Uno de los grandes de la literatura rusa de todos los tiempos, más admirado como dramaturgo que como narrador. Sus relatos son pequeñas obras maestras que, al menos a quien esto escribe, recuerdan mucho a Dostoyevski, pues lo más destacable es el finísimo análisis psicológico de los personajes, verdaderos lienzos descriptivos de la personalidad del protagonista y su evolución a lo largo del tiempo.
A diferencia de Dostoievsky, Chéjov llevó, según parece, una vida más ordenada, sin la ludopatía y afición desmesurada a las faldas que tuvo Dosto. De hecho compatibilizó su profesión principal, la de médico, con su pasión, la literatura, sin que se conociera escándalo alguno o tuviera que huir del país para no ser perseguido judicialmente por los acreedores que querían encarcelarlo como le pasó a Fiódor Mihailovic.
Chejov fue un audaz conocedor de su sociedad (y de la naturaleza humana en general), alguien que supo mirar más allá de la superficie y penetrar en el alma de sus coetáneos, algo que para los que juntamos palabras sobre el papel sabemos que es de lo más difícil de la escritura.
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