No soy dado a leer ensayo. Tiendo a pensar demasiado en la subjetividad del ensayista, subjetividad que casi seguro que no coincide con la mía, por lo que es como escuchar un discurso con el que no se está, al menos, plenamente de acuerdo; por el contrario, en narrativa no me importa que el autor vierta su individualidad en el texto, al fin y al cabo, estoy leyendo ficción, por tanto no me incomoda. Por otro lado, siempre he pensado que el verdadero ensayo ha de ser propio de especialistas en el tema, no de diletantes, así, la distancia que pueda haber entre un ensayo y un libro de texto no es tan grande, tal vez sólo la estructuración.
No conocía al tal Zbigniew Herbert (a ver quién es el valiente que pronuncia correctamente su nombre a la primera) hasta que leí una reseña de la editorial Acantilado, que ha publicado sus obras en castellano. Me atrajo, no lo niego, pero me echó atrás la posible desilusión de lo que parecía ser una mezcla entre ensayo, diario de viaje y libreta de notas... Me equivocaba, no me ha desilusionado en absoluto.
Me equivocaba al pensar en que no me gustaría, pero no me equivocaba en lo que es este libro. El propio autor, en el prólogo, admite que éste es un libro "para lectores" y no para "estudios académicos"; advierte que ha prescindido de bibliografía, notas a pie de página, que él no es, en fin, un especialista en la materia sino un diletante.
Y bendito diletantismo. Cuanto más viejo soy, más me doy cuenta de que lo verdaderamente importante es aquello en lo que ponemos el corazón, no en lo que dedicamos tiempo para conseguir ganarnos las lentejas diarias. Así que ser un diletante, expresión a la que en algunos casos se da sentido peyorativo, no es sino ser un apasionado por algo... por lo que sea... disfrutar de ese algo y "gastar" la vida que nos toque vivir en ello, al menos espiritualmente hablando. Así, el tal Zbigniew, pasó a la historia como poeta, y como poeta publicó varios poemarios, viajó por toda Europa, descubrió la libertad de Europa Occidental, tan diferente del aplastante comunismo de su país en la época y se convirtió en enemigo acérrimo del régimen polaco, que lo tachó de enfermo mental. De los viajes por Europa, viajes con los ojos abiertos, la inteligencia abierta y la sensibilidad abierta, recopiló numerosas ideas y sentimientos que ponía negro sobre blanco a vuelapluma sobre distintas libretas. De esas libretas surgieron los ensayos que ha publicado recientemente Acantilado en lengua castellana, y que son una declaración de amor al arte, al buen gusto y a la exquisitez.
Así, Herbert en Un bárbaro en el jardín viaja por el arte y la cultura de la vieja Europa, pero no es un historiador del arte, lo cual se nota para bien y para mal. Se nota para mal cuando sus análisis artísticos son demasiado livianos (incluso para mí, otro diletante en materia artística), al no hacer nunca referencia a la técnica utilizada por el pintor, por ejemplo; pero, a la vez, que no sea un historiador del arte se nota para bien cuando sus descripciones no son demasiado farragosas sino amenas y fácilmente entendibles.
Comienza el autor polaco por las cuevas de Lascaux y, en general, por el arte parietal franco-cantábrico, dándole un enfoque artístico y cultural que no pretende explicar todo sino nada más (y nada menos) que imaginarse él mismo como un miembro de esas tribus paleolíticas a medio camino entre la más precaria supervivencia diaria y la más sublime expresión artística. Y sí, Herbert no escribe un sesudo estudio académico, sí cita a los grandes prehistoriadores del arte (Henri Breuil, André Leroi-Gourhan, Sanz de Sautuola...) pero ni hace referencia exacta a sus obras ni entrecomilla sus supuestas afirmaciones.
Luego continúa con la Magna Grecia en Entre los dorios, donde describe con la minuciosidad de un apasionado viajero interesado en lo artístico la masculinidad del estilo dórico frente al jónico y al corintio, al reseñar detalladamente la ciudad de "Paestum" (Posidonia), colonia griega a pocos kilómetros de Salerno, en la Campania italiana. Aquí sí que se comporta como un historiador del arte respetuoso al reseñar meticulosamente el entablamento dórico con cada uno de sus elementos.
Luego pasará por Siena, haciendo casi más un libro de viaje de la ciudad toscana, sin olvidar la preeminencia que tuvo durante el "Trecento", convirtiéndose así en el epicentro del gótico italiano. De nuevo, cita en numerosas ocasiones al padre de la Historia del arte, a Giorgio Vasari, pero no lo hace de manera formal.
En otro de los fragmentos más fervorosos del texto, Herbert muestra sus preferencias por el pintor "quattrocentista" Piero della Francesca, comenzando por su notable Natividad exhibida actualmente en la National Gallery de Londres, continuando por sus apabullantes frescos en la Iglesia de san Francisco de Arezzo, terminando por las obras del autor toscano expuestas en la Galleria degli Uffizi de Florencia.
En definitiva, la obra de Zbigniew Herbert es una amena muestra de un alma sensible a la belleza artística, carece de la excesiva seriedad de una obra académica. Es un texto para leer sin prisas, si puede ser, teniendo la obra que está describiendo a la vista, aunque sea en un ordenador; pero, sobre todo, es una obra para enamorarse de nuevo del arte y la cultura, lo poco decente que el ser humano deja sobre la faz de la Tierra.