Suelo decir que en la confección de los conciertos se tiene en cuenta la calidad (mejor aún, la popularidad) de las obras a representar. Y es cierto, normalmente se hace un “bocadillo” con las obras más populares al principio y al final, y la menos conocida en el medio. Pero, claro, con el programa de hoy no se puede hablar de bocadillo, haciendo un símil con un menú, cabría decir que este concierto deja para el final un solomillo de dos kilos: la Séptima Sinfonía de Beethoven. Eso sí, las dos obras de Richard Strauss anteriores no son un vulgar aperitivo para abrir boca, son, en sí mismas, dos excelencias musicales, dos bellezas sin igual.
La primera, Muerte y transfiguración (Tod und Verklärung), es un poema sinfónico, aunque parece ser que compuesto al revés, en el sentido de que primero se compuso la música y después el poema. Supuestamente es la narración del proceso de muerte de un artista y su transfiguración en ideal artístico. Así, la verdad, suena un tanto ambiguo. Probablemente sería más fácilmente comprensible (al menos en el ámbito occidental) el tránsito de la muerte a la Vida Eterna, pero quizá los tiempos en los que fue compuesto y los posteriores no eran proclives a pensar en un plano religioso o espiritual. Yo quiero verlo así, me parece más lógico. Así pues, los acordes de Muerte y transfiguración conllevan un fuerte contraste que figuran, por un lado a la muerte reclamando el cuerpo ya caducado, y por otro las ganas de vivir, representadas sobre todo por recuerdos de la lozanía juvenil. La obra alcanza un clímax con la muerte física que es continuado por una dulce melodía que supone (supongo yo) la liberación del alma.
Después nos deleitamos con una suerte de divertimento en el que disfrutar de la excelencia de los solistas y el juego que generan sus instrumentos. Es el Dúo-concertino para clarinete y fagot TrV 293. El contraste entre la ligereza del clarinete y la profundidad del fagot crea un juego delicioso. Ambos instrumentos se entrelazan con una armonía bellísima, mientras la orquesta de cuerda y arpa, siguiendo el modelo del concerto grosso barroco, da una cobertura neoclásica impagable.
Y después del descanso, Beethoven. La Sinfonía nº 7 en La mayor, op. 92, hoy diríamos un bestseller desde su estreno. Sus cuatro movimientos son cuatro “joyas canónicas” de la música. El primero, Poco sostenuto – Vivace, es una alternancia en un patrón rítmico largo-breve-largo, que dan aspecto de danza popular, acabando con la explosión rotunda propia de Beethoven. El segundo movimiento, Allegretto,... ¡qué decir de ese movimiento! Es uno de los fragmentos musicales más rotundos, más intensos de toda la música clásica. Se quiere dar un sentido espiritual o intelectual al mismo, por contraste con las danzas del primer movimiento, tal vez... pero yo siempre lo he sentido (por su profundidad, por su intensidad) como un océano furibundo, como un profundo mar con inmensas olas que vapulean un barco a su merced. Los dos movimientos restantes vuelven al ambiente popular del primero, rematando con el último movimiento, Allegro con brio, con la rotundidad habitual del alemán.
Ha sido, pues, un concierto redondo, impactante. La calidad de Richard Strauss tiene calidad suficiente como para servir de prólogo a toda una Sinfonía de Beethoven. La Orquesta Sinfónica de Castilla y León, como siempre, supera las expectativas con facilidad; las dos solistas: Andrea Götsch (clarinete) y Sophie Dervaux (fagot) vierten su maestría en la obra de Strauss prona al virtuosismo. Otro concierto, uno más, que alcanza la excelencia musical en la capital del Pisuerga.