Heredé de mis padres un pequeño apartamento en una isla subtropical. Dicho apartamento, aunque pequeño, cumplía todas las expectativas que un veraneante desea en una casa en la playa: paredes inmaculadamente blancas, grandes ventanales, hermosas vistas... y un enorme espejo que ocupa la práctica totalidad de una pared.
El espejo, ya se sabe, aumenta la sensación de profundidad y, por tanto, el tamaño aparente de la casa, además de mejorar la luminosidad del salón. Definitivamente, aquel gran espejo estaba bien pensado para aquella casa.
Yo, sin embargo, soy poco amigo de los espejos. Me parecen muestra lamentable de la vanidad humana, por no hablar de la necesidad que tienen de ser limpiados con regularidad, mucho más, desde luego, que la pared desnuda. Así que, ni corto ni perezoso, empecé a tapar aquel enorme espejo. ¿Con qué? Con lo que tengo más a mano y más abundantemente: libros. Con vulgares maderas contrachapadas construí un precario armazón a modo de estantería ocupando todo el espejo, y luego lo llené con varios cientos de libros.
Asunto concluido: el espejo había quedado casi totalmente tapado por una abigarrada colección de colores (las de los lomos de los libros) entre los que predominaban los tonos marrones.
Pasaron, pues, los días sin el detestado reflejo de luces de la mañana a la noche. Ufano me sentía con mi diminuta hazaña... Hasta que un día traté de buscar un libro concreto en la nueva estantería. Rebuscando entre sus lomos, leyendo sus autores y títulos encontré algo que me horrorizó y me llevó a malvender apresuradamente aquella casa. En un pequeño hueco entre libros vi el reflejo de una cara, pero no la mía; era el reflejo de una cara medio humana medio demoníaca que me hacía muecas amenazantes con ojos inyectados en sangre. Era el reflejo del propio espejo que había sido brutalmente tapado y asfixiado por mis libros.