Hay películas que, por bien pergeñado que esté el argumento, acertada la fotografía y conseguida la interacción entre personajes, no llegarían a nada si no fuera por la actuación estelar del protagonista. Rembrandt es una de ellas. Porque, efectivamente, la trama, la vida del pintor barroco neerlandés Rembrandt desde un momento de éxito pero cercano ya a la muerte de su mujer, Saskia, hasta su extrema senectud está bien pergeñada; el elenco actoral, de los que destaca Elsa Lanchester en el papel de la criada Hendrickje que se convertirá en su segunda mujer y segunda musa (la primera fue Saskia), está en sintonía con la calidad del film, siendo todos actores renombrados en Reino Unido en aquellos ya lejanos años; la fotografía, en su mayoría interiores, colabora eficazmente con la ambientación de la película, y aquellos exteriores, supuestamente las calles y canales de Ámsterdam, están suficientemente bien creados como para evocar la vida comercial de aquella ciudad en el siglo XVII; pero la película no se puede entender plenamente sin hacer una referencia (en mi opinión, una rendición ante la categoría actoral) a Charles Laughton.
Imagen tomada del sitio filmaffinity.com
En 1936, Charles Laughton ya era un actor consagrado: Había destacado en los escenarios del West End londinense, así como en la gran pantalla, rodando en Hollywood películas como The Old Dark House (1932), con Boris Karloff, Island of the Lost Souls (también 1932), o The Private Life of Henry VIII (1933), pero, sobre todo, en Mutiny on the Bounty (1935), que lo lanzó al estrellato mundial. Evidentemente, el físico de Laughton lo limitaba enormemente: no podía aspirar a papeles de galán, que tan frecuentes fueron en toda época, lo cual, lejos de ser un inconveniente, y teniendo en cuenta su notable formación teatral, le llevaron a especializarse en papeles complejos, con rasgos psicológicos marcados, en los que su aterciopelada voz tenía un rol fundamental. Sí, Charles Laughton se convirtió en aquellos años treinta en un "actor de carácter", uno de esos actores que llena la escena hasta eclipsar totalmente al resto del elenco, alguien que, a pesar de su fealdad y gordura, incluso en la superficial Hollywood concitan el aplauso generalizado. No es por tanto de extrañar que en las dos siguientes décadas, Laughton fuera el nombre en boca de todos a la hora de representar papeles difíciles, que exigían un largo entrenamiento teatral y una capacidad de adaptación casi camaleónica. Rembrandt es la muestra de esa grandeza, siendo no ya el actor principal, sino el verdadero centro de la cinta, la justificación primera y última del film, hasta el punto de convertirse en lo que muchos llamarían como "una película para lucimiento de actor".
Imagen tomada del sitioludumu.blogspot.com
Ese "lucimiento de actor" tal vez sea lo fundamental. Desde luego, se centra más en el ámbito personal del pintor (sus intensas relaciones con las dos mujeres de su vida, Saskia y Hendrickje, y su supuesto descontrol material y financiero) que en lo pictórico. De hecho, de su obra tan solo se presenta la famosa La ronda de noche (1642), el resto son imágenes (como la que está sobre estas líneas) en las que el pintor, paleta, cálamo y pincel en mano, da la cara a la cuarta pared junto con la parte trasera de los caballetes.
Se destaca notablemente, sobre todo al final de la cinta, la religiosidad del autor, como la del resto de su país y, muy probablemente, de toda Europa en aquellos tiempos. Como una suerte de resumen final de toda su vida y de toda vida humana, concentrada siempre en lo puramente material y económico, Rembrandt lo detalla todo en aquellas sabias palabras del Eclesiastés: "vanidad de vanidades, todo es vanidad".