Cuando leí, hace unas semanas, Ve y pon un centinela me prometí leer Matar a un ruiseñor, aunque invirtiera el orden en que fueron escrito y el orden cronológico de los personajes. Por supuesto, he visto varias veces la adaptación cinematográfica dirigida por Robert Mulligan en 1962 con un Gregory Peck inmenso en su papel de Atticus Finch; por cierto, la cinta es muy fiel a la novela, no omite ni añade nada importante y los personajes mantienen su mismo carácter.
Es, que duda cabe, una novela atemporal y universal. Atemporal porque lo verdaderamente importante no ocurre a principios del siglo XX sino que tiene que ver con la dignidad humana, que existe y existirá mientras exista el hombre; universal porque es irrelevante que la acción transcurra en el profundo Sur de los Estados Unidos (concretamente en la ficticia ciudad de Maycomb, Alabama) se puede dar en cualquier punto del planeta, desde Groenlandia hasta Zimbabue.
Desgraciadamente, en una sociedad dirigida, manipulada y enfrentada por el Cuarto poder lo coyuntural prima. En nuestros días, los medios de comunicación tratan de que estalle una guerra nada más y nada menos que entre hombres y mujeres, como antes lo hacían entre pobres y ricos, blancos y negros, cristianos y musulmanes... Así, esta novela puede verse, en clave coyuntural, como la lucha por la emancipación de los negros en los estados sureños del gigante americano, lo cual, evidentemente, es de gran importancia, pero en ese caso esta novela sólo incumbe a los americanos. Si nos libráramos de la terrible influencia que ejercen sobre nosotros aquéllos que viven de enfrentar a unos contra otros y provocar guerras (políticos, periodistas, abogados...) nos daríamos cuenta de que esta novela trata del respeto que todo ser humano debe demostrar ante otro, independientemente de su raza, su sexo o su estatus socioeconómico, y eso es, obviamente, universal.
La novela es profundamente moralista sin caer en el adoctrinamiento ni la ñoñez. Muestra un posible camino a seguir mientras dure esa extraña experiencia que llamamos vida sin imponer nada y recordando que es mucho más probable que gane (al menos en términos terrenales) la inmoralidad y la cobardía (atributos de todos aquellos que "triunfan" en nuestra augusta sociedad). Por tomar un pequeño tramo, yo me quedo con la reflexión irreflexiva (valga el oxímoron) de un crío de diez años, Dill, que, intuyendo que la sociedad humana no tiene solución aboga por salirse por la tangente:
- Cuando sea mayor creo que seré payaso -Dijo Dill.
Jem y yo nos paramos en seco.
- Sí señor, payaso -repitió-. Con respecto a la gente, no hay otra cosa que pueda hacer que reírme; por lo tanto ingresaré en el circo y me reiré hasta volverme loco.