Hace tres años hice una pequeña reseña de la adaptación cinematográfica de Sin novedad en el frente, dirigida en 1930 por Lewis Milestone. En esa película, fiel al origen literario, se narra la vida en las trincheras de un grupo de jovencísimos soldados alemanes que son enviados al matadero de la Guerra del 14. Ahora me adentro en la lectura del original de Remarque, un alemán que sufrió en carne propia la sinrazón humana más simiesca (con perdón de los simios, que no pueden cambiar su destino) que es la guerra. Es, por supuesto, una novela antibelicista, probablemente de las mejores que se hayan escrito, ambientada en aquella guerra de hace ya más de cien años pero que, en esencia, tiene todas las características de las guerras que han llevado a cabo un ser humano contra otro desde el principio de los tiempos y que será igual hasta el fin de los mismos.
La trilogía, en conjunto, casi alcanza las mil páginas, pocas, seguramente, para narrar la aberración humana por excelencia: la violencia contra el prójimo. Lo más terrible de la narración, en todo caso, no es la batalla en sí misma, sino la ceguera, intencionada o no, de toda la sociedad ante la matanza. En esa malvada sociedad están los propagandistas de la muerte, aquellos que promocionan la guerra, metiendo en la cabeza de pobres estúpidos manipulables el odio al otro y conceptos tan irreales y artificiosos como el honor patrio. En la novela estos personajes están representados principalmente por un tal Kantorek, profesor de instituto de los chicos a los cuales lanza a la ignominia tachando de cobarde a aquel que reflexiona un poco y trata de alejarse de la locura. Hoy, más de cien años después, no hemos avanzado un ápice. Los conflictos sociales son inflados artificialmente hasta convertirlos en gigantescos globos capaces de arrastrar a generaciones enteras al odio y la agresión. Los maestros y profesores siguen teniendo mucha culpa por su adoctrinamiento de masas, pero más que ellos, hoy los culpables se antojan los políticos que generan estereotipos ridículos sobre los otros, que dan imágenes sesgadas o que mienten descaradamente con tal de conseguir sus mezquinos objetivos. Sí, los políticos, pero estos no llegarían a nada si no fuera por los que amplifican sus rebuznos para que puedan llegar a toda la población. Estoy hablando, claro, de los periodistas, que, instalados maniqueamente en uno u otro bando manipulan hasta la extenuación al estúpido ciudadano de a pie. Entre políticos y periodistas tienen montado un teatrillo que entretiene al público y le arrastra a donde quiera sin que se den cuenta. Para muestra véase actualmente la estupidez generalizada que ha llevado a cientos de miles de ciudadanos de este país a sacar a sus ventanas y balcones banderas de un tipo u otro, seña inequívoca de pertenencia a un grupo y de hostilidad hacia el otro... una situación social claramente prebélica.
Bien, dejando de lado ya la maldad de unas pocas profesiones de manipuladores (obviamente cuanto más alto es el estatus político o periodístico detentado más responsabilidad se tiene), la novela es, técnicamente hablando, de fácil lectura: una prosa rápida, sin mucha adjetivación, en la que se alternan descripciones cortas y conversaciones sencillas. El ritmo, en definitiva, es rápido, lo cual casa perfectamente con la brutalidad de la guerra, que no conoce refinamiento alguno, por mucho que haya incluso militares de alto rango (los mayores simios) que hayan dedicado sesudos ensayos a glorificar el "arte de la guerra".