No son relatos de terror. Son más bien cuentos en los que lo fantástico se mezcla con la más corriente cotidianeidad. Es este un subgénero narrativo que floreció espectacularmente con el Romanticismo literario (lo que los ingleses llaman "literatura victoriana"). Escritores a este lado y el otro del Atlántico enriquecieron la literatura universal creando este subgénero al socaire de un gusto social por lo extraño, lo imprevisto, lo anormal y lo fantástico. Nada de extrañar teniendo en cuenta que sucedió en plena Revolución Industrial y con la Ilustración dejando fuera de las mentes de los occidentales todo lo fantástico, por eso, precisamente por eso, para luchar contra ello surgió este gusto social por lo extraño. Y así, todos los grandes escritores de aquella época cultivaron los relatos fantásticos: Dickens, Henry James, Guy de Maupassant, Joseph Sheridan Le Fanu, Bram Stoker, M.R. James, Hawthorne, Poe...
Neil Gaiman no es Edgar Allan Poe. ¡Qué más quisiera! Pero de los escritores vivos es uno de sus herederos, sin lugar a dudas, y un digno heredero para ser sincero. La deuda estilística del inglés con el americano es evidente. Sigue siendo eso: la mezcla de la actualidad más rabiosa con los mitos y leyendas urbanas más arcaicas (el Santo Grial, el trol bajo el puente, los juguetes encantados...), todo con una prosa sencilla pero no ramplona, con una más que aceptable calidad literaria.
Gaiman es mundialmente conocido en el ámbito de los cómics como autor, no dibujante, y también de relatos y novelas para jóvenes. Los relatos contenidos en Humo y espejos son para adultos, tal vez porque tengan un tono más negro, frecuentemente acaban con un giro un tanto macabro que no encaja bien un lector inmaduro, no porque tengan violencia o sexo. Son, simplemente, la visión de las cosas cotidianas de alguien que no se conforma con la primera mirada o lo más superficial, sino que trata de retorcer un poco la realidad.