jueves, 23 de abril de 2015
Ahora leyendo: "La búsqueda de las raíces", por Primo Levi.
La búsqueda de las raíces no es una narración de ficción como las que me maravillaron de Levi y lo muestran como, probablemente, el mejor cuentista en la lengua de Dante; pero tampoco es una narración realista como los tres espeluznantes relatos de la llamada Trilogía de Auschwitz, no, se trata de una recopilación de los textos que más influyeron al turinés en su formación intelectual.
Una característica fundamental de un intelectual debe ser la honestidad, sin ella no hay nada que hacer pues todo será afectado como un chico de quince años que presume de experiencia y sabiduría. Afortunadamente, Levi es un maestro en esa cualidad, tanto que no duda en afirmar que las razones principales por las que sobrevivió a la barbarie del campo de concentración fue la edad que tenía (23 años, momento de plenitud física) o la suerte de ser enviado a un campo que producía, como actividad secundaria a la del asesinato masivo, productos químicos, siendo él mismo licenciado en Química por la Universidad de Turín; esas dos condiciones no buscadas le salvaron la vida por encima de heroísmos.
Esa honestidad lleva al autor a confesar que su actividad literaria tiene más un enfoque laboral que lector, que la condición de químico que se pregunta por la condición más íntima de la naturaleza ha pesado más que la lectura reposada de los clásicos. Con todo, Levi recupera en este tomo las lecturas que más le influyeron, haciendo una sucinta explicación sobre el porqué de tal influencia.
martes, 21 de abril de 2015
Ahora leyendo: "Jefe de estación Fallmerayer", por Joseph Roth.
Joseph Roth se ha convertido en mi escritor favorito de los últimos tiempos. Su prosa rápida y precisa pero a la vez cuidada; sus temas duros, interesantes y atemporales; y sus personajes redondos, atractivos y polifacéticos hacen de los relatos y novelas breves de Roth un verdadero placer para el lector exigente. Este relato, sin embargo, flojea en su conclusión.
Jefe de estación Fallmerayer es un relato muy "rothiniano" o "rothinesco" (elíjase el palabro preferido): un jefe de estación de ferrocarril de una pequeña localidad de Austria-Hungría vive una monótona existencia de rutina laboral y sentimental hasta que conoce a una exótica condesa rusa de la que queda irremediablemente prendado. La guerra (la Gran Guerra) se interpone en su camino, pero consigue acercarse a la residencia de la condesa, Kiev, y, tras varios intentos, seducirla. A partir de ahí el mundo se detiene para Fallmerayer: vive un idilio con la condesa mientras todo a su alrededor se derrumba y acaban huyendo por el Cáucaso hasta llegar por mar a Monte Carlo. Allí, estando ella embarazada del antiguo jefe de estación, recibirán la tremenda noticia de que el conde ruso no ha muerto, ha sabido de la residencia de su esposa en Mónaco y viaja hacia ellos. Hasta ahí lo mejor del relato, ¿y después? Y después simplemente el relato acaba con un: "Después, Fallmerayer partió. Nunca más se ha vuelto a saber de él". Tan desconcertado me ha dejado la conclusión que solo puedo pensar que Roth no quiso terminarlo de forma apropiada por alguna extraña razón: problemas de salud, insatisfacción con el texto, dejadez... Conociendo el final del escritor, cualquier explicación es plausible.
Por lo demás el relato es "puro Roth". Por dónde está ambientado el relato, por esa extraña concepción de la Primera Guerra Mundial como un periodo casi gozoso de la existencia o por la sensación de un mundo que se acaba al término de la misma.
Al margen del relato en sí, de nuevo he de comentar la desafortunada edición que hace Acantilado. Supongo que desde un punto de vista economicista será mejor publicar relato a relato una obra relativamente extensa como la de Joseph Roth, pero todo tiene un límite. Porque cuando se publican relatos tan cortos como este (57 páginas en edición de bolsillo) por un coste de unos nueve euros uno no puede dejar de sentir estafado. Se me antoja mucho más razonable una compilación de relatos que no bajase de las 200 o 300 páginas y que tampoco subiera más de veinte euros de precio, en fin, está visto que soy un ingenuo.
sábado, 18 de abril de 2015
¿Vivir o leer? El eterno dilema en la pluma de Tom Gauld.
Ahora leyendo: "En la jaula", por Henry James.
Un breve relato de ese americano vestido de inglés: Henry James. Por la fecha en la que fue escrito entra dentro de la mal llamada "literatura victoriana", no así por su longitud; la prosa, sin embargo, sí está ricamente adjetivada, posee un ritmo lento que disfruta de sí mismo. Es un relato, como las mejores obras de Dickens, muy crítico con la hipócrita sociedad de su momento, todo apariencia y pomposidad. El título nos presenta el lugar de trabajo de una joven empleada pública: el cubículo de una estafeta de correos donde la protagonista recoge telegramas de la pudiente clase social que se los puede permitir; ahí está la primera crítica, pues la empleada, de origen social humilde, reflexiona sobre el coste de los telegramas que solo dicen trivialidades adolescentes y que, sin embargo, podrían alimentar a toda una familia humilde durante un día.
Pero la crítica más exacerbada es hacia las presunciones y futiles vanidades de esas damas de alta alcurnia que, no obstante, caían en todos y cada uno de los vicios que parecían propios y exclusivos de aquéllos de la working class. La protagonista, por oficio, conoce todas las miserias de aquéllos que se pavonean con ínfulas de grandeza pero orinan y defecan como cualquiera.
No todos los escritores "victorianos" eran críticos con su sociedad, la "petarda" de George Eliot, por ejemplo, legó a la posteridad insufribles novelas de vidas anodinas en las que el grave peligro que corrían era el aburrimiento y el empacho. El muy querido y admirado Marcel Proust (este no cabría ser clasificado como victoriano al ser francés, sin embargo participa de las mismas características), aquél que comenzaba a recordar al mojar una magdalena en la taza de té, nos dejó una saga de siete novelas relatando hasta la nimiedad más insignificante de una vida ociosa, vulgar y aburrida como pocas.
Así que, ¿qué tiene de especial la obra de autores como Henry James, un tipo que gracias a la fortuna que generó su abuelo quedó, dicho en sus propias palabras, leisured for life? ¡Hombre, aventuras no vamos a encontrar! Sin embargo, la prosa reposada, lenta, muy adjetivada, los argumentos anodinos y vulgares nos recuerdan la verdadera futilidad de la vida, su verdadero significado: ninguno. La vida de un "gran hombre" que luchó, conquistó, cambió su sociedad, fue admirado y odiado... es tan importante como la ridícula existencia de Proust. Simplemente ocurre que el insecto humano se da ínfulas de grandeza al considerarse "hecho a imagen y semejanza de un Dios" que él mismo ha inventado para sobrellevar el conocimiento de su propia mortalidad.
domingo, 12 de abril de 2015
"Moby Dick", adaptación al cómic de Olivier Jouvray y Pierre Alary.
No se me ocurre mejor subgénero narrativo que el de las grandes novelas de aventuras, típicamente del siglo XIX, para ser "pasado" al cómic. Ahora tengo entre mis manos la inmortal obra de Melville, Moby Dick, pero podía ser toda la obra de Verne, Stevenson, Salgari, Conrad, Kipling... Son ideales por sus destinatarios: jóvenes lectores o no tan jóvenes que recuerden tiempos pasados y que conforman la clientela típica de los cómics; son también ideales por el tipo de prosa, realista, sin grandes complicaciones en la adjetivación; pero sobre todo son ideales porque la temática, la aventura, parece ir que ni pintada para la novela gráfica, recordemos que los grandes héroes de cómic, tanto juvenil como adulto, Tintín, Corto Maltés, por no hablar de todos los superhéroes, viven grandes aventuras.
Por supuesto, todo depende de cómo se adapte el texto original y la calidad del ilustrador. En el caso de Moby Dick el guión de Jouvray es muy fiel a la novela de Melville (en verdad, la novela es difícilmente mejorable), y las ilustraciones de Alary son verdaderamente espectaculares, muy a propósito de los idílicos paisajes oceánicos por los que navega el Pequod.
Una gran obra. No me importaría lo más mínimo que las grandes editoriales norteamericanas y europeas fomentaran el "paso a cómic" de todas las mejores obras de aquellos autores, aunque solo fuera por tener en otro formato cultural las enormes novelas de aventuras del XIX.
miércoles, 8 de abril de 2015
Ahora leyendo: "Hotel Savoy", por Joseph Roth.
Vuelvo a Roth, vuelvo a mi literatura favorita. Después de haber estado leyendo durante varios meses literatura fantástica o de terror, regreso al realismo del siglo XX en el que tan cómodo me siento. Y es que lo malo de esa llamada literatura de ciencia ficción o fantástica es que, sin darse uno cuenta, empieza a bajar escalones en la calidad hasta que un día se encuentra uno leyendo algo francamente malo. De esa literatura fantástica se puede leer cosas tan excelentes como Poe, Dickens, Sheridan Le Fanu, Maupassant, Verne... es decir, la crème de la crème; luego se puede descender un par de peldaños en la calidad hasta encontrarse con unos más que aceptables Lovecraft, Machen, Lord Dunsanny... que son, en mi opinión, muy recomendables; pero, por desgracia la caída se acentúa hasta acabar en George R. R. Martin que es lo último que leí (concretamente Los viajes de Tuf), y aquí sí que el bajón de calidad es muy evidente. No es que me parezca horrible el tal Martin, de hecho no es mala lectura si uno tiene quince años. Yo, ¡ay de mí!, dejé ya muy atrás esa dorada juventud, así que no disfruto leyendo novelas previsibles con héroes buenísimos que siempre se salen con la suya tras superar a temibles villanos.
Por eso cuando regreso a la cuidada prosa de Roth me encuentro como en casa. Hotel Savoy es una novela autobiográfica de un Joseph Roth que ya empieza a notar que ha perdido su país (Austria-Hungría) y su sociedad. Narra las peripecias (emocionales más que reales) de un combatiente de la Gran Guerra que, habiendo sido hecho prisionero por los rusos, "vuelve a Europa" en busca de su desmembrada patria; en su progreso hacia el oeste llega a Lodz, ciudad polaca donde habita parte de su familia (unos tíos) a los que espera sablear para poder seguir hacia Viena. Se alojará en el hotel Savoy donde conocerá una "fauna" curiosa mezcla de supervivientes de los más variados géneros. Es una novela típica de Roth, pues destila esa añoranza del pasado, esa melancolía de algo que ya no volverá y que, finalmente, le llevará a la tumba entre litros de alcohol.
Fotografía extraída de Wikipedia, subida por el usuario HuBar |
En el hotel, todavía en pie, que se observa en la foto anterior vivió Roth tras su penosa aventura bélica. No cuesta mucho trabajo imaginarse a su pequeña figura trampeando entre la sexta y séptima planta.
Al margen de lo literario, el fresco que nos pinta Roth nos permite ver una ciudad que, perteneciente entonces a la Segunda República polaca, tenía una heterogeneidad habitual en la Europa central de entreguerras, donde convivían con dificultad polacos, alemanes, judíos, rusos... Todo eso, claro está, sería barrido por la Segunda Guerra Mundial que inflamó los nacionalismos hasta hacer inaceptable la convivencia entre dispares.
martes, 7 de abril de 2015
Toda la vida es lectura... (Ilustración de Tom Gauld)
lunes, 6 de abril de 2015
"Una muela", por Javier Marías
Extraordinariamente preclaro Marías en este artículo que apareció en "El País" el 5 de abril. También está disponible en https://javiermariasblog.wordpress.com/
Durante siglos la Iglesia Católica hizo un gran negocio de las
reliquias. Allí donde se tenía una, la gente supersticiosa acudía a
verla, daba generosas limosnas al templo que aseguraba albergarla y
beneficiaba a la ciudad en cuestión con un incremento de visitantes, que
hoy llamaríamos turistas. Así que llegó a ser asombrosa la cantidad de
reliquias existentes en todas partes, algunas de ellas milagrosamente
repetidas. Qué sé yo, cuatro o cinco lugares poseían el peroné de San
Vicente, las tibias de Santa Justa se multiplicaron; había mantos que se
habían echado a los hombros seis o siete apóstoles. Cada iglesia juraba
guardar el vaso del que bebió Santiago, el anillo romano de San
Eustaquio, la gorra de San Lorenzo o el mechero con que el Bautista
encendió su último pitillo, antes de que lo decapitaran. Cualquier cosa
valía para engañar a una población fervorosa, ingenua y atemorizada.
Allí donde se ha permitido analizar los huesecillos, se ha demostrado a
menudo que ni siquiera eran humanos, sino de liebres, perros o cabras;
lo mismo con la mayoría de objetos, pertenecientes a épocas modernas, es
decir, del siglo XVIII en adelante.
Hoy sólo los muy locos siguen creyéndose estas patrañas, y con todo
son bastantes, o bien a la gente le divierte contemplar las antiguas
estafas. Yo he visto largas colas en Turín para arrodillarse ante la
Santa Sábana o como se llamen esos trazos tan feos y chuscos. Pero
claro, la religiosidad ha ido en declive y ya no atrae a las masas como
antaño, el número de fanáticos y crédulos ha descendido
vertiginosamente. Pero la vieja lección de la Iglesia la han aprendido
bien los políticos: hoy se puede sacar dinero de las sobras de un
escritor admirado, o de un pintor, o hasta de un músico. No por otra
razón se ha tratado de sacar de Collioure el esqueleto del pobre
Machado, o se ha levantado media Granada (y lo que aún nos queda) en
busca del de García Lorca. Suponen las autoridades que los cursis del
mundo peregrinarían hasta sus sepulturas para dejarles mensajes, flores y
versos. Y probablemente estén en lo cierto: casi todos tenemos una edad
cursi, yo recuerdo haber depositado una rosa, a los veintidós años,
sobre la tumba de Schubert en Viena. Al menos el compositor llevaba allí
enterrado (creo) desde su temprano adiós al aire, y nadie había tenido
la desvergüenza de exhumarlo, trasladarlo, marear y manosear sus huesos.
Perturbar los restos de alguien me parece –además de una chorrada, como
dijo bien Francisco Rico– una falta de respeto, aunque a la persona que
fueron le dé evidentemente lo mismo.
Ahora un Ayuntamiento endeudado hasta las cejas ha gastado buen
dinero en rebuscar los de Cervantes, con el único fin de hacer caja. Los
responsables de la excavación han hallado una mandíbula y unas
esquirlas que podrían haber sido del autor del Quijote, muerto
hace 399 años: fragmentos mezclados con los de otros individuos que no
interesan lo más mínimo porque no darían un céntimo. Cuando esto se
publique no sé si los políticos habrán apremiado a los investigadores a
certificar que por lo menos una muela es cervantina. Ignoro si a esa
muela se le estará erigiendo un mausoleo para que lo inauguren la
alcaldesa Botella, el Presidente de Madrid casi cesante, quién sabe si
el del Gobierno con unos ministros, corregidores de Alcalá, Argamasilla y
otros sitios que pelean por haber sido la verdadera cuna de Cervantes o
el “lugar de La Mancha” de cuyo nombre nadie puede acordarse. Si todo
eso sucede, no será sino dos cosas: un embaucamiento comparable a los de
la antigua Iglesia y una desfachatada operación de maquillaje.
España presumirá de honrar a sus mejores artistas, cuando lo cierto
es que los ha maltratado siempre y –lo que es peor– continúa haciéndolo.
Los mismos individuos que saldrían en televisión con la muela colgada
al cuello, o se harían fotos mordiéndola como los deportistas sus
medallas, son los que envidian y detestan a los escritores actuales; los
que han presupuestado cero euros para las bibliotecas públicas en 2012
(y no sé si en los años siguientes); los que han subido el IVA al 21%
(el más alto de Europa) para el cine y el teatro; los que remolonean
para atajar la piratería cultural que arruina a muchos artistas, por si
pierden votos entre los incontables piratas; los que desde Hacienda
amenazan y persiguen a cineastas y periodistas; los que rara vez leen un
libro o asisten a una función de nada; los que suprimen la Filosofía de
los estudios secundarios y restituyen la catequesis más rancia,
contraria al saber y a la ciencia; los que reducen a lo bestia la ayuda a
la Real Academia Española y jamás ponen pie en ella (casi preferible
esto último, para que así no la mancillen); los que no mueven un dedo
para que los ciudadanos sean más ilustrados y civilizados, o lo mueven
sólo para que cada día lo sean menos y se vuelvan tan brutos como ellos.
Estos son los que ahora celebran haber encontrado, quizá, unas cuantas
astillas de una cadera de Cervantes. Alguien les habrá chivado que es un
nombre venerado y que escribió unas obras maestras aún leídas por
suficientes excéntrico.
JAVIER MARÍAS
domingo, 29 de marzo de 2015
Ahora leyendo "Los viajes de Tuf", por George R. R. Martin.
Por supuesto, todo el mundo conoce a George R. R. Martin. Yo también he seguido la adaptación televisiva de Juego de tronos, aunque en versión original, pero he de admitir que este tipo de literatura no es mi favorita. Sin embargo, con la antología de relatos apocalípticos de Valdemar, descubrí a un Martin que me pareció más original que el de Juego de tronos. El relato recogido por valdemar era Oscuros, oscuros eran los túneles, un excelente relato de 1973 en los que dos civilizaciones postapocalípticas se encuentran en los túneles en los que una de ellas vive. Tanto me gustó el relato que me animé a leer una obra completa de este autor, esta:
Los viajes de Tuf no tiene nada que ver con caballeros medievales... lo digo por lo absolutamente desafortunado de la elección de la portada por parte del Grupo Editorial Zeta. No, Los viajes de Tuf son, en realidad, siete relatos sobre la vida de Haviland Tuf, un comerciante metido a "ingeniero ecológico" que gobierna una peculiar nave espacial, el Arca; es, por tanto, ciencia ficción espacial. Será que los del Grupo Zeta quieren aprovechar el tirón de Juego de tronos desinformando a sus posibles lectores.
Llevo dos relatos leídos, y la sensación es agridulce. Por un lado es una lectura fácil y que, en algunos momentos, logra atrapar con aventuras no muy lejanas (en lo temático, nunca en la calidad) de las de Julio Verne o Robert Louis Stevenson; por otro lado (ahora me arrepiento de haber citado a Verne y a Stevenson) los personajes son demasiado planos y las aventuras excesivamente simplonas... No está mal, pero no me llena.
Reconozco que cuando visioné Juego de tronos, al terminar cada capítulo pensaba que no estaba mal pero que no vería los siguientes... y sin embargo acabé por visionar las cuatro temporadas. Con Los viajes de Tuf me está pasando algo semejante: sigo leyendo aunque no creo que repita con George R. R. Martin.
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