Dicen los psicólogos, psiquiatras y demás gentes de mal vivir que un trastorno obsesivo-compulsivo es un trastorno del comportamiento humano generado por la ansiedad y que consiste en el pensamiento y acción repetitiva y compulsiva de una determinada rutina que lleva a la disminución de la ansiedad. Bien, llevado a su extremo probablemente toda rutina sea un trastorno obsesivo-compulsivo, y, por tanto, no haya absolutamente nadie libre de tal comportamiento anómalo. Sin embargo, ya en puridad, dicho trastorno está ampliamente distribuido por la sociedad, aunque a muchos les cueste aceptarlo. Tal trastorno es, por ejemplo, lavarse las manos decenas de veces al día (o los dientes), volver a candar una cerradura una y otra vez cuando ya lo hicimos, mantener un orden perfecto en las cosas, creer y mantener ritos supersticiosos (aquí entrarían todos aquellos que, de un modo u otro, practican una religión -véase un católico repitiendo incesantemente un rosario, un judío meneando la cabeza mientras reza la shemá, o un musulmán ante las cinco oraciones diarias-), pequeños tics y costumbres repetitivas, etcétera. Sí, casi todos hemos caído en alguno de esos ejemplos alguna vez en la vida. Y si es así en la vida, ¿cómo es en la literatura?
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El escritor con más evidentes muestras de este trastorno es, qué duda cabe, Franz Kafka. Probablemente él mismo fue alguien psicológicamente atribulado, al menos sus personajes lo fueron. En El proceso la pesadilla burocrática a la que se enfrenta Josef K. una y otra vez tiene mucho de trastorno obsesivo-compulsivo, toda vez que repite una y otra vez la pregunta sobre por qué ha sido arrestado para no obtener respuesta jamás. En El castillo, K. choca una y otra vez contra la alienante burocracia para nunca encontrar la autoridad del castillo y su incorporación como agrimensor. En general, todo los textos kafkianos tienen una obsesiva repetición que deshumaniza las relaciones personales y las llevan al más claro trastorno psiquiátrico.
Stefan Grabinski. Imagen tomada de Commons Wikimedia |
En el relato El eterno pasajero de Grabinski también es evidente el trastorno obsesivo-compulsivo. Aquí Agapit Kluczka es un aparente viajero más en una estación de tren, con su maleta y sus nervios propios de la partida; cuando el tren va a abandonar la estación, Kluczka sube, busca su asiento y se dispone a viajar, pero justo antes del pitido que anuncia la salida, se levanta y sale apresuradamente del tren... así, una y otra vez, por eso los empleados ferroviarios le llaman "el eterno pasajero". Qué ejemplo más claro de trastorno obsesivo-compulsivo que la de un tipo que todos los días de su vida va a coger un tren pero finalmente lo deja pasar.
En realidad, casi todos los relatos recogidos en este tomo editado por Valdemar (El demonio del movimiento y otros relatos de la zona oscura) tienen un tufo kafkiano evidente, quizás más orientados hacia el relato de terror que los del checo pero igualmente desasosegantes. Es totalmente seguro que Kafka y Grabinski, que fueron contemporáneos, no se conocieron ni se leyeron, pero en ambos los desórdenes psicológicos provocados, en buena medida, por una sociedad alienante y deshumanizada les llevaron a converger de una forma particularmente interesante.