miércoles, 9 de agosto de 2017

"Beatus ille...", Horacio.


Beatus ille qui procul negotiis,
ut prisca gens mortalium
paterna rura bobus exercet suis,
solutus omni faenore,
neque excitatur classico miles truci
neque horret iratum mare,
forumque vitat et superba civium
potentiorum limina.


 Dichoso aquél que lejos de los negocios,
como la antigua raza de los hombres,
dedica su tiempo a trabajar los campos paternos con sus propios bueyes,
libre de toda deuda,
y no se despierta, como el soldado, al oír la sanguinaria trompeta de guerra,
ni se asusta ante las iras del mar,
manteniéndose lejos del foro y de los umbrales soberbios
de los ciudadanos poderosos.

Horacio. Epodos 2,1.

viernes, 4 de agosto de 2017

"Colorado Kid", por Stephen King (o la destructiva exigencia editorial).

 Casi todos los escritores honestos (aunque tal vez tiene más de suicida que de honesto hacerlo) han criticado más de una vez la voracidad del mundo editorial que exige al autor una producción fija semejante a la de una fábrica en serie, cuando la creatividad literaria no se rige por estos parámetros economicistas. Esto es, en mi opinión, lo que explica la bajísima calidad de Colorado Kid, de Stephen King.
  Que King es uno de los mejores escritores vivos de terror y suspense no lo niega nadie; tampoco que muchas de sus novelas son ya verdaderos clásicos del género. Pero ésta en concreto es francamente pésima. Da la impresión de que ni siquiera es una novela, sino una historia abortada por el escritor que hubiera tenido que ser reconvertida para ser publicada por exigencias de su editorial... ya se sabe: cuando un escritor vende y genera tan pingües beneficios como King todo es publicable, aunque sea bazofia. Esta tiranía es especialmente cruel con escritores tan talentosos y prolíficos como el de Maine por cuanto daña su excelente reputación creativa.
  De lo mejor de Stephen King (algo muy caro a los lectores de novelas de terror y suspense) es la capacidad de generar finales sorprendentes con giros argumentales insospechados, y de eso es precisamente de lo que carece esta novela, de un buen final... en realidad por no tener no tiene ni final propiamente dicho. En fin, como antes dije, más que una novela un aborto desechado.

"El arca inmóvil", por Gerald Durrell.

 Últimamente leo narrativa principalmente, un poco de poesía y poco más. Sin embargo hay algunas formas de ensayo que no suelen ser tan sesudos ni técnicos, sino de ámbito divulgativo. De entre ellos está la de un zoólogo británico de gran fama en su tierra aunque es menos conocido aquí: Gerald Durrell.
  No llamaría literatura estrictamente a esto. Son las vivencias personales y profesionales de un tipo que tiene, eso sí, una frescura y un sentido del humor que hacen muy amena su lectura, al menos para todos aquellos que disfrutamos con la compañía de animales. Con anterioridad había leído otro de sus pequeños ensayos así como su Guía del naturalista, todo narrado con ese entretenido estilo propio.
  En este pequeño volumen narra sus aventuras y desventuras con la puesta en marcha del Zoo de Jersey que él fundara hacia 1959, así como sus personales ideas sobre el funcionamiento de un zoológico, su modernización y justificación.

miércoles, 26 de julio de 2017

"La habitación de la torre, 13 relatos de fantasmas", de E.F. Bennson.

 Continúo con el catálogo de Valdemar. Van a tener que nombrarme "lector honorífico", si es que tal distinción existiera... Lo cierto es que los lectores que gustamos de aquellos relatos fantásticos o con temas que giran hacia lo extraordinario o anormal tenemos una deuda con esa editorial, porque han sacado en unas condiciones muy dignas (de formato y presentación, pero sobre todo de traducción) obras "menores" de autores fundamentales de la literatura romántica (principalmente anglosajones, lo que muchos llaman "literatura victoriana") como Dickens, Wells, Stevenson, Conan Doye, las hermanas Brönte... que era francamente difícil encontrar en nuestra lengua. Ya se sabe que la literatura romántica, anglosajona o no, tenía un gusto por lo oculto y sobrenatural, pero las obras principales acabaron despuntando por el realismo, con lo cual esas supuestas "obras menores" (de las cuales, la casi totalidad están a años luz, por encima, claro, de lo que se publica como grandes éxitos hoy en día) habían quedado marginadas.
  Edward Frederic Benson no era uno de los grandes. Sin embargo, su prosa coincide con ellos en la sofisticación en las descripciones, la notable adjetivación y la originalidad argumental. En inglés sus relatos estuvieron siempre disponibles con reediciones frecuentes, pero en castellano habían caído en el olvido. Gracias, por tanto, a la editorial Valdemar podemos disfrutar de ellos.
 Parece ser que el tal Benson fue uno de los beneficiados de aquella brutalmente desigual sociedad victoriana. No en vano era hijo del arzobispo de Canterbury (el más alto rango eclesiástico de la Iglesia de Inglaterra, sin contar con la reina que sigue siendo "cabeza de la iglesia"), vaya, algo como la vieja expresión popular española para alguien con la inmensa fortuna de ser "hijo de obispo", por lo inusual y destacado de la situación. Tal vez la vida regalada que llevó le inhabilitó para tener la sensibilidad social que otros como Charles Dickens tuvieron hacia los más desfavorecidos.
  Al margen de orígenes sociales, Benson es un extraordinario escritor de relatos fantásticos. Valdemar subtitula el tomo como "13 relatos de fantasmas", lo cual no es totalmente apropiado. Los relatos son típicamente victorianos también en el tema, es decir, no es fácil clasificarlos, pues algunos gustan de apariciones fantasmagóricas, otros de relaciones con el diablo, otros de pesadillas terroríficas, otros de fenómenos extraños e inexplicables, pero todos tienen en común lo fantástico y anormal. Esto quiere decir que los relatos pueden deleitar tanto al que busca lo verdaderamente imaginario e irreal como al que busca una historia bien pergeñada y con prosa cuidada; yo, por supuesto, pertenezco a las dos categorías.

domingo, 23 de julio de 2017

"Mangas cortadas" de Javier Marías, publicado en El País del 23 de julio de 2017.

 Leo en el Times que la máxima preocupación de los estudiantes de Oxford en los exámenes finales se centra en la toga tradicional de esa Universidad. Lo preceptivo es que la mayoría de los alumnos vistan una sin mangas o con unas cortas que no les cubran los codos (no estoy seguro). Sin embargo, los pocos que se hayan ganado becas o se hayan distinguido en los exámenes del curso anterior tienen derecho a presentarse a los nuevos con togas de mangas largas. Quienes protestan por esta diferenciación arguyen que les resulta “estresante” el “recordatorio visual” de que hubo otros que sacaron mejores notas, y que se ponen “nerviosos” al ver así manifestada su “inferioridad académica”. Consideran la permisión de las mangas largas algo “jerárquico” y “elitista”, que “entra en conflicto con los ideales de igualdad”. Por supuesto, no les sirve de acicate para ganárselas este año, sino que piden que se les prohíban a quienes se hayan hecho acreedores de ellas. A éstos, claro, no les hace gracia perderlas por decreto tras haberlas conseguido con esfuerzo. En octubre el sindicato de estudiantes tomará una decisión. Una antigua alumna se ha atrevido a señalar: “Por si lo han olvidado, Oxford es una institución académica, que reconoce la excelencia académica. Todo el mundo es igual antes de un examen, pero no después”.
 Más allá de la pintoresca anécdota, esta cuestión de las togas es sintomática de los actuales y contradictorios tiempos. Recordarán que hace pocos años sufrimos hasta lo indecible aquella máxima estúpida de “Todas las opiniones son respetables”, cuando salta a la vista que no lo es que los judíos deban ser exterminados, por poner un ejemplo extremo. Lo deseable, en principio, es que todas las opiniones puedan expresarse, incluso las abominables. Lo inexplicable es que en poco tiempo hayamos ­pasado de eso a juzgar intolerable cualquier opinión contraria a la nuestra, a la vez que sí resultan tolerables, y hasta dignos de encomio, los insultos más brutales contra quienes emiten esas opiniones que nos desagradan. Bajo pretextos diversos (“discriminación”, “falta de igualdad”, “jerarquización”), muchas personas que someten su trabajo a la consideración pública han decidido “blindarse” contra las críticas y los juicios. Si un estudiante va a la Universidad, sabe de antemano que, si no se aplica, otros sacarán mejores notas, y conviene que se vaya acostumbrando a la competitividad del mundo. Igualmente, si alguien elige ser escritor, o periodista, o actor, o director de teatro o de cine, o pianista, o cantante, o político y desempeñar un cargo, sabe o debería saber que su quehacer será enjuiciado, y le tocaría asumir que, ante las críticas o los denuestos, no le cabe sino encajarlos y callar. Cualquiera puede opinar lo que se le antoje sobre nuestras novelas, poemas, películ­as, canciones, programas de televisión, montajes teatrales, gestiones políticas y demás. Ante la reprobación no nos corresponde quejarnos ni replicar. (Otra cosa es cuando los críticos no se limitan a nuestras obras, sino que entran en lo personal o falsean lo que hemos dicho, o nos difaman: ahí sí es lícita la intervención.)
 Pues bien, de la misma forma que hay estudiantes universitarios —ojo, no párvulos— que consideran una “microagresión” que el profesor les devuelva sus deberes o exámenes corregidos —sobre todo si es en rojo—, cada vez abundan más los artistas y políticos a los que parece inadmisible que se juzguen sus obras y sus desempeños. ¿Quién es nadie para opinar?, aducen. ¿Quién es nadie para asegurar que esto es mejor que aquello, que tal novela es buena y tal otra mediocre? Es más, ¿quién es nadie para decir que algo le gusta o le desagrada (justo en una época en que demasiados individuos son incapaces de articular más opinión que un like)? Hace unas semanas escribí educadamente (tanto que mi frase empezaba con “Quizá yo sea el equivocado …”) que me resultaba imposible suscribir la grandeza de una escritora. Según me cuentan (nunca me asomo a un ordenador ni a las redes), algo tan subjetivo y leve desató furias. Me he enterado poco, ya digo. Pero un señor cuya carta se publicó en EPS me basta como muestra (un señor que se definía como “nosotros, el pueblo”, nada menos). Decía que “no podía estar de acuerdo” conmigo. Uno se pregunta: ¿en qué? ¿En que me resulte imposible suscribir lo mencionado? Si yo hubiera soltado un juicio de valor, como “Es mala”, pase el desacuerdo. Pero no fue así. Meses atrás dije también que cierto tipo de teatro, “para mí no, gracias”, y media profesión teatral montó en cólera, incluidos los monologuistas palmeros. Aquí algo no cuadra. Se ha sabido siempre que quien aspira al aplauso se expone al abucheo, y el que se examina a ser suspendido. Parece que ahora se exige el aplauso incondicional o, si no lo hay, el silencio; y las mangas largas o cortas para todo el mundo. Demasiada gente quiere blindarse y no asumir ningún riesgo. Para eso lo mejor es no salir a escena ni pisar un aula. Vaya (ustedes perdonen), creo yo.

sábado, 22 de julio de 2017

miércoles, 19 de julio de 2017

"I am a Man of Constant Sorrow", The Soggy Bottom Boys.

(In constant sorrow through his days)
I am a man of constant sorrow
I've seen trouble all my day.
I bid farewell to old Kentucky
The place where I was born and raised.
(The place where he was born and raised)
 
For six long years I've been in trouble
No pleasures here on earth I found
For in this world I'm bound to ramble
I have no friends to help me now.
[chorus] He has no friends to help him now 
 
It's fare thee well my old lover
I never expect to see you again
For I'm bound to ride that northern railroad
Perhaps I'll die upon this train.
[chorus] Perhaps he'll die upon this train. 
 
You can bury me in some deep valley
For many years where I may lay
Then you may learn to love another
While I am sleeping in my grave.
[chorus] While he is sleeping in his grave. 
 
Maybe your friends think I'm just a stranger
My face you'll never see no more.
But there is one promise that is given
I'll meet you on God's golden shore.
[chorus] He'll meet you on God's golden shore.

domingo, 16 de julio de 2017

"El testamento de Magdelen Blair y otros cuentos extraños e inquietantes" de Aleister Crowley.

 Aciertan los de Valdemar al titular este volumen como "cuentos extraños e inquietantes". No conocía de la existencia del tal Aleister Crowley, y por la contraportada me pareció todo tan surrealista que dudé en comprar el libro. No me arrepiento de haberlo hecho, aunque muchas lecturas sean francamente desasosegantes.
  Pero no son desasosegantes por el argumento fantástico o terrorífico, estoy más que acostumbrado a ellos. Lo desasosegante viene por la extrañísima naturaleza de Crowley, un individuo de una excentricidad tan desconcertante que no me extraña que en su tiempo fuera considerado como un peligro para la sociedad. Espero no parecer puritano, pero, a juzgar por la reseña biográfica que hace el traductor (Juan Antonio Santos) llevó la vida más errática y "desordenada" que se pueda pensar. Es por ello que los relatos fantásticos se le antojan a uno no tan fantásticos en la vida del escritor.
 Con todo, sería injusto si no admitiera una gran calidad literaria en muchos de ellos. Algunos, incluso, tienen gran parecido a otros que hoy en día consideramos canónicos en la literatura fantástica, como El buscador del alma recuerda claramente a La verdad sobre el caso del señor Valdemar de Poe, únicamente varía el hecho de que en el americano se trataba de la hipnosis en los momentos cercanos a la muerte y en el británico se trata de la administración de fármacos, pero en ambos casos supone la resurrección y el mantenimiento artificial de la vida de un fallecido.
   Otros, como La zorra, son extraordinariamente imaginativos, rompen con cualquier planteamiento clásico incluso para un relato fantástico. Tal vez no sea más que un prejuicio por mi parte, que esté juzgando al escritor por su vida y no por sus textos (craso error). Seguiré adelante con el volumen editado por Valdemar para adentrarme en el pensamiento de "La bestia".

jueves, 13 de julio de 2017

"Moscú: Frontera", por Jiri Weil.

 Tercer libro (y último de los disponibles hasta el momento en español) que leo de Weil. Esta vez vuelve a la narración en tercera persona, aunque también tiene claros tintes autobiográficos: parece ser que Weil fue enviado a la Unión Soviética por el partido comunista checo, al que pertenecía, con la finalidad de traducir al checo las obras de Lenin. Lo que allí se encontró tuvo que chocar bruscamente con el idealismo del joven comunista, ya que topó con el más brutal estalinismo; tanto fue así que llegó a ser deportado temporalmente a Kazajistán.
  Ese choque entre el individuo y la colectividad, entre lo esperado y lo encontrado, entre el ideal y la realidad es, en toda la obra del autor checo, una constante. De aquí se puede inferir la honradez del intelectual que no se pliega a ideas preconcebidas o a ideales impuestos, sino que pasa por el filtro de la razón todo aquello que experimenta. Esto lleva al ostracismo más absoluto del intelectual, que no es apreciado por los rebaños (normalmente se hace referencia a un solo grupo de biempensantes ciudadanos, pero, en general, suele haber varios grupos enfrentados). El pensador debe ser siempre un marginado por una sociedad que no quiere avanzar en dirección alguna sino solo sentirse cómoda en el calor que emana del grupo. En la sociedad actual, por ejemplo, los políticos, periodistas y demás líderes sociales fomentan el maniqueísmo formando dos grandes grupos enfrentados... y la inmensa mayoría de los ciudadanos se deja manipular.
  Weil, por el contrario, siguió su propio camino y, como bien recuerda su traductor y prologuista, Eduardo Fernández Couceiro, fue un traidor para los comunistas, un comunista para los burgueses, un judío para los nazis y un renegado para los judíos. Con estas filias por parte de sus coetáneos difícilmente se puede llegar a líder social; sin embargo, sus textos destilan una autenticidad y una honradez muy complicadas de encontrar en nuestros días.

martes, 11 de julio de 2017

Vidas cortas, vidas intensas.

 Es extraordinario el número de escritores de renombre que fallecieron jóvenes, apenas alcanzada la edad en la que se les supone ya una madurez creativa. Algunos de ellos, incluso, se quitaron la vida en plena juventud. ¿Hay algo propio de sus caracteres o talentos que les haga llevar vidas breves e incluso desgraciadas? Tal vez la exacerbada sensibilidad que les permite crear páginas que nos emocionan y dan sentido a nuestras vidas tiene como contrapartida la extrema tendencia al sufrimiento propio o incluso una falta de capacidad de luchar contra las adversidades de la vida real, toda vez que sus mundos más queridos son imaginados y volubles; o puede que el motivo sea más prosaico, que simplemente sea la dedicación tan ingrata (socialmente hablando, nunca en lo personal) que no genera ingresos lo que los lleve a tan amargo final en la flor de la vida.
 Tres suicidas: John Kennedy Toole (muerto a los 31 años), Robert E. Howard (30) y Sylvia Plath (a los 30). Los dos varones con difíciles relaciones con madres autoritarias y entrometidas, la mujer con depresiones continuas; con todo los tres dejaron huella literaria indeleble en las décadas siguientes.
 Otros no se suicidaron pero llevaron igualmente vidas cortas, ejemplos: Poe (40 años), Pessoa (47), Lovecraft (46) o W. H. Hodgson (40). Son unos pocos ejemplos de autores leídos, admirados e imitados hasta la saciedad que no consiguieron la felicidad en el mundo terrenal, o si la percibieron estaría más en sus mentes que en la realidad.

  Analizando sus vidas se comprueba que no fueron "verdaderos campeones" de la vida social, sino todo lo contrario, gente retraída cuyos mundos estaban más en las páginas impresas que en la vida cotidiana; tal vez esta sea la explicación más plausible: la falta de medios para su subsistencia que los llevó a no soportar la tediosa cotidianeidad.

 Puede que sus mundos reales fueran demasiado vulgares para lo que anidaba en sus cabezas. Sus coetáneos, en cualquier caso, no supieron apreciar la calidad excelsa de sus escritos y despreciaron (como hacen todos los ignorantes) lo que no entendieron.

 Es, probablemente, una constante que pervive y prevalecerá en la especie humana mientras ésta exista: la sociedad promociona a los mediocres, que son aquéllos que no tienen dificultades para encontrar acomodo en la grisura común (léase trabajos bien remunerados y estupidez suficiente para atontarse con su pobreza intelectual).
Imágenes extraídas de Commons Wikimedia
 Puede, incluso, que la creatividad literaria sea una herramienta adaptativa que nos permita a unos pocos luchar contra la degeneración intelectual que promueve como norma la sociedad del "mono desnudo".