Georges Brassens. Imagen tomada de Wikimedia Commons.
En mi pueblo, sin pretensión, tengo mala reputación,
que haga lo que haga es igual, todo lo consideran mal,
yo no pienso, pues, hacer ningún daño queriendo vivir fuera del rebaño.
No, a la gente no gusta que uno tenga su propia fe,
no, a la gente no gusta que uno tenga su propia fe.
Todos, todos me miran mal, salvo los ciegos, es natural.
Cuando la fiesta nacional yo me quedo en la cama igual,
que la música militar nunca me pudo levantar.
En el mundo, pues, no hay mayor pecado que el de no seguir al abanderado.
No, a la gente no gusta que uno tenga su propia fe,
no, a la gente no gusta que uno tenga su propia fe.
Todos me muestran con el dedo, salvo los mancos, quiero y no puedo.
Si en la calle corre un ladrón y a la zaga va un ricachón,
zancadilla doy al señor y aplastado el perseguidor.
Eso sí que sí que será una lata, siempre tengo yo que meter la pata.
No, a la gente no gusta que uno tenga su propia fe,
no, a la gente no gusta que uno tenga su propia fe.
Tras de mí todos a correr, salvo los cojos, es de creer.
Ya sé con mucha precisión cómo acabará la función,
no les falta más que un garrote para matarme como a un coyote.
A pesar de que no arme ningún lío, con que no va a Roma el camino mío.
No, a la gente no gusta que uno tenga su propia fe,
no, a la gente no gusta que uno tenga su propia fe.
Tras de mí todos a ladrar, salvo los mudos, es de pensar.