Uno de los grandes, ejemplo de integridad -es decir de alguien que no se vende por un pedazo de pan, o un puesto de funcionario, o una palmada en la espalda de alguien importante-, un luchador incansable contra la barbarie humana -sea fácilmente identificable como el nazismo, o no tanto como la indiferencia burguesa de nuestros días-, en definitiva, un buscador de la naturaleza benigna del hombre, alguien que busca en sí mismo y en sus prójimos la esperanza que pudiera hacernos creer en esa depravación que se llama "sociedad humana": Bertold Brecht.
De Brecth, por supuesto, conocemos el teatro. Fue un verdadero renovador, pero de los buenos, es decir de aquellos que no buscan la renovación por un mero gusto estético sino que el cambio viene como consecuencia de poner en práctica su modo de ver la vida. Recuerdo una representación en el teatro Valle Inclán de Madre coraje por el Centro Dramático Nacional, el resultado no fue todo lo bueno que los medios y la calidad del elenco actoral hacía prever, y no lo era porque se caía en el error que había denunciado el propio Brecht en la representación de su obra: que el personaje principal, Madre coraje, cayese simpática, que fuera vista como una víctima de la guerra, cuando en realidad Madre coraje es una alegoría del Estado o la Nación, llámese como se quiera, que de forma insensible manda a sus hijos a morir a la guerra para conseguir unos ínfimos beneficios; la obra, por supuesto, es profundamente antibelicista y antimilitarista (aunque pueda parecerlo, esos términos no son totalmente sinónimos).
Entendiendo a Bertold Brecth no hay que temer encontrar otra cosa en su poesía que no sea sentimiento puro, compasión por el hombre de a pie, afán de denuncia de las injusticias sociales... todo eso pero, como ocurre en toda poesía, condensado en un texto mínimo.