Estando abonado a los conciertos que la Orquesta Sinfónica de Castilla y León da por temporada en el Auditorio Miguel Delibes he desarrollado una costumbre que, francamente, me parece interesante: con antelación al concierto (una o dos semanas, habitualmente) busco todas las versiones posibles de las obras que habré de escuchar días después, distintas orquestas, distintos directores... A mis cincuenta y pocos años ya tengo una discoteca clásica bastante amplia, con lo que, las obras más señeras, las tengo en interpretaciones de la Filarmónica de Berlín, la Sinfónica de Londres, la Concertgebouw de Ámsterdam, la Filarmónica de Viena... o dirigidas por Von Karajan, Leonard Bernstein, Claudio Abbado, Furtwängler o Barenboim; pero, milagros de la era moderna, también se puede encontrar interpretaciones decentes (otra cosa es la calidad de la grabación, claro) en YouTube. En fin, no es lo mismo escuchar una buena copia en un equipo de alta fidelidad que escucharlo en un ordenador en algo subido a Internet, pero qué se le va a hacer. En cualquier caso, con esta costumbre mía, voy escuchando los días previos al concierto esas obras y llego al concierto mucho más ávido de valorar la interpretación que hace la OSCYL, la dirección de Thierry Fischer o los solistas en cuestión. Bien, evidentemente había escuchado hasta la saciedad a Wagner y a Debussy (especialmente a este último, uno de mis predilectos de la música Romántica), pero no conocía a Boyle ni a Dutilleux (buena cosa por otro lado, ya he aprendido algo).
De la compositora irlandesa Ina Boyle (1889-1967) no pude encontrar la obra que se representó ayer, no tenía yo nada, no encontré nada en la Biblioteca de Castilla y León (que tiene, por cierto, un más que aceptable fondo), ni siquiera en la mencionada YouTube. En esta página de Internet sí hay varias obras suyas con una calidad sonora entre regular y mala, pero que servía para hacerse una idea del estilo de la compositora en cuestión. Pude escuchar obras de un clarísimo tono romántico, con un lirismo en las melodías que recuerda a Edward Elgar. La obra elegida ayer, "A Sea Poem (Un poema marítimo)" es ejemplo claro de lo anterior, con una deuda evidente de los llamados "Poemas sinfónicos" de los cuales, Debussy o Smetana fueron grandes maestros. Es, en todo caso, una obra amable, con frases musicales fácilmente reconocibles y efectivas, que recuerdan los vaivenes del mar, que consigue materializar sonoramente con eficiencia.
Porque, a continuación, mis queridos amigos, tocaba una obra de Henri Dutilleux. De este autor no tengo nada en mi discoteca particular... Y no voy a tener en un futuro. Bien, Dutilleux pasa por ser discípulo aventajado del maravilloso Claude Debussy. Eso sí, no se quedó en el estilo de su maestro (cosa que quizá sí se podría achacar a Boyle). Dutilleux siguió evolucionando como evolucionó la música culta en el siglo XX en Europa, con la atonalidad por bandera. No llegará a los niveles de Arnold Schönberg, pero... Ayer la OSCYL dirigida por Fischer y con el violonchelista canadiense Jean-Guihen Queyras como solista interpretó "Tout un monde lointain...(Todo un mundo lejano...)", un concierto para violonchelo y orquesta, y qué puedo decir... Pues, hombre, puedo decir que es una obra extraordinaria para el lucimiento del violonchelo solista, capaz de sacar del instrumento sonidos que uno no tenía muy claro que lo podía sacar un ser humano a un pedazo de madera y cuerdas, al menos en las condiciones de gravedad y atmósfera del planeta Tierra. ¡Vamos, que no me gustó Dutilleux! Creo haberlo escrito con anterioridad: no tengo claro que la expresión "música atonal" no sea un oxímoron, la tonalidad es necesaria para, junto con el ritmo, crear esa melodía reconocible que puede hacernos experimentar mil y un sentimiento que nos eleve de nuestra existencia anodina. Pues eso, no me gusta la música atonal y, a juzgar por la intensidad de los aplausos, tampoco al conjunto del auditorio. Eso sí, el solista tuvo a bien regalarnos una Sarabande de Bach que nos reconcilió con ese bellísimo instrumento, capaz de expresar las más elevadas emociones que es el violonchelo.
Después del descanso, nada menos que la Entrada de los dioses al Valhalla de El oro del Rin, de Richard Wagner. Obra que todo el mundo ha escuchado centenares de veces, aunque sea en películas. Aquí he de hacer una consideración que creo haber hecho notar en alguna ocasión: el efecto perjudicial que tiene escuchar las excelentes versiones de la Deutsche Grammophon, Decca, EMI u otros sellos discográficos, en buenos reproductores de alta fidelidad y, habitualmente, con buenos auriculares. ¿Por qué? ¿Qué pasa? Pues, hombre, pasa, que si yo estoy acostumbrado a escuchar El oro del Rin en casa con un más que aceptable equipo de alta fidelidad, con buenos auriculares, interpretado, por ejemplo, por la Filarmónica de Berlín, dirigida por Von Karajan, y sobre todo, con una espectacular ecualización de la obra, voy a sentir que los dioses nórdicos me acompañan al Valhalla, voy a ser uno de ellos, las melodías espectaculares del viento-metal me van a envolver, voy a sentir los golpes de percusión como si fueran mis latidos... En definitiva, que con esa ecualización tan envolvente y con esa buena reproducción voy a sentir la música como una inmersión brutal. Eso y, claro está, mi sensibilidad musical, va a hacer de esa audición una experiencia abrumadora. ¿Y ayer en el auditorio? Hombre, la OSCYL y Thierry Fischer dieron el cien por cien de su capacidad, no me cabe duda, pero comparando no salen muy bien parados. Esa es mi queja, un tanto estúpida, lo sé, pero estamos tan acostumbrado(los melómanos, quiero decir, no los quinceañeros que usan como reproductor un teléfono móvil) a esas grabaciones ecualizadas de una forma tan espectacular, que luego, en la interpretación en vivo, todo parece mucho más plano, menos impactante.
En fin, para terminar el concierto de ayer se eligió El mar, de Claude Debussy, un poema sinfónico extraordinario que, supongo, todo el mundo ha escuchado también hasta el hartazgo. No sé si la programación de la OSCYL quiso abrir y cerrar el concierto con referencias románticas al mar, pero si fue así fue un pleno acierto. La obra de Debussy es de un poder evocador impresionante. Viviendo a más de doscientos kilómetros del líquido elemento uno se sintió como vapuleado en un pequeño bote por la fuerza y majestuosidad del océano. Eso echo en cara a la música atonal: que no transmite nada, no evoca ni recuerda nada... Afortunadamente siempre nos quedará Claude Debussy...