Los libros proféticos del Antiguo Testamento han sido clasificado tradicionalmente en mayores y menores, y, sorprendentemente, la razón para incluirlo en uno u otro grupo no está en la importancia de sus profecías o visiones, sino simple y llanamente en la extensión de los textos. Me ha sorprendido extraordinariamente (y defraudado, claro está) la simpleza extrema de esta clasificación. Teniendo en cuenta los miles de exégetas bíblicos que, a lo largo de la historia, han dedicado su vida (algún desaprensivo diría "desperdiciado su vida") a esclarecer el más mínimo versículo bíblico, dándole mil y una interpretaciones y contrargumentaciones hasta llegar a perder el sentido primero (y probablemente más razonable), que los dieciocho libros proféticos del canon bíblico puedan ser divididos en dos grupos tan sólo por su extensión me parece ridículo.
Por cierto, no puedo dejar de notar que el exégeta que introduce estos libros en la versión de la Editorial San Pablo, edición de bolsillo de 1988 (tengo, obviamente, más ediciones en casa, pero por comodidad estoy usando ésa) llega a hacer una reivindicación tan ridícula de los profetas que, al menos desde una visión del siglo XXI, los inhabilita, al presentarlos poco menos que como zumbados que tienen "sueños o visiones", es decir, igual que un psicótico tiene alucinaciones y delirios. No sé, la viejísima tradición de decir que el Espíritu Santo habla por sus bocas resulta un tanto inverosímil hoy en día, pero lo de los "sueños o visiones"...
En fin, paso a comentar brevemente estos cuatro profetas mayores, que no están en orden con el resto de los libros proféticos del Antiguo Testamento y que, además, alguno de ellos ni siquiera se considera profético hoy en día. Veremos...
Isaías: escrito en una época turbulenta de la antigüedad (¿hubo alguna que no lo fuera?), pues el Imperio asirio amenazaba Israel y Judá. Esto crea en el profeta la sensación de abandono divino. Con todo, Isaías da un mensaje esperanzado, realmente mesiánico en algunos momentos y en otro preocupantemente coyuntural. El mensaje principal es que hay que abordar las crisis desde la esperanza cifrada en la instauración del reino mesiánico en el que todos los fieles podrán vivir sin angustia alguna. Este mensaje es atemporal y perfectamente entendible para un cristiano del siglo XXI; pero, como decía antes, hay fragmentos en los que se hacen profecías "muy judías", en las que se busca (o así lo he entendido yo) la revancha del pueblo de Israel que acabará dominando el mundo (no he podido dejar de pensar en el sionismo internacional de finales del XIX y principios del XX). Otro problema no resuelto con el libro de Isaías es su autoría, se consideran al menos tres autores: Isaías I, que abomina de la corrupción de Israel hasta el punto que justifica el ataque asirio por esta corrupción, y que también incluye la profecía del nacimiento de Cristo (por lo que se lee en Adviento); Isaías II o Deuteroisaías, en el que se introduce el personaje central de Ciro, héroe de Israel; e Isaías III o Tritoisaías, que ejemplifica la gloriosa redención de Sión.
Jeremías: otro profeta que vivió durante la dominación asiria, éste, de hecho, murió en el exilio, en Egipto. También anuncia la llegada del Mesías liberador que restaurará el trono de Israel, pero, al igual que en Isaías, se recuerda que la destrucción de Israel a manos de los mesopotámicos está justificada por el alejamiento de los israelitas de Dios. Esto es una muestra clara de ese sentimiento de culpa que la Biblia hebrea (y, por supuesto, la cristiana) imprime a sus creyentes: "si me pasa algo malo, seguro que ha sido por culpa mía", esto, desgraciadamente ha sido utilizado de forma torticera por miles, si no millones, de rabinos, curas, obispos y demás caterva de aprovechados para conseguir beneficios personales a costa de los apesadumbrados fieles. Vamos, que para que el señor obispo de Madrid, por ejemplo, disfrute de un espléndido ático de varios centenares de metros cuadrados en la mejor zona de la ciudad es necesario que los feligreses se expriman el bolsillo, y para eso nada mejor que meterles un poquito de sentimiento de culpa... Desgraciadamente, historias como esas (ésta tomada de la realidad de hace un par de décadas) han existido desde tiempos del profeta Jeremías, y existirán, mucho me temo, por siempre. Aprovechados y caraduras que viven de atormentar almas cándidas los ha habido siempre y siempre los habrá en todas y cada una de las iglesias, instituciones pura y totalmente humanas.
Ezequiel: es el profeta de la esperanza, sin embargo, según el exégeta de la Editorial San Pablo: "presenta ciertos rasgos de anormalidad", "reflejados en gestos estrambóticos y reacciones desconcertantes, que a veces rayan el el delirio". Lo cierto es que sus visiones sí parecen producto más de la enfermedad mental, como la de los híbridos entre hombres y toros que, muy probablemente, tengan que ver con los lamassus mesopotámicos. Ezequiel tiene también algunas de las profecías que son icónicas en el ámbito católico, como aquella de los "huesos secos" que tanto se usa como símbolo de resurrección a partir de un hálito de vida. Por lo demás, sigue profetizando la restauración del trono de Israel tras la llegada del Mesías.
Daniel: uno de los libros más hermosos del Antiguo Testamento (para mí, personalmente, hasta el punto de hacerme elegir ese nombre para mi propio hijo), aunque hoy en día no se considera realmente profético sino apocalíptico (pues expresa su confianza en la salvación tras la Parusía, la segunda venida de Cristo). Pero, además, el libro de Daniel contiene algunos de los fragmentos más bellos que son verdaderos iconos veterotestamentarios que tuvieron en tiempos pretéritos gran difusión entre los artistas (principalmente escultores) del arte Paleocristiano. Por ejemplo: la historia en que Daniel es arrojado al foso de los leones por el rey Nabucodonosor al no querer abjurar de su fe, y como éstos lo respetan es algo que muchos niños cristianos teníamos en nuestra cabeza desde la catequesis de Primera Comunión; otra es la de los hebreos arrojados al horno por no querer apostatar y cómo no se queman; o la de la casta Susana, engañada por libidinosos viejos que tratan de acusarla a ella. Son historias bellísimas que tienen como mensaje último que aquél que confía en Dios no ha de temer nada en esta vida mundana de mero tránsito.