Admito estar un poco perplejo con Robert Walser. Sabía, más por conjeturas de reseñas bibliográficas que por estudios serios, de su compleja vida rayana con la enfermedad mental y la pobreza material; también sabía de la defensa, un tanto ensimismada, que hacía de su prosa Enrique Vila-Matas (algo que me echaba hacia atrás a la hora de leer al suizo); y la hórrida fotografía de su muerte, desplomado en la nieve mientras daba un paseo... Sabía de su compleja lectura, pero algo me atraía hacia él. Así, comencé por El paseo, un corto relato editado por Siruela.
Tengo sentimientos encontrados con este relato: por un lado me recuerda terriblemente al propio Vila-Matas, con su prosa lenta, erudita, pero al mismo tiempo enloquecida, sin fin predeterminado, sin avanzar en ningún sentido; pero, por otro lado, también me recuerda a la forma de escribir de Hermann Hesse, con ese estilo humanístico y a la vez teológico, como en El lobo estepario, donde el protagonista narra su desencaje en la sociedad y su afán de búsqueda. El paseo no cuenta nada en concreto. Tal vez es un conjunto de reflexiones en voz alta hechas por el propio Walser a cuenta de la irracionalidad de la existencia. Hay, eso sí, un fino sentido del humor, una ironía que deja al nivel del barro a todo convencionalismo en el que nos vemos (nunca mejor dicho) enfangados a diario.
La demencia kafkiana (no porque la tuviera el autor, sino porque la mostraba en la sociedad) está presente también en Walser. De hecho hay semejanzas más con El castillo o El proceso que con La metamorfosis, la locura de la humanidad, perdida en rutinas sin sentido, deja claro en todas esas obras que el único cuerdo es aquel que precisamente destaca por no encajar en su sociedad.
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