Pocas veces se acierta y se aclara tanto como con el título que, parece ser, el propio Montague Rhodes James puso a estos ocho relatos fantásticos. En efecto, en esencia son eso: relatos fantasmagóricos narrados por un anticuario, o, más bien, por un arqueólogo y bibliófilo. Los relatos contenidos en este pequeño volumen editado en España por Valdemar están protagonizados por claros álter ego del autor: bibliófilos en busca de un incunable, arqueólogos estudiando restos milenarios, anticuarios tratando de conseguir difíciles objetos de siglos atrás... en definitiva, las distintas facetas profesionales y de ocio de James. En todo caso, James es un rara avis en el mundillo de los escritores del subgénero de finales del XIX y principios del XX; por lo general, éstos eran personajes más oscuros, tipos encastillados en personalidades conflictivas cuando no asociales, con vidas marginales en el aspecto material aunque, eso sí, con una gran vida interior. Montague Rhodes James fue un tipo perteneciente a la alta sociedad británica, educado en Eton y en Cambridge, y miembro de mil y una sociedades de estudiosos de la historia de aquel país; su vida profesional se centró en el ámbito académico de la propia Universidad de Cambridge de la que llegó a ser rector. El lado personal de James, el que nos interesa, el literario, debió ser para él poco más que un hobby, una forma de desconectar de los serios y tediosos asuntos académicos. Lógicamente, desconectaba parcialmente, pues aplicaba sus conocimientos de medievalista para pergeñar relatos que no tuvieran incongruencia histórica alguna.
Los fantasmas de James son criaturas intuidas más que vistas, entrando, por tanto, más en el terror psicológico que el real. De hecho, este autor es un maestro en crear ambientes inquietantes, en los que no se muestra nada pero se insinúa todo. Sus fantasmas son criaturas pequeñas, desvalidas, a medio camino entre una araña repulsiva y un duende burlón; frecuentemente aparecen y desaparecen, dejando al protagonista en una zozobra psicológica que le hace dudar de su propia salud mental.
Son relatos delicados, cocinados a fuego lento, con alto desarrollo de las descripciones de lugares y pensamientos de los personajes y no tanto de los fantasmas. En todos ellos hay un claro ambiente in crescendo, que atrapa al lector y lo lleva al éxtasis al final, pero de forma suave, sin brusquedades en ningún momento. En ese sentido, es muy diferente de, por ejemplo H.P. Lovecraft, quien, por cierto, se declaró admirador de James, que tendía a llevar un ritmo suave en sus relatos hasta que al final se producía el descalabro anímico (otro modo de narrar, pero igualmente efectivo y de alta calidad).
Si le pongo alguna queja a los relatos que he leído hasta ahora es que son bastante previsibles. En El fresno, por ejemplo, se hace obvio que el árbol en cuestión es una suerte de entrada (más bien, de salida) del inframundo y todas sus criaturas diabólicas; o que en La habitación 13, un antiguo inquilino había hecho un pacto con el diablo, el cual, tiempo después, atormentaba al resto de inquilinos del hotel... En fin, son quizás narraciones muy lineales (también hay que pensar que son muy cortas) y no dan lugar a muchos quiebros argumentales.
En definitiva, un puñado de relatos bien cuidados para leer sin despeinarse... eso sí, ponen la piel de gallina si se leen a oscuras en soledad...
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