Precisamente el día anterior escribí sobre la fértil y afortunada comunión entre el cine y la literatura; y hoy escribo sobre la relación, quizá no tan abundante, pero también fértil y afortunada, entre la música y la literatura. La música siempre tuvo relación con la literatura, siempre. La música culta, quiero decir, la música popular, al ser tradición oral, no tiene esa conexión. Pero la música culta, que en un principio se componía y cantaba para adorar a Dios, se ha nutrido de distintas formas literarias. Así, quizá la primera ligazón sean los cantos gregorianos, plegarias en latín que tuvieron un anómalo revivir a fines del siglo XX; después las cantigas, poesía cantada, de distintos tipos según su temática, nos acordamos aunque sea de estudiarlas en el colegio: "cantigas de amor", "de amigo", "de escarnio"... Pero es a partir del periodo barroco cuando se da la explosión tremenda, musicando los compositores obras de la antigüedad grecolatina. Así, Jacopo Peri tomó, adaptándolo como libreto, Las metamorfosis de Ovidio. También se adaptaron textos bíblicos, tanto veterotestamentarios como neotestamentarios, entre los primeros, Esther, de Händel, entre los segundos, La pasión según san Mateo, de Bach. Ya en Clasicismo... pues fíjate... Mozart utilizando libretos basados en Tirso de Molina (Don Giovanni, basada en El burlador se Sevilla y convidado de piedra), Cicerón (El sueño de Escipión, basada en Somnium Scipionis), Ovidio (de nuevo, Las metamorfosis, para el Apolo y Jacinto del genial salzburgués), y muchos más. Pero quizá más evidente sea en el Romanticismo musical, cuando los compositores rebuscan entre la literatura de todos los tiempos, usándola no sólo para óperas, sino para obras instrumentales. Y ahí tienes a Beethoven con su Egmont musicando a Goethe, o su Obertura Coriolano, sobre texto de Shakespeare; también a Wagner y su genial adaptación de la mitología nórdica; más cercanos en el tiempo está Grieg musicalizando a Ibsen, y Elgar a Rudyard Kipling.
Y ya en el concierto de anoche, Maurice Ravel adaptó el drama pastoril Dafnis y Cloe del escritor griego del siglo II, Longo; así como Shéhérezade, tomándola de la narradora de Las mil y una noches. Estas dos obras, junto con Alborada del gracioso, también del compositor francés, y La vida breve, de Falla, fueron representadas por la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, dirigida por Josep Pons, la soprano encargada de dar vida a Shéhérezade fue Patricia Petibon.
Y ahora quiero recordar una anécdota que espero que no sea vista como una malicia por mi parte. Cuando un servidor era estudiante, se recomendaba que, en aquellos exámenes que permitieran modificar el orden de las preguntas, se situaran de modo que las preguntas mejor respondidas estuvieran al principio y al final, dejando la pregunta peor contestada en el medio. Así, se hacía una especie de bocadillo, y el examinador se quedaba con el buen gusto de la última pregunta, puntuando con más generosidad al examinando. ¡En fin, triquiñuelas de estudiante! Bueno, pues con el programa del concierto tal cual está dispuesto, parece que hubieran hecho lo mismo: se comienza con una pieza conocida por todo el mundo aunque tal vez no todos sepan ponerle nombre, La vida breve, de Falla, cuyas melodías forman parte del bagaje cultural de todos los melómanos españoles, tanto como El amor brujo o El sombrero de tres picos. Luego llega la parte más floja del concierto, con Shéhérezade, de Ravel, una obra de la que el propio autor llegó a decir que estaba "mal hecha" y que "había en verdad tantas escalas de tonos enteros que quedé asqueado de ellas para toda la vida". Y es que, en verdad, Shéhérezade de Ravel ha envejecido muy mal, ha perdido valor, quizá porque el propio tema del orientalismo ya no interesa, o porque carece de la fuerza arrolladora que tienen otras obras de Ravel como, claro está, el famosísimo Bolero. Y, ya en la segunda parte, el concierto continúa con Ravel, con obras más conocidas y populares, como son Alborada del gracioso y Daphnis y Chloé. Lo dicho, un bocadillo con lo mejor en los extremos y lo más flojo en el centro.
Ravel y Falla son, en todo caso, dos compositores cuya música siempre levantaron pasiones en nuestro país. De Falla, qué decir, un verdadero gigante del llamado nacionalismo musical, tan caro en el Romanticismo, que incluía melodías populares de la tierra y personajes y tradiciones que siempre hemos considerado nuestras, elevadas a la más alta categoría musical. El amor brujo y El sombrero de tres picos son emblema de lo español a lo largo y ancho del planeta, un emblema del que uno se puede enorgullecer sin ambages pues defiende lo propio sin atacar lo ajeno ni caer en el chovinismo. Y Maurice Ravel, contemporáneo de Falla, también quedó prendido de esos tópicos del mediodía europeo, del sur pasional, no especialmente español o francés, sino mediterráneo en general.
Para el espectador, que disfruta plenamente de los arreglos sinfónicos del Barroco o del Clasicismo, se vuelve loco con los del Romanticismo. Porque, a qué esconderlo, la fuerza de Ravel o Falla con sus tremendas percusiones y apabullantes incursiones de viento metal lo dejan a uno pegado al asiento, dispuesto a aplaudir como un poseso cuando acaba la pieza. Son otro tipo de audiciones, más vehementes e impulsivas, donde los timbales, las trompas, trompetas y trombones te recuerdan que la música culta no es cosa de gente amuermada o aburrida.