Philip Kindred Dick es mundialmente conocido por haber escrito la novela que dio lugar al éxito cinematográfico Blade Runner, aunque el título de aquélla no tenía mucho que ver con éste, concretamente era ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Ridley Scott tomó el nombre que dio el escritor californiano a los policías que cazaban a los replicantes, desde luego, el título de la novela no es muy comercial, al menos para una película. Lo cierto es que Philip K. Dick tuvo un enorme éxito tras la película, éxito que no pudo disfrutar pues falleció de un infarto poco después del estreno; pero antes de eso había escrito treinta y seis novelas, y más de cien relatos, obra muy reconocida entre los lectores de ciencia ficción.
Su narrativa está ambientada en mundos futuros, más o menos apocalípticos, con factores comunes como la superpoblación humana; la tecnología hiperdesarrollada, no siempre en un sentido positivo; la violencia presente a cada momento; y una sensación, en general, de futuro peligroso y decadente. Con respecto a la tecnología, coincide con el gigante de su época, Asimov, en el gusto por los robots y androides, pero frecuentemente amenazantes, superada ya la ciega obediencia a su creador. No son frescos bonitos los que pergeña Dick, quizá producto de la época que vivió, llena de amenazas militares y guerras por todo el mundo que insinuaban la posibilidad cierta de una Tercera Guerra Mundial.
Precisamente hija de su tiempo es esta novela breve, La pistola de rayos, que fue publicada en 1967, en plena Guerra Fría. Así, la sociedad que delinea es la que Dick imaginaba para 2006, con el mundo todavía dividido en dos bloques: el Bloque Oeste, en el que se incluiría lo que en la Guerra Fría era el Mundo capitalista, con Estados Unidos a la cabeza; y el Bloque Este, con la URSS y China como líderes. El bueno de Dick pensaba que el status quo del momento duraría hasta la llegada del siglo XXI. En todo caso, el autor parodia el supuesto equilibrio armamentístico que permitía la frágil paz de aquel periodo con el desarrollo de armas absolutamente inoperantes que sólo tenían de eficaces los grandilocuentes nombres, algo que, sin duda era así, no hay más que pensar en los desfiles por la Plaza Roja de Moscú de los inmensos misiles intercontinentales del Ejército Rojo o las pruebas nucleares americanas en idílicos atolones tropicales, por no hablar de la multitud de pequeñas guerras (pequeñas para las superpotencias, terribles desgracias para los países en los que se desarrollaban) como la de Corea o la de Vietnam. Pues eso, en la novela la Guerra Fría continúa, agrandada, si cabe, por la tecnología que permitía el transporte personal a miles de kilómetros por hora o los androides que desempeñaban distintas funciones como la de periodista.
El protagonista, Lars Powerdry, es un diseñador de armas del Bloque Oeste, que entra en trance para crear el armamento, armamento que es inmediatamente contrarrestado por otro semejante del Bloque Este diseñado por la médium Lilo Topchev. Todo sigue una rutina absurda pero aparentemente eficaz para mantener ese precario equilibrio que facilita la paz. Hasta que un día se produce una invasión, al menos a nivel atmosférico, de alienígenas procedentes de Sirio que vaporizan varias ciudades de ambos bloques. La cooperación de los diseñadores de armas se hace imperativo para poder frenar al enemigo común. El ambiente creado no es especialmente opresivo, al menos no en 2020, ya hay suficiente ambiente opresivo con la pandemia como para angustiarse por una novela de ciencia ficción de 1967, pero es fácil de entender que en aquella época todo parecía razonablemente factible que sucediera a principios del siglo XXI.
No puedo evitar compararlo con las novelas de ciencia ficción de los hermanos Strugatski, lo cual es bastante interesante si pensamos que estos eran los homólogos de Dick al otro lado del Telón de Acero. Es curioso pensar como estos escritores creaban novelas fantásticas del futuro conservando lo ominoso que tenía su tiempo, ya fuera la paranoia bélica en Estados Unidos o el exhaustivo control estatal de la Unión Soviética. Sinceramente, creo que las novelas de los soviéticos están mejor elaboradas que la del americano, pero ambas tienen un valor que excede lo meramente imaginario para entrar de lleno en la descripción social de sus respectivos países durante la Guerra Fría.