martes, 19 de julio de 2016
sábado, 16 de julio de 2016
Ahora leyendo: "La hoguera de las vanidades".
Otro "victoriano": William Makepeace Thackeray. Con ese nombre tan pacifista parece impropio de un país que, por aquel entonces, imponía su civilización ("la más elevada del planeta") a sangre y fuego por medio mundo. Los paralelismos entre Thackeray y Dickens son imposibles de obviar: mismo país, misma época, misma forma de publicar (a la fuerza ahorcan) por entregas en revistas semanales, mismo gusto por burlarse sarcásticamente de su sociedad... Thackeray puede ser menos conocido para los no lectores o lectores de bazofia moderna (el 99,9 % de la sociedad), pero en su momento fue admirado por masas enfervorecidas (principalmente de damas) que le permitieron llevar una vida, económicamente hablando, de potentado.
La versión de Penguin Random House que estoy leyendo (véase la imagen escaneada anterior) está traducida por Alfonso Nadal. Según parece, el tal Nadal (1888-1943) sigue siendo hoy considerado como traductor canónico de los escritores "victorianos", así como de Dostoievsky, pero no deja de llamarme la atención ciertas expresiones que hoy no son políticamente correctas y que un traductor moderno modificaría sin dudarlo (incurriendo así probablemente en grave falta -traduttore, traditore-), son estas las referidas a razas de sirvientes e indios. No cabe duda de que Thackeray (nacido en Calcuta y, por tanto, perteneciente a familias de aquellos británicos que gobernaron -algunos dirán explotaron- la joya de la corona para disfrute de su majestad) utilizó esos términos hoy peyorativos y en desuso que, en buena medida, servían para mantener el injusto orden social de la época (¿y de hoy?). Porque (y no pretendo hacer aquí apología de la corrección política, sino mostrar mi opinión) aquellos términos claramente insultantes ("negro", "zambo", "indígena"...) servían para crear una frontera invisible pero insalvable entre los que siempre se han sentido superiores y los que no tenían otra que dejarse dominar. Aclaro esto porque La hoguera de vanidades es, como antes dije, una burla sarcástica de la hipócrita sociedad victoriana, pero parece ser que el bueno de Thackeray (como también Dickens y otros) no llegan a hacer sangre en otros brutales defectos de aquella sociedad (¿y la de ahora?).
El argumento, en fin, se centra en la eterna lucha de sexos, con todos las diferencias de carácter que las hacen tan intensa y de la que todos hemos probado con mayor o menor fortuna. Dos caracteres antagónicos, los de Becky Sharp (obsérvese la poco sutil insinuación del autor "sharp", afilado) pobre pero inteligente y ambiciosa, y la de Amelia Sedley, tímida y sensible pero rica, se pelearán por los favores de Joseph Sedley, hermano de Amelia, y George Osborne, vecino de los Sedley, y se mezclarán en esa aparentemente eterna lucha de sexos que mantiene el mundo girando. Las características propias de la publicación por entregas lleva a la estructura en cortos capítulos que, ¡sorpresa!, tienen un repunte de interés justo al final para que el lector comprase la revista a la semana siguiente. Esto es tolerable para mí, pero me incomoda mucho cuando se nota al leer que la novela ha sido alargada artificiosamente porque tenía éxito y el autor quería exprimirlo... En fin, veremos que tal.
viernes, 15 de julio de 2016
Conclusiones tras leer "El vagabundo de las estrellas" de Jack London.
No, ciertamente no es La llamada de lo salvaje ni Colmillo Blanco. Es una obra menor, no tiene la fuerza narrativa ni el poder de atracción de las dos obras que encumbraron a London, sin embargo es indiscutible su autoría. Ya dije que parecía más bien una novela de corte filosófico que aventurero, de hecho recordaba notablemente las obras de Hermann Hesse; pues me equivocaba: el ladino de London introduce cuatro grandes aventuras dentro de una narración en la que, como tema principal, un condenado a muerte en San Quintín, reflexiona sobre la existencia, y lo hace de una manera brillante. Resulta que el personaje principal, Darrell Standing, cree haber vivido numerosas vidas anteriores, a cual más azarosa pero brillante, lo recuerda para alejarse de los más brutales momentos en los que es torturado en la famosa prisión californiana, concretamente cuando es embutido durante horas en una camisa de fuerza que apenas le permite respirar.
En esa terrible tesitura, Standing recuerda vívidamente sus experiencias en otras vidas, ya sea en la Francia medieval, en la Conquista del Oeste, en el Lejano Oriente o en la época de Jesucristo. En todas esas épocas los personajes son tipos que luchan denonadamente por conseguir sus objetivos que siempre están llenos de honor y respetabilidad. Visto así, da la impresión de que London tenía otro puñado de historias aventureras pero de menor entidad que las que escribía por separado, y las entrelaza con la historia del tal Darrell Standing y su resistencia a la brutalidad institucionalizada, una argucia literaria que demuestra la gran habilidad del autor californiano.
jueves, 14 de julio de 2016
La literatura como evasión y como toma de conciencia.
Esos conceptos antagónicos se han dado en mí desde que era adolescente. Por un lado quiero no saber, aislarme, meterme en una burbuja en la que nada me alcance, y, para ello, la literatura es excepcional como compañera; por otro lado (cada vez, he de admitir, con menos frecuencia) quiero estar en el meollo de las cosas, enterarme de todo, llegar a un plano de conciencia superior, para poder enterarme a mí mismo y a la sociedad en que me ha tocado vivir, y para esto la literatura es imprescindible. Otra vez la eterna dualidad de pensamientos y sentimientos: la luz y la oscuridad, lo positivo y lo negativo, lo bueno y lo malo, la noche y el día, el macho y la hembra... todo dentro de una misma cabeza, la mía.
No creo que hubiera podido conocerme a mí mismo, a mis sentimientos contradictorios, a mis enormes inseguridades, a mis grandes debilidades, a mis escasas virtudes si no hubiera leído a Hermann Hesse o a Kafka, si no me hubiera abismado en los postulados de Sigmund Freud (felizmente publicados en un espléndido puñado de ensayos, fuera del pomposo ámbito académico). Las grandes novelas en cuyas páginas están delineados personajes con una verosimilitud sorprendente son, sin lugar a duda, grandes escuelas de la vida. No hace falta recurrir a obras filosóficas o académicas que solo tienen arrogancia e impostura. La sencilla obra narrativa (sencilla entre comillas) de Tolstoi o de Dostoievsky tiene una carga psicológica tal que los personajes, que en realidad son arquetipos humanos, quedan definidos hasta lo más profundo de su ser. Habiendo leído a los dos rusos se comprende en gran medida el comportamiento humano de ayer, hoy y siempre. ¡Qué decir del feliz retrato de una sociedad alienada, estúpida e irreflexiva dada en las novelas y relatos de Kafka! Sin esos textos, escritos muchos de ellos con el punto de clarividencia que da la fiebre o la obsesión, no llegaríamos a entender la solemnemente imbécil sociedad humana.
Por otro lado, cuando uno se encuentra saturado de esa idiotez busca alejarse de la forma más radical posible, aunque sea estrambótica e inverosímil. Estoy pensando en los irreales mundos imaginados por H. P. Lovecraft, pero hay muchísimos más que, en esa senda u otra semejante, llevan la imaginación a su desarrollo máximo, que permiten al lector salir tanto de su propia vida que la angustia existencial deja de oprimirle, aunque sea por unas horas.
En realidad la literatura del conocimiento y la de evasión suponen un contraste que, una vez más, sitúa a la lectura en una de las más elevadas cotas de la actividad intelectual.
martes, 12 de julio de 2016
Ahora leyendo: "El vagabundo de las estrellas", por Jack London.
Rememorando mi vida como lector, recuerdo claramente los años en que me convertí en tal de por vida (a menos que el Alzheimer o la demencia hagan presa en mí, así será mientras aliente): fue a mis trece o catorce años, cuando descubrí que leer me protegía de la áspera realidad, del trato autoritario y militarista de mi padre, de la manipulación femenina de mi madre, de mis inseguridades de adolescente... sí, la lectura me protegía de todo aquello pues me transformaba en un personaje fantástico y poderoso de paisajes exóticos, nada que ver con aquel chico apocado y tímido de Madrid. Como tantos otros jóvenes comencé por leer las novelas de aventuras de Julio Verne, Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson, Emilio Salgari, Rudyard Kipling o Jack London, todo bastante habitual para la edad y la época. Años después, claro está, fui complicando mis lecturas, buscando encontrar en las páginas de un libro algo que no encontraré jamás: el sentido de la vida; por otra parte, comencé a ser más crítico con mis lecturas, analizando seriamente las mismas: si el argumento estaba bien desarrollado, si la prosa era más o menos adjetivada, más o menos realista, si los personajes eran redondos o más bien planos... me convertí, sin querer en un aprendiz de crítico literario, o como otros dicen, en "un buen lector". Y sí, tal vez hoy sea un buen lector, pero he de reconocer que he perdido la ilusión de leer por leer, sin estar pendiente de mil factores de la prosa o el autor. Es por eso por lo que leo ahora a Jack London.
Quiero decir con lo anterior que para muchos de nosotros la lectura se ha transformado en algo demasiado serio y grave, una actividad que uno ha de practicar con gran serenidad y conocimientos... puede que esté bien y que ayude al crecimiento personal, pero hemos perdido (al menos yo la he perdido casi por completo) la ilusión juvenil que tuvimos. A los trece años uno se sentía pirata en La isla del tesoro de Stevenson; recorría grandes extensiones heladas subido en un trineo en Colmillo Blanco de London; me trataban como a un rey casi divino de la India en El hombre que pudo reinar de Kipling; me alejé de la tosca realidad en el submarino Nautilus del capitán Nemo en 20.000 leguas de viaje submarino de Verne; o remontaba el río Congo con Conrad. Todo aquello lo hacía sin fijarme en si los autores tenían una prosa muy adjetivada o apresurada, si había muchas o pocas frases subordinadas, si era más bien naturalista o realista... simplemente leía, devoraba en verdad. Tristemente la infancia y la juventud quedaron muy atrás, y con ellas, según parece, esa capacidad de admirarme de lo desconocido.
Así que aquí estoy con London. El vagabundo de las estrellas no es Colmillo Blanco ni La llamada de lo salvaje (que, por cierto, en España se publicó con una traducción latinoamericana infame como El llamado del bosque, cuando el título original era "The Call of the Wild"), es menos aventurero y más filosófico. El personaje principal, Darrell Standing, es un condenado a muerte de San Quintín que recapacita sobre la existencia humana, la estupidez generalizada en la sociedad y la individualidad salvadora de los mayores errores cometidos por la colectividad.
Francamente, no creo que reviva aquellas lecturas despreocupadas de mi adolescencia, pero, al menos, espero alejarme un poco de tanto artificio e imposturas literarios como me he tragado estos últimos años.
miércoles, 6 de julio de 2016
martes, 5 de julio de 2016
Ahora leyendo: "La familia Karnowsky", por Israel Yehoshua Singer.
Ahora toca otro Singer, esta vez el hermano mayor de Isaac Bashevis: Israel Yehoshua. Parece ser que la relación entre los hermanos era bastante cercana y que el menor (Isaac Bashevis) siempre tuvo como ejemplo a seguir al mayor (Israel Yehoshua); sea como fuere, el primero tuvo mayor repercusión popular, pues llegó a ser Premio Nobel de Literatura. De Israel Yehoshua Singer, la obra más conocida es Los hermanos Askenazi, novela que no encontré en las librerías a las que acudo, con lo que me conformé con la que pasa por ser su segunda obra: La familia Karnowsky.
De momento no estoy notando gran diferencia con la prosa de Isaac Bashevis, tal vez, en La familia Karnowsky se nota una mayor simplicidad: no hay tanto adjetivo ni frases subordinadas. Por supuesto, la temática es exactamente la misma: familias judías de finales del XIX y principios del XX que se adaptan como pueden a la cambiante sociedad centroeuropea en tan agitado periodo para el continente. Ambos hermanos pertenecían a la burguesía judía que se había alejado de la tradición ortodoxa de su religión y habían secularizado sus vidas, manteniendo, eso sí, el yidis como lengua de expresión oral y escrita. Eso supone para mí, ya lo escribí antes, una gran virtud, pues supuso crear una literatura de máxima calidad en una lengua que, desgraciadamente, está en trance de desaparecer que tal vez ocurra en este mismo siglo. Eso, por no hablar del excelente relato de una parte de la sociedad europea, la de los judíos askenazíes, que fue borrada brutalmente del continente como siglos antes lo había sido la de los sefarditas.
La familia Karnowsky narra las vidas de tres generaciones de dicha familia, en las que se aprecia la evolución que sufrió la población judía en Polonia y Alemania en aquellos tiempos. Desde las ganas de alejarse de la ortodoxia por parte del abuelo David e integrarse en un mundo secular moderno, al antisemitismo sufrido por su nieto Yegor, pasando por el triunfo social del padre Georg en la sociedad alemana de principios del siglo XX.
lunes, 4 de julio de 2016
Conclusiones tras leer "Galápagos", de Kurt Vonnegut.
Segunda novela de Vonnegut que leo, conclusiones semejantes a la anterior. Si en Matadero cinco había mucho de autobiográfico como el joven soldado estadounidense combatiente en la Alemania nazi ya en retirada y el brutal bombardeo aliado de la ciudad de Dresde, en Galápagos todo es ficción, pura y dura ficción. Esa sea, probablemente, la diferencia más notable entre ambas novelas, pues la estructura (más bien "desestructura"), el tratamiento de los personajes y la forma general de contar la historia son comunes a ambos libros.
Galápagos es, en efecto, una visión del pasado (presente para el escritor, 1986) desde un futuro distópico en el que la sociedad humana ha conseguido liberarse de todos sus enormes defectos, pero sobre todo del principal: ese gigantesco cerebro que solo le ha traído problemas; los humanos de un millón de años después son poco más que animales que tratan de satisfacer sus instintos primarios, que no razonan al estilo humano actual y que no se complican la vida con entelequias filosóficas. Además de eso, se narra con gran ironía el fin de la sociedad humana actual, muerta de éxito, y la vuelta, justo en el Archipiélago de Galápagos, a ser una especie más sencilla, más animalesca y menos complicada cerebralmente, todo es, por tanto, culpa de un cerebro demasiado desarrollado.
La trama es, desde luego, muy original (rasgo que parece característico del escritor americano), pero en el ámbito de la estructura yo echo en falta algo más de estructura. La sucesión analepsis y prolepsis lleva a dar una imagen deslavazada del texto, por no hablar de la narración de varias historias de forma simultánea, que luego, eso sí, acaban por confluir.
domingo, 3 de julio de 2016
En la muerte de Elie Wiesel.
Casualidades de la vida, hace unas pocas semanas leí (como dejé constancia en este blog) la obra literaria más importante de Wiesel, La trilogía de la noche, hoy llega la noticia de su reciente fallecimiento.
Elie Wiesel. 30-sept.-1928 - 2-jul.-2016 |
Comparado con la obra de otros supervivientes del Holocausto, la suya no me gustó mucho. Sobre todo comparada con la de Primo Levi, que destilaba una humanidad y un sencillez que chocaba frontalmente con la barbarie a la que él mismo y varios millones de seres humanos más habían sido arrojados. Sin embargo la vida personal de Levi tenía algo de sumisión que no acababa de gustarme. No era ya ese sentimiento de perdón que llenaba sus escritos, sino que no parecía haber resentimiento ni rencor hacia los asesinos, lo cual puede ser hermoso pero también antinatural. Wiesel no era así. De hecho, la controversia con el rumano partía de la base de su defensa a ultranza de las políticas de Israel, incluso de las más agresivas contra la población palestina... ¿reprobable? Tal vez, pero me parece perfectamente comprensible desde un punto de vista meramente humano que alguien que ha visto morir a millones de personas (entre ellas su padre y hermana) previa tortura, tenga un sentimiento de identidad colectiva fortísimo con su pueblo, Israel, hasta el extremo de caer en la injusticia objetiva.
Elie Wiesel fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz de 1986, lo cual generó más polémica. En todo caso, esta es mi opinión, el simple hecho de narrar fríamente los hechos más brutales perpetrados en el siglo XX son suficiente gesto para promover la paz entre los hombres... eso sí, hay que tener la inteligencia emocional y la sensibilidad suficientes para empatizar con toda aquella gente, cualidades que, mucho me temo, escasean en nuestra sociedad.
viernes, 1 de julio de 2016
Ahora leyendo: "Galápagos", por Kurt Vonnegut.
Siempre me gustó pasar del dulce al salado, del frío al calor, tal vez porque así se siente más intensamente el frío, el calor, el sabor dulce o el sabor salado. Porque el cambio entre Elie Wiesel y Kurt Vonnegut no puede ser más extremo: de la crudeza realista del Holocausto en Wiesel a los relatos irónicos y descacharrantes de Vonnegut. Ahora comienzo con una obra del segundo: Galápagos.
Incluso algo tan trágico, sin vuelta cómica como la guerra o un bombardeo sobre una ciudad como Dresde, repleta de civiles inocentes es tratado por Vonnegut con un humor que no resulta irreverente o insultante, sino que le da una visión sarcástica que permite ridiculizar el supuesto honor de la guerra como hizo en Matadero 5. Algo así es Galápagos, en este caso la ironía viene por el carácter estrambótico de los personajes: un playboy que despluma viejas, seis huérfanas de una tribu caníbal o una japonesa enferma por la radiactividad de las bombas de Hiroshima y Nagasaki que se embarcan en un crucero rumbo a las Islas Galápagos.
Como no podía ser de otra manera, de Kurt Vonnegut lo que más me gusta es su desenfado, su modo alegre pero a la vez realista de ver la existencia. No, sus novelas no son "pastelotes" almibarados llenos de inefable buen humor (que, en realidad, suelen ser infumables panfletos para que los idiotas de turno -nosotros- entreguemos lo único que tenemos, la vida, para mejorar aún más las de los poderosos), las novelas de Vonnegut destilan misantropía y hartazgo vital, pero lo hacen con ese humor sarcástico que nos permite sobrellevar la pesada carga de la existencia.
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