martes, 10 de octubre de 2023

"San Manuel Bueno, mártir", de Miguel de Unamuno.

  Leí este relato ("nivola" en vocabulario del autor vasco) a mis quince años, exigencias del entonces llamado B.U.P. (Bachillerato unificado polivalente, ¡ahí es nada la estupidez del nombre!), hoy, lo releo después de que lo haya leído mi hijo, también por exigencias del Bachillerato. El ciclo de la vida, que se va cerrando. Y fue precisamente a esos quince años míos cuando degusté por primera vez a la Generación del 98. Los Unamuno, Azorín, Baroja, Valle-Inclán y Machado calaron profundamente en aquella mente juvenil; su modo de ver el mundo, con un sentimiento trágico, un pesimismo existencial que se adecuaba bien al carácter un tanto pusilánime y apocado de aquel chaval al que todo le parecía duro e inabarcable, todo salvo la lectura, que era un reducto cómodo y amable.
 Y sí, recordaba bien tanto el argumento como, mucho más importante, los temas puramente unamunianos que ocupan el relato. Entre estos últimos están la fe, una fe enfrentada a la razón, débil, balbuciente, incluso en un cura que ha de ser bastión del cristianismo; la concepción trágica de la vida, el "valle de lágrimas", el pecado de todos los hombres no es otro que el de haber nacido; y también, como otros noventayochistas, el realce de la España interior, especialmente la rural (aunque se cambian nombres, la acción se da en San Martín de Castañeda, junto al Lago de Sanabria), de esa España que parecía (y hoy también lo sigue pareciendo) olvidada, pero que contenía la esencia de ese hispanismo sufriente y ensimismado.
 El argumento, por su parte, es sencillo: Ángela Carballino, habitante del ficticio pueblo de Valverde de Lucerna, transcribe sus recuerdos del cura párroco don Manuel Bueno, asceta donde los haya pero que, aparentemente, sufría crisis de fe en grado sumo. Su hermano Lázaro vuelve de América convertido a los nuevos tiempos, abjurando del Viejo Mundo, de sus tradiciones pacatas y zafias, pero al conocer a don Manuel cambia por completo; en largos paseos, Manuel y Lázaro intercambian pareceres, llevando la voz cantante el cura, que convence al indiano de la necesidad de mantener en la fe más plana a la población, no por conseguir nada de ellos sino para evitar que sufran, para que se mantengan en una bendita ignorancia que les de una esperanza con el que sobrellevar su mísera vida. Por supuesto, queda claro que Manuel ha perdido la fe, pero aún así quiere evitar ese sufrimiento a los aldeanos. Tan fuerte es la decisión del cura que el pueblo entero se revitaliza en esa fe tradicional y superficial y, tras la muerte del párroco, éste será tenido en cuenta para un proceso de beatificación.
 Por otro lado, Unamuno elige los nombres de sus personajes al azar. Manuel, que proviene del nombre Emmanuel, significa, ya se sabe, "Dios con nosotros"; es, probablemente, una pequeña burla del escritor vasco, pues precisamente lo que le falta al cura es que Dios esté con él, un Dios en el que ni siquiera cree. Ángela, mejor en masculino, Ángel significa mensajero; efectivamente, Ángela Carballino será la mensajera que nos muestre al cura y sus crisis existenciales, pues es ella quien escribe sus memorias. De Lázaro hay menos dudas aún, es Lázaro el resucitado, el convertido, alguien que venía del ateísmo militante pero que acaba viendo la conveniencia de que los sencillos pueblerinos crean en la fe de sus padres con la misma falta de profundidad que sus antepasados.
 Es, claro, una obra característica de Unamuno y de la Generación del 98. Su cortedad y sencillez facilitan la lectura a chicos estudiantes de Bachillerato, de hoy y de hace cuarenta años. Me alegro de que su lectura siga en el currículo de Lengua y literatura española.

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