Hay lecturas que un servidor recuerda con especial cariño porque consiguieron absorberlo hasta hacerlo desaparecer entre sus líneas; eso es lo más preciado para mí. Nótese que digo desaparecer. Cuando un texto me gusta en gran manera llego a olvidarme de mí mismo y me anulo como individuo; puede que muchos no lo entiendan, pero para mí ese es el verdadero nivel último de la literatura. Porque luego están esas lecturas que también apasionan pero en la que uno se ve, hasta cierto punto, reflejado en un personaje, o en una determinada actitud, con lo cual uno acaba por sufrir el destino de tal o cual protagonista. Cuando consigo olvidarme de mí mismo es cuando llego al éxtasis intelectual... Sí, soy así de raro. De los autores que más han conseguido esta extraña alienación están, por supuesto, varios de la mal llamada "literatura victoriana": Dickens, Henry James, Thomas Hardy... y otros como el que ahora leo: Thomas Mann.
De Mann he leído Muerte en Venecia (que no me gustó mucho) y La montaña mágica (que me entusiasmó). No sabría decir que me llenó de una novela de más de mil páginas en la que pasa muy poco (pasa que el protagonista, Hans Castorp, va a un hospital para tuberculosos en la montaña a visitar a un primo y tras establecer todo tipo de relaciones con enfermos, médicos y enfermeros, acaba por asumir lo que le habían dicho por primera vez: vienes para quedarte; efectivamente, Castorp acabará muriendo allí). El ritmo de La montaña mágica es exasperantemente lento, a mí me recordaba la lentitud apabullante de las novelas "proustianas" de En busca del tiempo perdido y, en realidad, no pasa nada y pasa todo, pues se filosofa sobre la existencia, sobre la muerte y sobre la estética de la vida, eso sí, todo a paso de caracol.
En Doktor Faustus, Mann recrea el mito de Fausto, aquel tipo que vendía su alma al diablo para conseguir éxito mundano. Hasta ahí no parece un gran alarde intelectual para el que fue Premio Nobel en 1929, pero las discusiones sobre la vida de Adrian Leverkühn, compositor alemán, representante, en verdad, de la más alta cultura germánica son tan brutales, que acaba haciendo de la novela una obra ensayística general sobre cultura y arte europeos.
Y es que Mann tiene tal dominio del lenguaje, tal erudición, tal amplitud de conocimientos que sus obras debieran ser de obligada lectura para aquel que no se contente con eructar, defecar y orinar, además, por supuesto, de tener un puesto de engorde (perdón, quise decir, un puesto de trabajo). Leer Doktor Faustus es una tarea ímproba por la necesidad que tiene uno de parar el reloj, de detener el tiempo para desaparecer en su trama, disfrutando de cada argumento, cada circunloquio como un gourmet disfruta de la mejor delicatesen. Es, obviamente, una lectura lenta, tal vez de meses, no por su longitud sino por su densidad, pero es, de verdad, leer, los que no lo aguanten siempre tendrán la novela contemporánea.