Seguramente han conocido, padecido a alguien así en su vida. No es
difícil, ya que en España un buen número de jefes o “superiores”
responden a esas características. Se trata de personas que por el motivo
que sea adquieren poder o ascendiente sobre otros. No han de ser más
inteligentes ni perspicaces, ni poseer más talento, ni desde luego ser
más sabios. Ni siquiera más prácticos. A menudo son una nulidad completa
en todo, pero ay, la suerte los ha bendecido con desenvoltura o abierta
desfachatez. Tanta, que desarma a los demás. Estos se quedan perplejos,
no dan crédito, y el desconcierto los lleva a no reaccionar, a la
paralización incluso. Si el individuo en cuestión es un jefe, no les
queda más remedio que acatar y tragar los desafueros, sin rechistar con
frecuencia. Pero, ya digo, no es necesario el poder real: hay
gente que, sin tenerlo, se abre paso a codazos y con sus malos modales
acaba acoquinando al resto. Ese resto, acomplejado, se hace a un lado
para evitar choques frontales. La educación lo pierde.
"Hay personas que pretenden que sus vejaciones no se les tengan en cuenta"
Llamémoslos “avasalladores”. Son desconsiderados y despectivos, no
escuchan a quienes les señalan (pocos se atreven) sus abusos y defectos,
no admiten consejos que los contraríen o amenacen con limitar su
voluntad. Cualquier objeción los irrita, por razonable que sea, por
mucho que vaya encaminada a ahorrarles un futuro disgusto o una
catástrofe. De eso no suelen tener visión, de futuro. Creen, como los
niños, que cada presente es inmutable. Así, no se privan de ofender,
imponer, sojuzgar y humillar: no piensan jamás que quien está debajo de
ellos pueda estar un día encima, o a su nivel por lo menos. Que puedan
necesitarlo o hayan de solicitarle un favor. Su soberbia se lo impide.
Ignoran lo que todo el mundo sabe instintivamente: que la vida da
vueltas y que, por alto que se sienta uno en la cumbre, conviene
establecer vínculos para el porvenir, o no agraviar demasiado, por si
acaso. No se molestan en conservar algunos puentes porque otro de sus
rasgos es la ufanía: pretenden que sus vejaciones no se les tengan en
cuenta. Ni sus insultos, ni sus cacicadas, ni sus injusticias, ni sus
putadas. Es raro, pero es así: hay muchos sujetos en España que se
portan reiteradamente mal con uno, que le hacen incontables faenas, que
lo tratan con despotismo y grosería. O que lo atacan sin piedad ni
disimulo. Y después, inverosímilmente, si cambian un poco las tornas,
aspiran a que nada de eso les pase factura: su frase favorita en estos
casos es “Pero si aquí no ha pasado nada”. Es más, si quienes los
sufrieron durante tiempo les niegan el saludo, o una prebenda, o les
responden con justificado despecho, entonces se soliviantan y
escandalizan, y acusan a sus antiguas víctimas de “intratables” y
“rencorosas”, “frívolas” y “egoístas”. Bien, a todos nos pasa que
olvidamos más fácilmente las ofensas en que incurrimos que aquellas de
las que somos objeto. Pero no hasta ese punto. Los avasalladores no es
que olviden exactamente las por ellos infligidas, es que les restan toda
importancia porque en el fondo creen que tenían derecho; y aunque su
poder ya no sea el de antes, están convencidos de que se debe a un
equívoco y regresará naturalmente. Se siguen sintiendo acreedores a él, y
por tanto esperan que los viejos siervos, si bien ahora emancipados o
con la sartén por el mango, continúen plegándose a sus deseos. Niegan la
realidad, no saben verla, están enfermos. Se cruzan de brazos y
aguardan a que los demás les rindan pleitesía por sus inexistentes
carisma y gracia. A menudo sólo despiertan cuando se ven echados a
patadas, rebajados o destituidos. En 1789 algunos tuvieron despertares
peores.
Esta clase de delirio, de imprevisión absoluta, parecería difícil que
se diera colectivamente. Y sin embargo asistimos a uno de estos
extraños casos clínicos. Rajoy y su Gobierno han sido estos
avasalladores durante cuatro años de mayoría absolutísima. Han
despreciado a todo el mundo y no han atendido a las razones de nadie. Ni
de los otros partidos ni de la ciudadanía. Ni de los médicos y
enfermeros ni de profesores y estudiantes. Ni de los jueces y fiscales
ni de los parados y pobres. Ni de los comerciantes ni de las clases
medias. Han impuesto leyes injustas y recortado derechos y abusado
fiscalmente, han desahuciado a mansalva mientras inyectaban dinero a los
bancos. Su partido ha practicado la corrupción enfermizamente. No han
dado explicaciones de nada y han menospreciado al Congreso. No digo que,
contra toda cordura, no les toque seguir gobernando si no hay otro
remedio. Lo que no pueden hacer es cruzarse de brazos, no pedir
disculpas ni rectificar mil medidas, no hacer concesiones infinitas a
cambio de unos votos o abstenciones. Y el PSOE, dicho sea de paso,
tampoco puede cruzarse de brazos y no aplicarse con los cinco sentidos a
exigírselas: me refiero a las disculpas, las rectificaciones y las
concesiones. Así da la impresión de que estemos, los ciudadanos, en
manos de engreídas, estúpidas estatuas.