Sigo leyendo a Singer por las mismas razones que ya expuse en otra entrada: me atrae la pulcra narración de una compleja cultura (la judía askenazi) que fue borrada de Europa en el siglo pasado a sangre y fuego, una cultura rica y atrayente como la que más que, por desgracia, solo podemos conocer hoy por las vías escritas y artísticas; también leo a Isaac Bashevis Singer porque tiene una prosa cuidada, tranquila y libre de modismos que hace que sea un placer leer y que deja a la mayor parte de los escritores modernos al nivel del betún.
Pero, además, leer a Singer es entrar en un mundo en el que el reloj no existe, es alienarse por completo en el placer de la lectura, es formar parte de la historia narrada por muy lejana que inicialmente parezca. Esta forma de desaparecer de la existencia propia para entrar en otra que está impresa en una acumulación laminar de pasta de papel que vulgarmente conocemos como libros ha sido siempre una de las razones fundamentales por la cual un servidor es lector.
La familia Moskat cuenta las peripecias vitales de una rica familia de la Varsovia de finales del XIX y principios del XX. Sin embargo, el autor describe tan minuciosamente a los personajes, que uno podría trasladar esos tipos al comienzo del siglo XXI y tal vez solo llamaría la atención por sus atuendos; quiero decir con esto que la narración es atemporal, los vicios y virtudes de los personajes son los de ahora y siempre.
Ya he despotricado con anterioridad sobre los premios literarios que, en realidad, no son sino estrategias de mercadotecnia para vender más producto (en este caso son libros pero bien podrían ser bragas), bueno, pues toda regla tiene su excepción, quizás Isaac Bashevis Singer si fue un justo merecedor del Premio Nobel en 1978.