No sé si le pasa a todo el mundo, pero
yo sí recuerdo cuando empecé a interesarme por la música clásica
(o culta, como se prefiera). Supongo que, como todos los europeos
nacidos más tarde de, pongamos, 1950, la música popular (pop, rock
y todas sus variantes) fue la primera música que un servidor
escuchó; desde luego, por lado familiar no había influencia
ninguna, ni buena ni mala (es decir, mala). Pero, teniendo yo unos
doce añitos (sí, muy tarde, tristemente) en clase de música, el
profesor nos puso una audición un tanto chapucera (supongo que en
mono o en un estéreo portátil) del Preludio a la siesta de un
fauno de Debussy. Fuera por la
hora de la clase (la tarde, propicia para la siesta), por la cercanía
de comportamiento entre chicos de doce años y animales salvajes o
por la desidia a la que llevaba aquel sistema educativo (y todos), lo
cierto es que la mayor parte de la clase sesteó aquella hora. ¿Y
yo? No, yo no. No presumo de tener una sensibilidad musical especial,
pero sí una sensibilidad hacia la belleza, especialmente artística,
pero no sólo, y así emocionarme ante un poema, una pieza musical,
una obra pictórica, pero también ante un amanecer o una sonrisa
bonita... Parecerá poca cosa, pero si todos los habitantes de este
planeta fueran así, no estaríamos como estamos.
Claude Debussy. Imagen tomada de Wikimedia Commons
Aquel profesor tuvo el gran acierto de escoger una obra de duración corta, fácilmente entendible y no farragosa para ponérsela a chicos de doce años, pero también tuvo el acierto de explicar el poema sinfónico, la capacidad que éste tiene de describir una escena mediante la música, de despertar sensaciones, de hacer volar, en definitiva, la imaginación. Felizmente, aquel día estaba yo receptivo y, gracias a la sensibilidad a la que antes me refería, sufrí una auténtica revelación. Para ser sincero, el profesor, del cual guardo un excelente recuerdo por otra parte, falló al no referir al poema de Mallarmé que inspiró a Debussy; de hecho, sustituyó el fauno por un león, las ninfas por insectos, y las laderas del volcán Etna por la sabana africana. No sé, prefiero pensar que trató de hacer más asequible la audición para unos niños poco predispuestos a dejarse inundar por algo que no fuera la somnolencia a aquellas horas de la tarde. Pero, al margen de la mala calidad de la audición o de los errores interpretativos, para mí escuchar el Preludio a la siesta de un fauno fue una experiencia inmersiva: me sacó de aquella aula que apestaba a sudor adolescente y me sumergió en una escena propia de un documental de naturaleza... me evadí, en definitiva.
No sé cuantos centenares de veces habré vuelto a escuchar esta pieza, y siempre consigue retrotraerme a la infancia, a una época tal vez un poco más feliz, con menos inseguridades y problemas... me evado, en definitiva.
Bedrich Smetana. Imagen tomada de Wikimedia Commons.
Pero lo mejor de aquella tarde fue la curiosidad, el interés que despertó en mí, y que me llevó a buscar por mi cuenta algo más sobre Debussy y los poemas sinfónicos. Dado que en mi casa sólo se escuchaba música pop por parte de mi hermana, marchas militares por parte de mi padre y... nada por parte de mi madre, no resultó fácil investigar sobre este tipo de música culta, pero aun así conseguí encontrar más poemas sinfónicos, especialmente uno que elevó a lo más alto esa categoría musical: El Moldava de Smetana. El Moldava es una de esas obras que, en una sociedad no belicista, consiguieran aunar a la población en una idea que podría tener algo que ver con la pertenencia a un territorio (y no como se hace habitualmente, basado en chovinismo, mitos inverosímiles y patrioterismos infantiles). Es una obra sencilla pero apasionante, que describe con una rigurosidad ese río centroeuropeo hasta el punto de conocerlo sin haber estado nunca junto a sus orillas.
Y, luego, están obras apabullantes como Las Hébridas de Mendelssohn y todos los poemas sinfónicos de Liszt, verdaderas adaptaciones musicales de obras literarias. Para gente como quien escribe, que disfruta tanto de la literatura como de la música, los poemas sinfónicos constituyen una convergencia extraordinaria que nos permite disfrutar simultáneamente de dos de nuestras principales querencias.
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