Esos conceptos antagónicos se han dado en mí desde que era adolescente. Por un lado quiero no saber, aislarme, meterme en una burbuja en la que nada me alcance, y, para ello, la literatura es excepcional como compañera; por otro lado (cada vez, he de admitir, con menos frecuencia) quiero estar en el meollo de las cosas, enterarme de todo, llegar a un plano de conciencia superior, para poder enterarme a mí mismo y a la sociedad en que me ha tocado vivir, y para esto la literatura es imprescindible. Otra vez la eterna dualidad de pensamientos y sentimientos: la luz y la oscuridad, lo positivo y lo negativo, lo bueno y lo malo, la noche y el día, el macho y la hembra... todo dentro de una misma cabeza, la mía.
No creo que hubiera podido conocerme a mí mismo, a mis sentimientos contradictorios, a mis enormes inseguridades, a mis grandes debilidades, a mis escasas virtudes si no hubiera leído a Hermann Hesse o a Kafka, si no me hubiera abismado en los postulados de Sigmund Freud (felizmente publicados en un espléndido puñado de ensayos, fuera del pomposo ámbito académico). Las grandes novelas en cuyas páginas están delineados personajes con una verosimilitud sorprendente son, sin lugar a duda, grandes escuelas de la vida. No hace falta recurrir a obras filosóficas o académicas que solo tienen arrogancia e impostura. La sencilla obra narrativa (sencilla entre comillas) de Tolstoi o de Dostoievsky tiene una carga psicológica tal que los personajes, que en realidad son arquetipos humanos, quedan definidos hasta lo más profundo de su ser. Habiendo leído a los dos rusos se comprende en gran medida el comportamiento humano de ayer, hoy y siempre. ¡Qué decir del feliz retrato de una sociedad alienada, estúpida e irreflexiva dada en las novelas y relatos de Kafka! Sin esos textos, escritos muchos de ellos con el punto de clarividencia que da la fiebre o la obsesión, no llegaríamos a entender la solemnemente imbécil sociedad humana.
Por otro lado, cuando uno se encuentra saturado de esa idiotez busca alejarse de la forma más radical posible, aunque sea estrambótica e inverosímil. Estoy pensando en los irreales mundos imaginados por H. P. Lovecraft, pero hay muchísimos más que, en esa senda u otra semejante, llevan la imaginación a su desarrollo máximo, que permiten al lector salir tanto de su propia vida que la angustia existencial deja de oprimirle, aunque sea por unas horas.
En realidad la literatura del conocimiento y la de evasión suponen un contraste que, una vez más, sitúa a la lectura en una de las más elevadas cotas de la actividad intelectual.