Lo bueno de la literatura es que se puede convertir en metaliteratura, también en el cine. Es decir, que una obra literaria genera reflexiones que pueden transformarse a su vez en literatura. Algo semejante es lo que ocurre con la película Goodbye Christopher Robin que narra la infancia compleja en el ámbito de los sentimientos aunque no en el material del niño que inspiró a su padre, el autor Alan Alexander Milne, para escribir una de las obras de literatura infantil más leídas y disfrutadas a lo largo del mundo en las últimas décadas: Winnie the Pooh.
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Milne creó un mundo de fantasía en el que el protagonista era su hijo y los peluches que cobraban vida (un oso, un tigre, un burro y un lechón, principalmente); el éxito de los cuentos fue inmediato en un mundo que salía de la I Guerra Mundial y quería olvidar barbaridades bélicas sumergiéndose en la fantasía infantil. Parece ser que el tipo trabajaba como periodista además de escribir novelas e incluso obras teatrales, pero, en todo caso, pasó a la posteridad por esa obra infantil. La película, de ahí la metaliteratura, narra cómo surge esa idea genial y, sobre todo, la relación padre-hijo a lo largo de su desarrollo. Se deja claro la insatisfacción del hijo que siente cómo el padre lo utiliza para escribir, dando más importancia al éxito profesional que a su rol paterno.
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Parece ser que tal resentimiento fue real, hasta el punto de que el hijo acusó a su padre de haberle explotado con fines meramente profesionales y económicos.
En cualquier caso, la película está realizada con esmero. Las actuaciones tanto del niño (Will Tilston) como del padre (Domhnall Gleeson, sí, hijo de Brendan Gleeson) son más que aceptables; la fotografía es excelente, reproduciendo con verosimilitud el Londres y Sussex de los años 20 del pasado siglo; y el argumento es sólido y está bien desarrollado. Es un buen ejemplo de la calidad que se puede obtener con la llamada metaliteratura, que abre un mundo de posibilidades infinitas para la tarea del escritor.