anterior, caen en un historicismo que, particularmente a mí, no me interesa. Así que volví a por "Benito el garbancero" como parece que le llamaba su buen amigo Valle-Inclán, y me lancé a por Tristana.
 En Tristana se da un triángulo amoroso típico: por un lado la propia Tristana, huérfana acogida en su mocedad por un viejo hidalgo solterón, don Lope, que, tras haber sufrido años de abusos, se enamora de Horacio Díaz, un pintor bohemio. Los prejuicios morales, las hipocresías sociales y el amor más puro se entremezclan para formar una novela amena sin caer en lo vulgar, erudita sin ser pretenciosa, atemporal sin tacha de moralina... Una novela redonda.
 La edición, por cierto, no puede ser más cutre. Fue Austral (Grupo Planeta, obviamente) la que lanzó una colección con las novelas más señeras de  autores inmortales como Kafka, Melville, Ovidio, Poe, Polidori, Woolf o el propio Galdós. No debió tener mucho éxito porque parece que no han sacado más, pero en cualquier caso a mí me interesa, porque aún siendo una encuadernación pésima (papel casi biblia, letra minúscula y tapa rústica) tiene un precio bajo (3,95€) que para los que compramos libros para leer y no para presumir nos llena por completo.
 Tristana se engloba, a decir de los sesudos filólogos, en el llamado ciclo "espiritualista" del autor canario, con temas importantes de la época y de todos los tiempos como la emancipación de la mujer o la hipocresía social. Pero, para mí, lo más sobresaliente de esta lectura es el preciosismo formal de Galdós. Leer a Pérez Galdós es hacer un máster en literatura amena con una calidad apabullante; los personajes son descritos con una rotundidad difícil de encontrar; los diálogos son tan naturales que uno siente al personaje como alguien cercano. Galdós es un creador de personajes como pocos, personajes que, en realidad, son arquetipos extrapolables pero con rasgos propios que los individualizan. Pocos escritores consiguen esto.
 Los que nacimos, crecimos y somos descendientes de gentes nacidas  a orillas del río Manzanares tenemos un motivo especial de cercanía con tantas novelas de Pérez Galdós, pues el autor también describe con una minuciosidad increíble las grises y trabajadas callejas de aquella maltratada ciudad.
 Todo ello redunda en obras que, pese a lo que muchos puedan pensar, son universales y atemporales, pues los paisajes descritos podrían ser cualquier ciudad de la época, y los personajes son, como dije, arquetipos. Con todo, leer a Galdós es como comer tu plato preferido después de haber pasado meses de hambre... mejor aún, para mí, leer a Galdós es como comer las croquetas que hacía mi abuela Manolita, algo de una calidad insuperable que nunca volverá y que me retrotrae a mi infancia.

viernes, 21 de febrero de 2020

Inciso cinematográfico: "Soylent Green", dirigida en 1973 por Richard Fleischer.

 Esas sutiles pero firmes relaciones entre la literatura, la música y el cine son para mí una delicia que enlaza, en realidad, a todas las artes entre sí. Las ligazones más obvias son las adaptaciones cinematográficas de novelas, ésas, frecuentemente, no suelen ser satisfactorias, pues en la película han de eliminarse matices argumentales o de personajes que restan verosimilitud y calidad a la historia. Pero otros vínculos interesantes son las novelas que salen o están parcialmente inspiradas en novelas y viceversa, o la música inspiradora que añade calidad a una película formando parte de su banda sonora. El otro día hablaba de la maravillosa Sexta Sinfonía de Beethoven; la estuve escuchando, claro. Y como por arte de magia me vino al recuerdo una película que en absoluto es optimista ni amable sino todo lo contrario, pero que usan la Pastoral de Beethoven en un momento que buscan crear una imagen nostálgica, melancólica en un personaje principal. Se trata de Soylent Green, que en España fue presentada con el pretencioso título de Cuando el destino nos alcance.
Imagen tomada del sitio behance.net
 La película es catastrofista. En un futuro distópico (pero hoy en día demasiado cercano), Nueva York, 2022, la población humana se ha disparado, contando esa megalópolis con más de cuarenta millones de habitantes, la pobreza campa por sus respetos, la mayor parte de la ciudad está desempleada y subsiste a base de trapicheos y comiendo unas pastillas de soja (aparentemente); la violencia, claro está, domina la situación. En ese ambiente, dos personajes tratan de sobrevivir con una cierta ventaja sobre los demás: Robert Thorn (Charlton Heston), un policía, y  Solomon Roth (Edward G. Robinson), ayudante en la obtención de información de archivos del policía. El asesinato de un "ricachón" da lugar a una investigación que llevará a la más terrible revelación: en realidad, las famosas pastillas de soja de las que vive la gente están hechas con los cadáveres de los ancianitos que son eliminados mediante eutanasia (que se promueve activamente con el eufemismo de "volver a casa"). En fin, espantoso. Y, a todo esto, ¿qué diablos tiene que ver la Pastoral de Beethoven con esta película? Pues precisamente que en la eutanasia con la que "vuelven a casa" les ponen unas hermosas imágenes de aquello que ya han perdido en esa sociedad: la naturaleza, los bellos paisajes montañosos y costeros que en esa Nueva York de 2022 son impensables; pues bien, la música que acompaña tan espectaculares imágenes es el primer movimiento de la Sexta Sinfonía de Beethoven.
Imagen tomada del sitio corbella.de
 La pieza musical no podía estar mejor elegida. Ese primer movimiento de la Pastoral evoca la bondad de la naturaleza, la vida sin problemas, es optimismo puro, alegría de vivir. Combinado con las imágenes de montañas, paisajes costeros, puestas de sol... el efecto no puede ser más emotivo. 
 Desde el punto de vista técnico, la película no es gran cosa. El argumento es efectista, llamativo, pero como todas las películas apocalípticas, excesivo. El elenco actoral es más que aceptable, Heston tiene un papel muy Heston, es decir, muy físico, poco intelectual; por el contrario Robinson está enorme, como en él era habitual (por cierto, durante el rodaje ya estaba gravemente enfermo y moriría meses después de un cáncer de vejiga). La fotografía es pasable aunque tiene fallos evidentes, en todo caso, hay que entender que la cinta es de 1973.
 En fin, vuelvo al principio, las asociaciones mentales que hacemos entre literatura, cine, música y otras formas artísticas son francamente enriquecedoras, van trufando nuestras vidas hasta el punto de confundirse con ellas mismas.

jueves, 20 de febrero de 2020

Loas eternas sean dadas a Ludwig van Beethoven por su Sexta Sinfonía.

 Muchos nacimos con tendencia a ver el vaso medio vacío, el lado malo, al desánimo, a la profunda tristeza, que se transformó con el paso de los decenios a una acentuada predisposición a la soledad y a la misantropía. Sin embargo, un benigno Dios todopoderoso nos dio una herramienta para sobrevivir: la sensibilidad artística de la que carecen la mayor parte de los humanos (aquellos que sólo saben disfrutar de lo prosaico y zafio). Así, los dominados por la bilis negra, como hubiera dicho Hipócrates, podemos refugiarnos en la belleza de la literatura, del arte, de la música para poder escapar del aplastante pesar de corazón.
Imagen tomada de wikimedia commons
 Desde luego, la misantropía y el retraimiento propio no nos hacía propensos hacia la admiración de los mayoritariamente admirados; dirigíamos nuestra mirada hacia los marginados, los ignorados, hacia los que sentíamos empatía y comprensión. Por ello Beethoven no estuvo entre mis gustos de joven. Su música me parecía demasiado formal, demasiado impersonal... ¡ay, pobre de mí! Afortunadamente, los años pasan, se vuelve uno menos tendente a prejuzgar y se abre el corazón y la razón a todo, incluido aquello que años atrás desdeñábamos. Y así, uno de esos días de negra tristeza, tiene uno la brillante idea (o la inspiración divina, vaya usted a saber) de escuchar la Sexta Sinfonía. Entonces las apacibles melodías comienzan a acariciar el maltratado corazón, el ánimo se revierte, los nubarrones se dispersan, se siente la belleza de la música y se extiende a la belleza de la naturaleza, del arte, incluso a la alegría de vivir. La Sexta Sinfonía (la Pastoral) me reconcilia con la vida, incluso con el propio ser humano al que tanto detesto, me ofrece un camino de salvación que me libera de la negritud dominante en mi existencia.
Imagen tomada de wikimedia commons
 Así que no me queda más que dar las gracias al bueno de Ludwig van Beethoven por haber donado a la Humanidad una de las obras más hermosas, más bellas y optimistas de la creación musical de todos los tiempos, la Pastoral. Por supuesto, doy gracias a Dios por haberme dado la sensibilidad suficiente para entender la Sinfonía Nº 6 en fa mayor, opus 68 y otras muchas piezas musicales (amén de literatura y el arte en general) sin las que un servidor difícilmente podría seguir adelante.

martes, 18 de febrero de 2020

"Hombres de armas", por Terry Pratchett.

 Decimoquinta entrega de la saga del Mundodisco: la gigantesca tortuga cósmica A'Tuin continúa su vagar sin aparente rumbo por el Multiverso; sobre ella, cuatro gigantescos elefantes, sobre cuyos lomos descansa el Mundodisco.
 Esta entrega se centra en la cómica guardia urbana de la pútrida ciudad de Ankh-Morkpork. Al capitán Vimes, que está a punto de jubilarse al casarse con la multimillonaria amante de los dragones Lady Ramkin; al cabo Noddy, un tipo con la capacidad de sobrevivir de un cubito de hielo en un desierto (eso sí, un cubito de hielo muy pertinaz); el cabo Zanahoria, enano (adoptado) de dos metros de altura, se juntan tres nuevos agentes: un troll (Detritus), un enano (verdadero, Cuddy) y una mujer (Angua). Juntos han de hacer frente al crimen organizado de Ankh-Morkpork (pero organizado de verdad, con gremios y todo eso) y a una extraña nostalgia monárquica que empieza a cundir en el territorio.

 De nuevo, Pratchett hace un retrato tan distorsionado de la realidad que no puede ser más verosímil. Pero es más aún: Pratchett crea arquetipos humanos encarnados en trolls, enanos, magos y demás criaturas fantásticas. Tomemos, por ejemplo, el perfecto meapilas (encarnado aquí en el cabo Zanahoria) que es más papista que el Papa, escrupuloso cumplidor de toda norma social, ñoño y aburrido hasta la náusea... todos recordamos a alguien así, yo, al menos, tengo varios conocidos y familiares cortados por este patrón; luego está el tonto incapaz de entender nada, buena persona (en la novela, buen troll) con una creatividad bajo cero, alguien que sólo sabe repetir las vidas de sus antepasados, ¿suena a alguien? a mí sí; también está la fémina que se cree objeto de todo tipo de discriminación y opresión por el mero hecho de ser mujer, ¿suena?; y luego el tipo de mediada edad avanzada, de vuelta de todo, harto de todo, que sólo quiere largarse y que le dejen en paz. En fin, la maestría narrativa de Pratchett deja claro que fue un gran conocedor del alma humana y todos sus recovecos. En estas novelas del Mundodisco se hace mofa de todo, empezando por uno mismo, algo que es muy sano y permite seguir tropezando, quiero decir, adelante en esta tortuosa existencia.

miércoles, 12 de febrero de 2020

Julio Cortázar. Fallecido hace hoy 36 años. Inmortal.

Imagen tomada de Wikimedia Commons
  "Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo."

lunes, 10 de febrero de 2020

"The Book Fair", by Grant Snider (www.incidentalcomics.com).

Imagen tomada del sitio www.incidentalcomics.com

"Mil millones de años hasta el fin del mundo", por Arkadi y Borís Strugatski.

 Segunda novela que leo de estos gloriosos frikis soviéticos. La anterior fue su obra más conocida y, posteriormente, llevada al cine por Tarkovsky, Stalker. Picnic extraterrestre. Esta novela breve es, probablemente como toda la obra de los Strugatski, inclasificable. Lo más fácil es encuadrarla en la ciencia ficción, pero la influencia de Kafka (por lo opresivo de la situación) es evidente; por otro lado es un texto típicamente soviético por la descripción de los personajes y por la ambientación; no es, sin embargo, estereotípicamente rusa. Ladies and gentlemen: The Strugatski Brothers!
 Publicada en 1976, Mil millones de años hasta el fin del mundo narra las pesadillescas  experiencias de un astrofísico soviético, Dmitri Maliánov, que, a punto de terminar sus estudios sobre un trabajo que podría conseguirle el Premio Nobel, envía a su mujer y a su hijo a casa de su suegra en Odessa. Así él puede permanecer en Leningrado para dar el golpe de gracia a su trabajo. Sin embargo, parece que la mala suerte se ceba con él, pues un montón de distracciones (llamadas telefónicas, un siniestro detective que amenaza con enchironarle por quince años, una amiga de su mujer que pasa allí una noche...) le impiden continuar su labor. A punto de desquiciarse, trata con otros amigos, científicos como él, que han pasado por los mismos avatares cuando estaban en la fase final de sus estudios. Elucubrando qué diablos puede estar pasando llegan a la conclusión de que una extraña ley cósmica que trata de limitar el conocimiento humano.
 Decía antes que no es esta novela muy rusa; lo digo en el sentido tolstoyano o dostoyevskano de la expresión, es una prosa mucho más rápida, menos adjetivada, orientada más hacia la narración que la descripción. Si no fuera por los ambientes ciudadanos y el comportamiento de los personajes se diría que parecen novelas más americanas que rusas.
 Sin embargo, es muy soviética. Es muy soviética por el cientifismo exagerado de la trama, por las relaciones excesivamente jerarquizadas y autoritarias de los personajes, por el miedo (en todo momento presente) inmaterial a un futuro ominoso de detenciones arbitrarias... Por otro lado, son abundantísimas las citas directas e indirectas a otros escritores  y obras de arte: predominan, claro, los rusos(Tolstoi, Dostoievsky o Pushkin), pero también se cita a H.G. Wells, Apollinaire, Kipling, Nietzsche o Graham Greene, tan abundantemente que, a veces, parece metaliteratura pura.
 El ambiente opresivo y de amenaza siempre presente es, ya lo dije, muy kafkiano, aunque leído desde nuestra época es inevitable recordar la falta de libertad individual de la Unión Soviética. Esto añade un valor histórico al texto, algo que quizá puedan entender mejor los que fueron ciudadanos de aquel macroestado. Al margen de estas consideraciones la novela es amena, de lectura rápida y con una originalidad verdaderamente inusual en nuestro tiempo.

jueves, 6 de febrero de 2020

Inciso cinematográfico: "The Windermere Children", dirigida por Michael Samuels.

 En Enero pasado se cumplió el setenta y cinco aniversario de la liberación del Campo de exterminio de Auschwitz. Con fin de rememorar para que nunca se repita un horror semejante (en realidad, cualquiera en la que un grupo de seres humanos se considere superior a otro y decida exterminarlo) se han repuesto multitud de películas sobre el Holocausto (la Shoah, según los judíos), algunas mejores que otras, con muy diferentes presupuestos y distintos enfoques; también se han estrenado algunas cintas. Uno de estos enfoques no muy manidos es la de la solidaridad de aquellos ciudadanos de bien que, horrorizados ante la masacre, trataron de dar una segunda vida a aquellos que habían tenido la fuerza y fortuna de sobrevivir a la barbarie. The Windermere Children narra una historia real sobre setecientos chicos que fueron refugiados en el Distrito de los Lagos de Inglaterra, en un paisaje paradisíaco (teniendo en cuenta el clima predominante en la "pérfida Albión"), la amistad que surgió entre ellos y, en última instancia, la capacidad del ser humano para superar traumas aparentemente insuperables.
Imagen tomada del sitio www.base.com
 La cinta narra de forma eficiente el drama de los chicos (adolescentes en su mayoría) sin caer en sensiblería alguna. La fotografía es excepcional, dados los maravillosos paisajes circundantes; el elenco actoral es más que aceptable, con pocos actores consagrados (Iain Glen, Thomas Kretschmann o Tim McInnerny) y un verosimil grupo de jóvenes promesas de la interpretación polacas y alemanas. 
 Aunque no hay sensiblerías, es una película dura, como no podía ser de otra forma, los chicos sufren en sus sueños todo tipo de pesadillas que los acosan sin piedad; sin piedad también los acosan otros chicos del pueblo, locales que no aprueban el trato deferente que se da a los supervivientes; y los adultos (judíos o no) que les recuerdan que no tendrán trato de favor alguno por haber sido torturados en campos de exterminio nazis o por haber perdido a toda su familia a tan temprana edad. En este último papel está el actor Iain Glen (el sólido Jorah Mormont de Juego de tronos), como el del entrenador de fútbol que descubre un chico con futuro deportivo.
Imagen tomada del sitio www.newstatesman.com
 En definitiva, una aproximación diferente y original, pero no marginal, al tema del Holocausto; como decía antes, un recordatorio de hasta dónde puede llegar la maldad humana y, por otro lado, la capacidad de regeneración y resiliencia del mismo ser humano.