jueves, 13 de octubre de 2016

Conclusiones tras leer "El camino del perro".

 Mala, francamente mala. En la entrada anterior clasifiqué este texto de "novelita", pero habría que ampliarlo a novelita mala, porque realmente es mediocre, tanto que, en mi opinión, no merecía haber sido publicada. Esto es, en realidad, algo muy común en el mundo editorial: un autor consigue un éxito de ventas notable (la calidad es, siempre y desgraciadamente, secundaria) y ya tiene asegurada la publicación de las obras que escriba a posteriori o que tenga ya escritas. En el caso de Sam Savage, la primera novela, Firmin, que tampoco es nada de otro mundo, supuso un gran éxito comercial en todo el mundo occidental, tanto que tanto la editorial Coffee House Press (una de las gigantes del otro lado del Atlántico) como Seix Barral (Grupo Planeta, otro monstruo en Europa) le aseguran la publicación de, por el momento, otras tres novelas: El lamento del perezoso, Cristal y El camino del perro.
Sam Savage. Imagen tomada de la página web de El País
  Con todo, esta novela tiene sus virtudes, algunas de las cuales eran apreciables en Firmin: análisis interesante de la vida en sus momentos finales, ausencia de concesiones a lo comercial, tema entrañable y empático... No llega, sin embargo, a alcanzar la calidad de su primera novela, da la impresión de que ya el tema está manido y, simplemente, lo está enfocando por otro lado... en definitiva: que es la misma novela pero ahora no se trata de una rata de librería de viejo sino de un anciano que fue crítico de arte, pero las reflexiones de ambos son prácticamente iguales.

jueves, 6 de octubre de 2016

Arenga del siglo XXI (por Bartleby el escribiente).

 Las masas enfervorecidas gritan con vehemencia: ¡A la ataraxia por la desesperanza! ¡A la ataraxia por la desesperanza! ¡A la ataraxia por la desesperanza! ¡A la ataraxia por la desesperanza! ¡A la ataraxia por la...

miércoles, 5 de octubre de 2016

Ahora leyendo: "El camino del perro", por Sam Savage.

 Siempre digo que no leo literatura contemporánea y siempre miento. Al menos miento parcialmente. Es verdad que me he llevado varias desilusiones graves con autores contemporáneos que son lanzados por las editoriales y sus premios comerciales como nuevos gurús de la literatura de nuestros días, y en realidad no eran más que mediocridades perfectamente olvidables y, sobre todo, indignos de malgastar unas cuantas decenas de horas en su lectura, lo cual me ha llevado a no estar al tanto de las novedades editoriales. No es este el caso de Sam Savage, un escritor estadounidense que ha comenzado a publicar pasados los sesenta años y que conocí por su primera novela: Firmin.
  En Firmin todos aquellos que nos hemos sentido presos de la lectura, todos los que hemos preferido muchas veces bucear en un libro antes de relacionarnos socialmente, todos los que hemos sentido que ese pequeño artículo formado por hojas de celulosa nos protegía de la rudeza de la vida... encontramos un amigo, casi un hermano, en alguien en el que nunca hubiéramos imaginado: una rata. Firmin, que nadie se engañe, no es una gran novela, es una "novelita" breve que, sin embargo, toca nuestra fibra sensible y nos hace sentir un poco menos solos en este mundo... nada más. El camino del perro continúa esa estela, con un personaje marginal, experimentando la soledad de considerarse "el último hombre cuerdo". Se trata de un anciano que pasa sus últimos años en soledad en una casa cuyo barrio sufre un proceso de "gentrificación" y que repasa su vida con no pequeña amargura y sobre todo con desprecio de todo aquello que hace que este mundo siga girando.
  Igual que Firmin no es tampoco una gran obra, es una pequeña novela con un tema universal y con el que muchos coincidimos hasta vernos reflejados en sus pensamientos. La prosa es sencilla y rápida, casi periodística, con lo que su lectura es amena y entrañable, una lectura para reconciliarse con uno mismo aunque esto ahonde la fractura social que sentimos por dentro.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Ahora leyendo: "Diario de un hombre superfluo", por Iván Turguénev.

 Del mismo autor que Padres e hijos, esa supuesta "novela nihilista". El personaje ahora es bastante parecido a aquellos, es un hombre rico, Chulkaturin, que, muriendo en plena juventud, decide escribir un diario del pasado, caracterizado por un pensamiento que le ocupa más que obsesionarle: ha sido un hombre superfluo, alguien que no ha hecho nada relevante en la vida, un cero a la izquierda.
  Somos muchos los lectores apasionados con la literatura rusa del XIX, una época dorada con autores tan  "tremendos" como Tolstoi, Dostoievsky, Pushkin, Oneguin, Goncharov, Gogol o el propio Turgueniev. La agudeza en la descripción psicológica de los personajes, su evolución mental o la verosimilitud y redondez de los mismos hacen de las novelas rusas del XIX verdaderas lecciones magistrales para cualquier "letraherido". De los personajes más arquetípicos del momento son los nobles ilustrados, inteligentes, sensibles, idealistas, pero ociosos cuando no perezosos e inactivos, con una visión nihilista de la vida que les lleva a no mover un solo dedo ante cualquier suceso. Tal vez el mejor ejemplo literario sea Oblómov de Goncharov, un rico hacendado que pasa sus días tumbado en la otomana viendo como poco a poco sus riquezas son robadas por múltiples manos y sus tierras quedan improductivas; todo, siendo el terrateniente un hombre culto y apercibido de lo que ocurre. 
 Ya en el siglo XXI, esa indolencia nos resulta atractiva a todos aquellos que pasamos un mínimo de cinco o seis horas diarias pegados a los libros... tal vez nos vemos reflejados en ellos... nuestra inactividad (física, no intelectual) nos delata...
  Obviamente, cuando Goncharov o Turgueniev crearon estos personajes lo hicieron con ánimo de denunciar la existencia de estos nobles ociosos y perezosos que no colaboraban en absoluto en el enriquecimiento social cuando gran parte de la Rusia zarista del momento se moría, literalmente, de hambre. Pero, en nuestra terrible limitación temporal, hoy, con una superpoblación humana de más de 7.000 millones de seres (según cálculos recientes de la ONU); con guerras sin fin en las que los hombres se enfangan como lo hicieron desde el principio de los tiempos y lo harán hasta que se finiquite esta malhadada especie animal; con comportamientos mezquinos sin límite y, sobre todo, con una repetición sin solución de todos los errores cometidos por nuestros predecesores, la inacción no parece tan reprobable.
 Tal vez, de la misma manera Cervantes creó al bueno de Don Quijote con el afán de burlarse de todos aquellos adoradores de las novelas de caballería de su época, simplemente como un divertimento para los que podían dedicar algo de sus vidas a leer, sin embargo, hoy vemos a Alonso Quijano como el ser más hermoso de la creación, un alma pura perdida en un mar de facinerosos, el idealismo en esencia. Cervantes nunca imaginó que pudiéramos enamorarnos de la honradez sin fin del Quijote o de la sencilla honestidad de Sancho Panza, su meta era deformar los caracteres hasta provocar la risa. En fin... cosas de la literatura... basta con dejar que pasen un par de siglos para que todo se vea bajo otra luz y se reinterprete al socaire de los nuevos vientos...

domingo, 25 de septiembre de 2016

Pequeña crítica a "Engreídas estatuas", de Javier Marías.

 Es habitual la maestría con la que Javier Marías toca casi todos los temas de la actualidad, son análisis certeros y simples pero a la vez cargados de hondura y buen hacer; noto, eso sí, que según pasan los años (Marías lleva décadas escribiendo para Babelia, el suplemento cultural de El País) una mayor dosis de amargura... los años, tal vez.
 En Engreídas estatuas, el autor afea la actitud dictatorial y soberbia de los políticos patrios, principalmente del Partido Popular, aunque tampoco se libran los del PSOE (Marías, sin comprometerse oficialmente, siempre ha dejado claro que escora ligeramente a babor), y los tilda de engreídos y estúpidos. Nada que objetar. Me temo que la mayor parte de los españoles sienten el desprecio supino que sus gobernantes les deparan, precisamente ellos que, ahora se puede percibir, son incapaces de negociar para llevar a buen término la formación de un gobierno medianamente viable que trate de ventilar los innumerables problemas que se ciernen sobre la ciudadanía. Sin embargo, leyendo el nudo del artículo siento que los gravísimos defectos que atribuye a la clase gobernantes están ampliamente distribuidos por la generalidad de la sociedad. Cuando afirma: "Llamémoslos “avasalladores”. Son desconsiderados y despectivos, no escuchan a quienes les señalan (pocos se atreven) sus abusos y defectos, no admiten consejos que los contraríen o amenacen con limitar su voluntad. Cualquier objeción los irrita, por razonable que sea, por mucho que vaya encaminada a ahorrarles un futuro disgusto o una catástrofe. De eso no suelen tener visión, de futuro. Creen, como los niños, que cada presente es inmutable. Así, no se privan de ofender, imponer, sojuzgar y humillar..." creo sentir que se refiere a todo aquellos que ejercen el más mínimo poder sobre cualquier otro ser humano.
 En mi modesta opinión, la propia organización social de la humanidad (no ya de España o Europa, ni siquiera de este siglo o del anterior, sino del ser humano desde que es tal) lleva a que esas actitudes dictatoriales, tiránicas y ofensivas se repitan del nacimiento a la tumba. Es la autoridad del jefe sobre el subordinado; la del padre sobre el hijo; la del rico sobre el pobre; la del sabio sobre el ignorante... la naturaleza del hombre es la de sojuzgar, someter y aplastar a su prójimo. Solo las grandes teorías filosóficas y religiosas (el anarquismo, el cristianismo, el marxismo... no sus pésimas aplicaciones prácticas, sino la teoría pura) nos libra de este comportamiento tan animalesco, pero la historia demuestra tozudamente que el ser humano no aprende, solo repite los errores de sus mayores que lo mantienen enfangado en la violencia contra su igual. Por todo ello creo que el análisis de Javier Marías es acertado pero no solo aplicable a los políticos, sino a todo hombre o toda mujer que quiera ejercer la más mínima autoridad sobre su congénere.

"Engreídas estatuas", por Javier Marías, publicado en el diario El País del 25 de septiembre de 2016.

 Seguramente han conocido, padecido a alguien así en su vida. No es difícil, ya que en España un buen número de jefes o “superiores” responden a esas características. Se trata de personas que por el motivo que sea adquieren poder o ascendiente sobre otros. No han de ser más inteligentes ni perspicaces, ni poseer más talento, ni desde luego ser más sabios. Ni siquiera más prácticos. A menudo son una nulidad completa en todo, pero ay, la suerte los ha bendecido con desenvoltura o abierta desfachatez. Tanta, que desarma a los demás. Estos se quedan perplejos, no dan crédito, y el desconcierto los lleva a no reaccionar, a la paralización incluso. Si el individuo en cuestión es un jefe, no les queda más remedio que acatar y tragar los desafueros, sin rechistar con frecuencia. Pero, ya digo, no es necesario el poder real: hay gente que, sin tenerlo, se abre paso a codazos y con sus malos modales acaba acoquinando al resto. Ese resto, acomplejado, se hace a un lado para evitar choques frontales. La educación lo pierde.
"Hay personas que pretenden que sus vejaciones no se les tengan en cuenta"
 Llamémoslos “avasalladores”. Son desconsiderados y despectivos, no escuchan a quienes les señalan (pocos se atreven) sus abusos y defectos, no admiten consejos que los contraríen o amenacen con limitar su voluntad. Cualquier objeción los irrita, por razonable que sea, por mucho que vaya encaminada a ahorrarles un futuro disgusto o una catástrofe. De eso no suelen tener visión, de futuro. Creen, como los niños, que cada presente es inmutable. Así, no se privan de ofender, imponer, sojuzgar y humillar: no piensan jamás que quien está debajo de ellos pueda estar un día encima, o a su nivel por lo menos. Que puedan necesitarlo o hayan de solicitarle un favor. Su soberbia se lo impide. Ignoran lo que todo el mundo sabe instintivamente: que la vida da vueltas y que, por alto que se sienta uno en la cumbre, conviene establecer vínculos para el porvenir, o no agraviar demasiado, por si acaso. No se molestan en conservar algunos puentes porque otro de sus rasgos es la ufanía: pretenden que sus vejaciones no se les tengan en cuenta. Ni sus insultos, ni sus cacicadas, ni sus injusticias, ni sus putadas. Es raro, pero es así: hay muchos sujetos en España que se portan reiteradamente mal con uno, que le hacen incontables faenas, que lo tratan con despotismo y grosería. O que lo atacan sin piedad ni disimulo. Y después, inverosímilmente, si cambian un poco las tornas, aspiran a que nada de eso les pase factura: su frase favorita en estos casos es “Pero si aquí no ha pasado nada”. Es más, si quienes los sufrieron durante tiempo les niegan el saludo, o una prebenda, o les responden con justificado despecho, entonces se soliviantan y escandalizan, y acusan a sus antiguas víctimas de “intratables” y “rencorosas”, “frívolas” y “egoístas”. Bien, a todos nos pasa que olvidamos más fácilmente las ofensas en que incurrimos que aquellas de las que somos objeto. Pero no hasta ese punto. Los avasalladores no es que olviden exactamente las por ellos infligidas, es que les restan toda importancia porque en el fondo creen que tenían derecho; y aunque su poder ya no sea el de antes, están convencidos de que se debe a un equívoco y regresará naturalmente. Se siguen sintiendo acreedores a él, y por tanto esperan que los viejos siervos, si bien ahora emancipados o con la sartén por el mango, continúen plegándose a sus deseos. Niegan la realidad, no saben verla, están enfermos. Se cruzan de brazos y aguardan a que los demás les rindan pleitesía por sus inexistentes carisma y gracia. A menudo sólo despiertan cuando se ven echados a patadas, rebajados o destituidos. En 1789 algunos tuvieron despertares peores.
 Esta clase de delirio, de imprevisión absoluta, parecería difícil que se diera colectivamente. Y sin embargo asistimos a uno de estos extraños casos clínicos. Rajoy y su Gobierno han sido estos avasalladores durante cuatro años de mayoría absolutísima. Han despreciado a todo el mundo y no han atendido a las razones de nadie. Ni de los otros partidos ni de la ciudadanía. Ni de los médicos y enfermeros ni de profesores y estudiantes. Ni de los jueces y fiscales ni de los parados y pobres. Ni de los comerciantes ni de las clases medias. Han impuesto leyes injustas y recortado derechos y abusado fiscalmente, han desahuciado a mansalva mientras inyectaban dinero a los bancos. Su partido ha practicado la corrupción enfermizamente. No han dado explicaciones de nada y han menospreciado al Congreso. No digo que, contra toda cordura, no les toque seguir gobernando si no hay otro remedio. Lo que no pueden hacer es cruzarse de brazos, no pedir disculpas ni rectificar mil medidas, no hacer concesiones infinitas a cambio de unos votos o abstenciones. Y el PSOE, dicho sea de paso, tampoco puede cruzarse de brazos y no aplicarse con los cinco sentidos a exigírselas: me refiero a las disculpas, las rectificaciones y las concesiones. Así da la impresión de que estemos, los ciudadanos, en manos de engreídas, estúpidas estatuas.

viernes, 23 de septiembre de 2016

"Finding Your Voice", por Grant Snider (www.incidentalcomics.com).


Ahora leyendo: "Accidente nocturno", por Patrick Modiano.

 Aparentemente, todos los relatos de Modiano tienen un tono reconocible desde los primeros párrafos: es como una voz anodina, tediosa que narra hechos sin sorpresa alguna, casi "sin sangre". Accidente nocturno también tiene esa característica, es todo como muy casual, sin apenas darse importancia.
  Por otro lado, un personaje colectivo fundamental en sus narraciones es la ciudad de París, que es tratada más que como un fondo, como si fuera parte activa de la trama.Los distintos barrios y principales avenidas forman parte del relato imprimiendo un carácter propio que, en buena parte, explica la acción. En Accidente nocturno todo empieza de forma igualmente banal: un joven es atropellado sin graves consecuencias por una desconocida; tras recuperarse, éste trata de recordar todo lo acontecido y relaciona a la mujer con etapas pasadas de su vida. Sorprende la inexistente vehemencia con la que cualquier circunstancia es tratada, la pasividad extrema de una vida vulgar pero tratada, eso siempre en Patrick Modiano, desde la primera persona, otra característica del francés: narrar en primera persona.
  Con todo, cada texto es cada texto, y éste, en particular, me está pareciendo un tanto flojo, al menos no me está enganchando como otros que anteriormente leí.

martes, 13 de septiembre de 2016

Ahora leyendo: "Los cien días", por Joseph Roth.

 Una novela de la que no tenía constancia, publicada esta vez no por Acantilado sino por la editorial Pasos Perdidos, pero con la impronta del genial Joseph Roth: Los cien días.
  Larga novela para ser de Roth, que acostumbraba a mostrar su inmensa capacidad de síntesis psicológica en relatos o novelas breves. Esta vez no es la caída del Imperio Austro-húngaro y sus terribles consecuencias para alguno de sus súbditos, sino la caída de Napoleón, pues narra los cien últimos días del emperador, desde su regreso de la isla de Elba hasta la batalla de Waterloo. Por tanto, Roth se vuelve a fijar en los perdedores, si en la mayoría de sus textos son perdedores anónimos, "del montón", ahora no es sino uno de los mayores personajes de la historia. 
  Los primeros capítulos que he leído, sin embargo, no me han satisfecho en gran manera. Se percibe la mano de Roth, pero todo parece mucho más pomposo y pierde la naturalidad apreciable en otros de sus relatos, parece como si el autor se hubiera esmerado "demasiado" en escribir una buena novela, dotándola de una grandilocuencia y afectación que la perjudican en exceso. Me recuerda a esa pésima novela América de Kafka, una novela en la que el inmortal praguense trató de convertirse en escritor y que es precisamente eso: mala, pomposa, grandilocuente y vanidosa... nada que ver con perlas de la literatura universal como La metamorfosis, El proceso o El castillo. Tal vez estos textos fueron escritos por el checo en un estado de semiinconsciencia debido a la fiebre o a una mente calenturienta, mientras que América fue un intento plenamente consciente de "dejar algo para la posteridad".

lunes, 12 de septiembre de 2016

Inciso cinematográfico: "Mary and Max" (2009), dirigida por Adam Elliot.

 En cine de animación no son frecuentes las películas para adultos (dicho esto para las películas que tienen una temática o una forma de explicar los temas que se les escapan a los niños y son propios para personas más maduras, no porque incluyan sexo explícito o violencia) no son habituales. Mary and Max, una cinta hecha con la técnica del "Stop motion" y con figuras de "Claymation" (un tipo especial de plastilina), es una excepción, y una verdaderamente buena.
  Se cuenta, con grandes dosis de ironía y, sin embargo, verosimilitud, la amistad aparentemente imposible entre una niña australiana con muy baja autoestima y una familia disfuncional (padre ausente casi todo el tiempo y madre alcohólica y cleptómana) con un neoyorquino judío de mediana edad con fobia social y vida aparentemente vacía. La relación de amistad se establece de forma epistolar cuando Mary toma por azar la dirección de Max en una guía de teléfonos y comienza a contarle con pelos y señales su terrible vida familiar y su extraña concepción del mundo; Max contesta en un tono casi igual de infantil con su absurda interpretación vital. Aunque les separe medio mundo, más de una generación y grandes diferencias culturales, la amistad epistolar arraiga en este par de desarraigados sociales.
  La técnica de animación está muy depurada, al nivel de grandes cintas a las que estamos ya más que acostumbrados, pero lo mejor, en mi opinión, es lo inusual del guión. Sea porque toda producción cinematográfica se debe a la taquilla para sobrevivir o que, directamente, se busca el lado más comercial, casi todas las cintas de animación son un tanto ñoñas, "pastelotes" bienintencionados pero hechos con muy poco talento; Mary and Max no es así, es terriblemente sarcástico con la sociedad biempensante, así, los personajes son verdaderos inadaptados, pero son auténticos héroes. En verdad, la película es una celebración de la diferencia, de la gran virtud que supone que cada ser humano sea un mundo aparte, de aquellos que no se rigen por convencionalismos o por correcciones políticas sino que se aceptan a sí mismos con naturalidad. Es, en definitiva, una reivindicación de la "normalidad de la anormalidad".