Dicen que "en la variedad está el gusto". Pues yo estoy de acuerdo, especialmente en las lecturas. Porque después de haber leído a Terry Pratchett (nunca me cansaré de alabar su fina ironía que satiriza la mayor maldad y estupidez que hay sobre la faz de la Tierra, la soberbia humana) llegar a Pereda es como un bálsamo curativo que suaviza las asperezas de la vida. Me pasa más con Pérez Galdós que con Pereda, pero con el cántabro también me ocurre que siento volver a la esencia de la buena literatura, la que está hecha sin prisas, para degustar lentamente, olvidándose de las prisas cotidianas. Claro está que la prosa de José María de Pereda es una de las mejores de la literatura castellana: una prosa lenta, preñada de oraciones subordinadas, adjetivación abundantísima y circunloquios por doquier. Es la antítesis de la literatura actual, tan apresurada, tan periodística, tan poco descriptiva, tan... tan poca cosa comparada con Pereda. En el caso de Pérez Galdós, empatizo más si cabe por el registro que hace del habla popular madrileña, tan entrañable para mí por haberla vivido en las personas de mis abuelos (de hecho, hay fragmentos de Fortunata y Jacinta en los que uno cree estar escuchando a sus abuelos Alfonso y Manolita más que a personajes de ficción); en el caso de Pereda, por amor a su patria chica, los registros son de los que algún sesudo académico llegó a llamar "cántabro" o "español de cantabria", que tiene (más bien, tenía) incrustaciones del astur-leonés tanto en la fonética como el léxico.
Y eso que, según otros ilustres y sesudos académicos, José María de Pereda debía tener una relación de amor y odio hacia la forma dialectal del español que se hablaba en las zonas más remotas de Cantabria, pues a la vez que se hacía eco de la misma en sus novelas, no temía denostarlas como impurezas a extinguir. Por cierto, hablando de impurezas, el bueno de don José María era leísta confeso y convicto, pero no sólo del llamado "leísmo de persona", sino también "de cosa", algo que chirría bastante cuando se lee su prosa tan depurada.
Peñas arriba podría ponerse de ejemplo a seguir para prosa descriptiva, pues son tan exhaustivas las descripciones que hace del pueblo (Tablanca lo llama el autor, nombre ficticio) y del Valle del Nansa al que acude Marcelo (posible alter ego del autor) al requerimiento de su tío Celso, que la narración prácticamente queda anulada, en un segundo plano. Esas descripciones, tanto de paisajes como de personas, son tan minuciosas, ya digo, que uno se siente en mitad de la Montaña cántabra, parloteando en esa forma tan arcaica y hoy prácticamente extinta de español.
José María de Pereda. Imagen tomada de Wikimedia Commons.
A un servidor le da por pensar lo diferentes que debieron ser las vidas de los antepasados de uno cuando, hace más de cien años, leían este tipo de literatura sin prisas ni agobios. Se me antoja que el ritmo de la lectura reflejaría esa vida más sencilla, más lenta, pero también más intensa y consciente que hace que nuestra vida actual, por comparación con aquella, parezca atropellada y atolondrada.
La novela es, en cierto modo, un canto a aquella locución latina, Beatus ille, "dichoso aquel" que huye del mundanal ruido y se refugia en la paz y la serenidad del campo. En este caso, Pereda lo novela haciendo que Marcelo, un joven de origen cántabro pero madrileño de nacimiento y crianza, sienta rechazo cuando no miedo de esa vida demasiado asilvestrada y rústica, pero, a medida que avanza la novela, va entendiendo la filosofía inherente a esas vidas tan sencillas en el "solar de sus mayores" hasta el punto de acabar haciendo suya esas mismas vidas.
Es un placer, como antes decía, leer a Pereda, detenerse en los más ínfimos detalles de descripción; leer centenares de páginas en las que, en realidad, apenas ocurre nada, sin embargo, valga el oxímoron, ocurre todo, ocurre la vida, eso sí, más sosegadamente.