Triada rusa, eso sí, muy, pero que muy diferentes entre sí.
No quiero en modo alguno denostar el trabajo de nadie. Todo tiene su mérito. Por supuesto que tiene mérito programar conciertos, nadie lo duda: hay que elegir entre un verdadero océano de autores y obras, elegir aquéllas que puedan ser fácilmente interpretadas con éxito por la orquesta en cuestión, traer (pagando la barbaridad que pidan) a solistas de primer nivel, buscar obras reconocibles para el público general sin caer en la repetición o en lo facilón, hacer todo esto con un presupuesto ajustadísimo... Vamos que respeto muchísimo las dificultades que entraña la confección de un programa. Eso sí, para el concierto diario no cabe duda de que todos acaban optando por el famoso "bocadillo" según el cual hay que poner las obras más conocidas al principio y al final (sobre todo, al final) y dejar en el medio la que menos gusta. Es como sí, haciendo un símil diplomático, todos los protocolos habidos desde la antigüedad para una cena de alto copete, protocolos que han hecho correr ríos de tinta, se limitaran al final a colocar a los invitados según la norma "chico-chica-chico-chica". Simplista y estúpido, ¿eh? Pues créanme que esto funciona en todas partes, también en los conciertos de música clásica.
En el concierto del 12 de enero en el Auditorio Miguel Delibes pusieron en práctica esta técnica del "bocadillo". Porque la distribución fue la siguiente: primero Cherepnín, obra melosa y melódica a más no poder; Shostakovich, luego hablaré de él y su afán de destruir el buen nombre de la música; y por último, Chaikovski.
Empiezo por el principio: he de reconocer que no conocía a Nikolái Cherepnín, compositor franco-ruso (huyó de su país de nacimiento y origen tras la implantación del estalinismo y se exilió definitivamente en París), quizá la huida a más amables entornos libró a Cherepnín de los sufrimientos de Shostakovich. Lo cierto es que la obra programada aquí, La Princesse Lointaine es una delicia del Romanticismo, con una frase musical dominante de una belleza apabullante. Melosa decía antes, y no lo retiro, esa obra es melosa, dulce, suave, amable... búsquese el epíteto que se quiera, es de una sencillez arrebatadoramente encantadora. Se supone que esa frase musical ambienta el perdido enamoramiento de un trovador por la belleza de la princesa Mélissinde.
Sí, así es, la obra de Cherepnín (disponible en internet para quien quiera escucharla) es como un beso en los labios. Y la de Shostakovich es como un puñetazo en esos mismos labios, inmediatamente después del beso. Esto es lo que llaman los musicólogos y demás alimañas "programación contrastante"... y ya te digo que contrasta... como que te pone al borde del infarto de miocardio... Porque el bueno de Dmitry Shostakóvich, Dios lo tenga en su gloria, o Stalin en su paraíso proletario, no sé, es uno de esos compositores de los cuales un servidor huye cual cordero el día del sacrificio de los musulmanes, el siguiente nivel es ya Arnold Schönberg, del cual un ignorante servidor considera que nunca compuso música. Y ése es el problema, que Shostakóvich fue elevado a los altares como gigante de la música, tanto que habiendo millones de melómanos que lo detestan, no se atreven a criticarlo por no parecer ignorante. Por eso decía lo de Schönberg, porque nadie se atreve a criticarlo y a decir abiertamente que lo suyo no era música, que eso de "música atonal" es un oxímoron, una contradicción en sus términos. Estoy harto de escuchar a verdaderos melómanos, que llevan decenios y decenios escuchando buena música culta, que tienen conocimientos enciclopédicos de la misma, decir, cariacontecidos, como avergonzados, que "la verdad es que yo no acabo de comprender muy bien la atonalidad". Pues claro, como que la atonalidad es la degeneración más evidente de la música, ¡que eso no es música, caramba! Bueno, voy a frenar que me caliento... De Shostakóvich no se puede decir tanto pero vamos que cuando el diario soviético "Pravda" llegó a decir que su música era "caos en lugar de música" estaba haciendo honor a su nombre, estaba diciendo la verdad.
Y, después de la angustia de Shostakóvich, la gente sale en desbandada en el intermedio, a fumar todos aquellos que no han fumado en su vida, y a tomar drogas duras el resto. Pero que nadie desespere, los ladinos que programaron este concierto han decidido que es mejor que los espectadores no cometan suicidio en masa, para ello han elegido a Chaikovski. Y con Chaikovski llega la calma, la calidad, el reencuentro con la música culta, compleja a veces pero siempre gratificante... vamos lo que veníamos a buscar. De Chaikovski no escogieron El lago de los cisnes, ni El cascanueces, ni Eugenio Onegin, ni La bella durmiente, ni siquiera la Sinfonía nº 6, no, es otra sinfonía, la nº 4, no tan conocida como la anterior, pero también de una belleza inconmensurable. Son cuatro movimientos, tan diferentes entre sí que parece que hubiera pegado obras de diferente época de composición. El primer movimiento tiene la fuerza y la rotundidad de una sinfonía del autor ruso, con un deje de melancolía que también es característico en él. El segundo tiene una frase musical redonda, sublime, un fragmento que sólo un genio como Chaikovski pudiera haber compuesto. El tercer movimiento es una especie de travesura compositiva para disfrute del público e incluso de los intérpretes: una sucesión de pizzicattos que llevan la sonrisa a cualquiera: El último movimiento es el remate perfecto, también rotundo y colosal, con su tremendo "chim-pún" final, percusión y viento metal a toda tralla. Vaya una obra para que el público se levante entusiasmado a aplaudir durante minutos y minutos, una forma de reconciliarse con la música tras la angustia del compositor anterior.