Distintos y discriminados.
Dentro de unos días se iniciará la Feria del Libro de Madrid,
última oportunidad del curso para que los escritores, editores y
libreros hagan un poco de caja tras una temporada –una más– mala para el
sector. A los autores nos tocará, como siempre, hacer de reclamo con
nuestra presencia: una obra pirateada, al fin y al cabo, no puede contar
con la dedicatoria autógrafa de quien la escribió; ni siquiera una
descargada legalmente. Pero, por ejemplares que uno firme, la ganancia
nunca es mucha. No se olvide que, si un libro cuesta veinte euros, a
quien lo creó le corresponde percibir sólo dos, el 10%, o incluso menos
si la edición es de bolsillo.
Fuera de estos “acontecimientos” contagiosos, fuera de Sant Jordi y
de las fechas navideñas, parece que la gente entra cada vez menos en las
librerías. Se abren algunas nuevas, pero desde hace un decenio el
número de las que han cerrado es muy superior. Se han clausurado unas
cuantas históricas, de gran solera, en todas las ciudades habidas y por
haber. La crisis que nunca termina ni amaina (el PP sólo ha conseguido
alargarla, como salta a la vista de cualquier transeúnte, por mucho que
su Gobierno se empeñe en sostener lo contrario) es sin duda la principal
razón. La sigue la piratería, que desde finales de 2011 también puso
sus ojos en la literatura, tras haber fulminado la música, el cine y las
series de televisión. Como se sabe, aquí ningún Gobierno se atreve a
combatirla, con una permisividad y una cobardía sin parangón en lo que
suele llamarse “los países de nuestro entorno”. España es una vergüenza,
también en esto. Pero hay algo más: por desgracia, los políticos tienen
mucha más influencia de la que debieran, y hace ya tiempo que la
mayoría de ellos –sobre todo los que nos gobiernan aún, en funciones– no
sólo se han desentendido de la cultura en general, sino que la han
despreciado, gravado, obstaculizado, hostigado, y eso acaba
trasladándose a la población. A diferencia de lo que ocurría en los años
ochenta y noventa, ya no ven como ornamento o “mejora de imagen”
dejarse caer por un teatro, un concierto o un cine, no digamos presumir
de leer. Les trae sin cuidado quedar como unos zotes, creen que eso no
les restará ningún voto. El Gobierno de Rajoy ha reducido al mínimo los
presupuestos para las bibliotecas públicas, ha subido a lo bestia los
impuestos a los espectáculos artísticos, ha perseguido fiscalmente a
escritores y cineastas, con el reciente colofón de castigar con la
pérdida o merma de sus pensiones a los autores que siguen escribiendo –y
cobrando algo, sólo faltaría que sólo ganaran el editor y el librero–
después de su jubilación. Ojo, después de jubilarse de empleos que nada
tenían que ver con la literatura. Las pensiones se las habían ganado no
como escritores, sino en su calidad de funcionarios municipales,
profesores de instituto o lo que quisiera que fuesen, y por tanto dichas
pensiones eran suyas legítimamente a todos los efectos, para eso habían
cotizado durante décadas.
Hay quienes les reprochan que quieran seguir “trabajando” tras
retirarse, que aspiren a ser distintos de los demás. Pero siempre se
olvida que precisamente los escritores y artistas están discriminados
negativamente respecto a los demás, ya son distintos. Sus obras son tan
valiosas –se supone– que a los setenta años de su muerte física pasan a
ser del dominio público y forman parte del “patrimonio” del país. Es
decir, así como los demás –desde un terrateniente hasta un panadero–
dejan sus posesiones en herencia ilimitada a sus descendientes,
generación tras generación, los escritores y músicos deben renunciar a
legarlas más allá de esos setenta años. Quien publique, represente,
interprete o grabe sus obras después, no habrá de pegar un céntimo. Todo
el mundo traspasa indefinidamente su dinero, sus tierras, sus pisos,
sus negocios, sus fábricas, sus tiendas o lo que posea. Los escritores y
músicos, que no sólo poseen, sino que han creado sus textos y sus
partituras, ven limitados sus derechos respecto al resto de los
ciudadanos. Y siendo esto así, lo lógico sería que obtuvieran en vida
alguna compensación, por ejemplo una reducción drástica de impuestos,
porque al fin y al cabo van a donar al Estado –o éste se lo va a
requisar hasta la eternidad– el producto de su talento. En vez de eso,
se los maltrata y persigue, se les discuten los derechos de autor (como
si quisiera volverse al cuasi esclavismo que padecían hasta bien entrado
el siglo XX), se les roba impunemente y se siembran sospechas sobre
ellos. Incluso hay quienes se preguntan para qué sirven. Si no se sabe
para qué sirven, ¿por qué son tan valiosas sus obras como para
convertirlas en propiedad común, de todos, al cabo de setenta años de su
desaparición? Que me lo explique algún político, por favor, a ser
posible del patanesco Gobierno de Rajoy.
JAVIER MARÍAS