domingo, 16 de febrero de 2025

"Justicia", de Friedrich Dürrenmatt.

  ¡Qué mala idea es aceptar recomendaciones en lo referente a lecturas! Al menos cuando uno tiene cincuenta y tantos años, es lector asiduo desde hace más de cuarenta y tiene una biblioteca propia de casi dos mil libros. Sí, es un error aceptar recomendaciones. No quiero ser pretencioso, sé que me dejo muchas cosas en el tintero, sé que, por ejemplo, mi manía de no leer nada contemporáneo me está privando de conocer autores valiosos e interesantes, pero, habiendo tanta calidad en lo pretérito, ¿para qué arriesgarme? Porque tengo claro que en los últimos decenios, la industria editorial es tan potente que lanza al estrellato a mediocres "juntaletras", generalmente ya famosos, tales como presentadores de televisión, personalidades destacadas... gentuza, en definitiva, que quieren dar algo de lustre cultural a su lamentable periplo vital.
 Bien, toda la parrafada anterior, un tanto agresiva, me temo, viene a cuento porque he sufrido una desilusión supina con un autor que, según parece, es muy conocido y admirado en toda Europa. El fulano en cuestión se llama Friedrich Dürrenmatt, fue un escritor suizo especializado en novela policíaca (esto ya debía haberme alertado, pues no soporto la llamada "novela negra") y vendió miles de ejemplares de sus novelas en las últimas décadas del pasado siglo. El consejo me lo dio la misma persona que me recomendó a Leonardo Sciascia, también autor de novelas policiacas, pero que me pareció de bastante calidad. Bueno, ahora he acabado de leer (con muchísimo esfuerzo, he de reconocer) Justicia, de Dürrenmatt, y me ha parecido francamente infumable.
 De Justicia no me ha gustado nada, ni el argumento, ni los temas tratados, ni la forma en que está escrita. Con respecto a esto último, a la forma, me parece una novela totalmente deslavazada, sin estructura, con una prosa pretenciosa y artificial que no consigue elevarse sobre el nivel que usaría un mal estudiante de bachillerato. Es evidente que, sobre todo en este subgénero de narrativa, las analepsis y prolepsis son necesarias para narrar hechos del pasado desde el presente, pero Dürrenmatt lo hace tan mal que no se sabe a ciencia cierta en qué momento de la narración se encuentra uno. La prosa, como decía antes, está artificialmente hinchada, resultando artificiosa y afectada. Los personajes son marginales a más no poder, que no lo critico, es muy frecuente en la literatura de las últimas décadas, pero a mí me sigue resultando incómodo leer en primera persona la vida de un alcohólico, aficionado a las prostitutas y finalmente, suicida, aunque ya sé que esto da mucho morbo a ciertos lectores. A mí, no, ninguno.
 El argumento se basa en un asesinato que no es tal como se ha contado en sede judicial. Un consejero cantonal (se supone que equivalente a un ministro o consejero autonómico aquí) ha entrado, aparentemente, en un restaurante y ha descerrajado un par de tiros a un famoso profesor universitario. El tal consejero cantonal encarga a un abogado marginal en situación de total abandono profesional y personal, el que narra todo en primera persona, Spät, para que demuestre que él no es el asesino, aunque se hubiese "autoinculpado" en el juicio. De ahí en adelante todo es un desbarrar en ámbitos marginales del abogado en cuestión, hasta descubrir la verdad. Es curioso, pero, según leo este breve resumen del argumento (que es semejante al de la contraportada del libro) parece incluso prometedor, pero puedo asegurar que está tan mal narrado que no lo es, convirtiéndose todo en una lectura farragosa y sin interés.
 Con respecto a los temas, Dürrenmatt toca algo de la sociedad suiza en su novela, especialmente los estereotipos nacionales más manidos, como ése que todos hemos escuchado según el cual Suiza es un Estado policial auspiciado por sus propios ciudadanos, o que los suizos tienen como motivo fundamental de su vida ganar dinero sin interesarse lo más mínimo por lo que pasa fuera de sus fronteras.
 En fin, creo que es una de las peores novelas que he leído en los últimos tiempos. Si he conseguido acabarla es porque apenas son más de doscientas páginas y por el afán de encontrar algo que la salve. No lo he encontrado. No recomiendo la lectura de esta novela ni de este autor.

sábado, 15 de febrero de 2025

Inciso musical: noveno concierto de abono de la temporada 24-25 de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, dirigida por Hugh Wolff. Obras de Lena Frank, Shostakóvich y Sibelius.

  Ayer la OSCyL estuvo dirigida por el francés de origen estadounidense Hugh Wolf, mientras que la interpretación solista estuvo a cargo del israelí de origen ucraniano Vadim Gluzman. Las obras representadas, una vez más, notablemente contrastantes, fueron desde la contemporaneidad étnica de Gabriela Lena Frank, pasando por el vanguardismo "personalísimo" de Shostakóvich, hasta el postromantticismo de Sibelius.
 El mestizaje cultural es, claro está, beneficioso en cuanto a la creación de nuevas formas y estilos. Y muchas veces, ese mestizaje cultural se fomenta por el puro mestizaje biológico. Ese es el caso de Gabriela Lena Frank, quien, siendo estadounidense de nacimiento y crianza, tiene antecedentes lituano-judíos por su padre y peruano-chinos por su madre, ¡ahí es nada la mezcla! Tanto es así, que es considerada una suerte de "antropóloga musical", buscando raíces musicales especialmente por Latinoamérica y experimentando con ellas. La obra representada ayer en el auditorio Miguel Delibes, Escaramuza, está inspirada en una danza atávica de los campesinos peruanos, elevada al rango de música culta por una instrumentación que recae exclusivamente en las cuerdas y la percusión. Nada menos que cinco músicos de percusión indica la fortaleza rítmica de la obra, que se puede comprender con un inicio y final con solos de bombo. Así pues, es una "danza tribal vertiginosa y siniestra" que plasma una celebración religiosa local. Su belleza melódica es discutible, pero su fuerza rítmica no, siendo ésta la principal característica de la obra. Un plato picante para comenzar el concierto de ayer.
 Después tocó el turno de Dmitri Shostakóvich, un autor amado y odiado a partes iguales, y no sólo en nuestros días, también por las autoridades de su sufrido país en su época. Porque, de todos es bien sabido, el bueno de Shostakóvich pasó por brutales altibajos a lo largo de su vida, desde la admiración absoluta de los gerifaltes soviéticos y su promoción como héroe patriótico, hasta la denuncia y amenaza con acabar en un gulag. En fin, la Unión Soviética es lo que tenía, sensibilidad y respetos a los derechos humanos no eran su fuerte. En todo caso, para ser justo, hay que admitir que en toda época los compositores pasaron por distintos avatares que supusieron adversidades notables en sus capacidades creativas, pero tanto como estar amenazado de muerte por el propio Estado... eso ya era casi exclusivo del régimen soviético. En fin, lo cierto es que los vaivenes compositivos de Dmitri Shostakóvich no se sustrajeron a estas fluctuaciones políticas, modificando artificiosamente su estilo. Esto es especialmente notable en tiempos de Stalin, cuando cualquiera podía perder la vida por un "quítame allá esas pajas", incluso aunque uno fuera un aclamado compositor. Afortunadamente, la obra interpretada ayer, el Concierto para violín y orquesta nº 2 en Do sostenido menor, opus 129, fue escrita en 1967, cuando el tirano georgiano había muerto. Obviamente, todo "concierto para..." supone un ejercicio de glorificación del instrumento y del instrumentista en concreto, pero este concierto lo es más aún, pues el propio Shostakóvich lo compuso para su amigo el violinista Isaak Gilkman. Es, pues, una obra para la glorificación del virtuosismo del violinista, papel que ayer Vadim Gluzman cumplió más que sobradamente. El estilo desgarrado y obsesivo del ruso también forman parte de las melodías del concierto para violín y orquesta nº2, opus 129, así como las melodías de origen popular judío, a las cuales era muy aficionado. No es fácil de digerir, como todo lo de Shostakóvich, pero es un espectáculo ver y escuchar los esfuerzos del violín solista para adecuarse a la exigente partitura.
 Y nada más contrastante tras Shostakóvich que la Sinfonía nº 2 en re mayor, opus 43 de Jean Sibelius. Es ésta una obra melódica, poco rítmica, con entonaciones dulces y amables, en absoluto discordantes. Se inicia con un Allegretto que contiene esa melodía con un tono "desenfadado y pastoral" que lo reconcilia a uno con la existencia, algo así como la Sexta sinfonía de Beethoven; continúa con el movimiento más sombrío y dramático de la obra, tempo que el propio Sibelius consideró que reflejaba la dura dominación rusa de su país, Finlandia, tanto es así que en ese país nórdico la obra fue rebautizada como la "Sinfonía de la independencia"; prosigue con un scherzo vigoroso; para acabar con un Allegro moderato que propone el discurso triunfal y majestuoso. En toda la obra, el oboe tiene un papel preponderante, especialmente en ese tema desenfadado al que hacía alusión antes. Es, en conjunto, una obra amable pero no exenta de fuerza y vigor, ejemplo claro de lo que una sinfonía debe ser, y las obras que más gusta escuchar en un auditorio sinfónico, con toda la orquesta dando el do de pecho, un verdadero espectáculo.

martes, 11 de febrero de 2025

"En el país de jauja", de Heinrich Mann.

  Al terminar de leer esta excelente novela me han venido dos cosas a la cabeza: una, la injusticia que supone que un familiar cercano eclipse el talento de otro, en este caso el de su hermano, el premio Nobel, Thomas Mann; otra, la desgracia que supone que extraordinarios autores como Heinrich Mann pasen al olvido, así, mientras sus obras quedan descatalogadas y son casi imposible de encontrar la industria editorial sigue pujante y publicando basura a troche y moche. En realidad, las dos ideas están relacionadas, pues de Thomas Mann podemos encontrar en las librerías casi toda su obra, al menos lo más señero; tal vez venda poco, pero se lo puede leer. Por el contrario, Heinrich Mann ha pasado al olvido y muchas de sus novelas no serán vueltas a publicar jamás, al menos en otras lenguas diferentes del alemán. Es lamentable porque no hay un salto cualitativo tan grande entre ambos hermanos. Creo haber expresado por activa y por pasiva mi admiración hacia Thomas Mann, su prosa lenta que describe con minuciosidad personajes y ambientes, como un verdadero notario de la sociedad de su época, anticipando los conflictos sociales que acaecerían pocos decenios después. Pero, leyendo a Heinrich se encuentra uno con todo eso y en la misma calidad; se podría, incluso, asemejar su obra tanto que si no se hiciese caso a los diferentes nombres, podría pasar por obra de un solo autor. Eso me lleva a ese viejo pensamiento mío según el cual, o estos grandes premios, el Nobel por excelencia, son merecidos por muchos más o es muy injusto su reparto.
 Bien, sea como sea, he conseguido una copia de En el país de jauja, cuyo título original es "Im Schlaraffenland", que se traduciría literalmente como "En la tierra de la leche y la miel", es decir, "En la tierra de la abundancia". El título finalmente elegido hace honor perfectamente a lo que Mann quería decir, pero quizá es muy coyuntural. Hoy en día, pocos jóvenes utilizarían esa expresión popular tan común generaciones atrás de "esto es jauja", con lo que quizá haya quedado un tanto pasada de moda. Se entiende en todo caso y transmite esa sensación de una vida de plenitud y abundancia, de lujo y desenfreno en la que temporalmente vive el protagonista principal.
  El argumento de esta novela es, grosso modo, el siguiente: un joven renano, Andreas Zumsee, llega a Berlín con la ambición de llegar a ser escritor de éxito, para lo cual buscará un puesto de redactor en un periódico local. Esa pretensión choca con la cruda realidad al encontrarse con mil puertas cerradas, multitud de jóvenes aspirantes en su misma situación y el desprecio de los directores de esos periódicos, hartos de tanto joven ingenuo que viene de provincias con grandes anhelos y nula capacidad. Así, pues, Andreas es rechazado y expulsado de ese mundo profesional. Sin embargo, alguien le recomienda la influencia que podría proporcionarle un banquero, muy activo en el ámbito social, llamado Türkheimer, de evidente origen judío, por cierto. Andreas, ni corto ni perezoso, buscando cumplir aquel refrán que reza algo así como "quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija", se presenta con su facha de joven pobre y voluntarioso en casa del banquero. Y a partir de ahí, todo cambia...
 El joven Andreas Zumsee cae en gracia a los Türkheimer, mejor dicho, a ella, a Adelheid, quien tiene por costumbre buscar jóvenes a los que proteger y promover a cambio de que la sigan haciendo creer que ella es joven y apetecible, vamos, que lo convierte en su amante. Así, la cuarentona Adelheid Türkheimer toma como favorito a Andreas, lo saca del arroyo, lo viste lujosamente, le pone en contacto con la mejor sociedad berlinesa, le proporciona un lujoso piso en la mejor zona de la ciudad y lo promociona como autor teatral. Así, Andreas llega a tocar el cielo con sus manos. No solamente es escritor de éxito, sino que llega a escribir obras teatrales que serán representadas con gran éxito de público y de crítica en los más importantes teatros del país. Obviamente, los Türkheimer están detrás de todo ello. Detrás de las finanzas de Zumsee también está el banquero, quien aconseja su entrada en bolsa con los mejores consejos de quien está acostumbrado a ganar siempre. De ese modo, Andreas Zumsee vive en el país de jauja, todo le sonríe, éxito personal, profesional, es envidado por todos... Pero, claro, todo tiene un fin.
 Y el fin viene de las veleidades del joven Zumsee, que, siendo el protegido de los Tükheimer, no entiende que no ha de morder la mano del que lo alimenta. El banquero, al igual que su mujer, también tiene su "amiguita", una joven humilde a la que "pone" una lujosa villa y regala vestidos y caprichos sin fin. Pues bien, esta chica y Andreas cometen el gravísimo error de convertirse en amantes, peor aún, lo hacen a la vista de todos, dejando en ridículo a los Türkheimer. Y esto no puede quedar así. Toda la sociedad sabe que los Türkheimer tienen sus respectivos "protegidos", pero hasta ahora se había mantenido en secreto y con discreción, ahora la evidencia lo ha convertido en escándalo. La influencia del banquero herido en su dignidad hace que Andreas Zumsee sea desposeído de todo: de la noche a la mañana la alta sociedad berlinesa no acepta más al joven advenedizo, las acciones de bolsa no hacen más que perder, sus obras de teatro no vuelven a ser representadas... Cae de nuevo al arroyo. Algo semejante ocurre con ella, con la joven amante del banquero, es desposeída de su villa, debido a las grandes deudas que contraía sin control alguno, y es expulsada de la "buena sociedad". El castigo que les impone Türkheimer será, al final, semejante al de Sísifo, pues les condena a llevar vidas rutinarias de trabajo y precariedad, la vida que les habría tocado en suerte si no hubiera sido por ellos: Andreas y la pequeña Matzke (la ex-amante del banquero) se casarán entre sí, él obtendrá un humilde empleo de redactor en un periódico local y ella se convertirá en ama de casa.
Heinrich Mann. Imagen tomada de Wikimedia Commons
 El argumento es, pues, interesante y tiene mordiente social más que de sobra, pero lo mejor es la genialidad narrativa de Heinrich Mann, cómo muestra la llegada del chico a la gran capital, sus primeras desilusiones, el trato con los grandes de esa sociedad, su imparable ascenso social, el éxito absoluto, y la caída de nuevo al punto de partida. En apenas poco más de trescientas páginas, Mann hace un retrato fidedigno de la sociedad de su momento, con sus miserias, sus hipocresías, sus falsedades y su oropel. Esta novela no desmerece en nada a las grandes narraciones de su hermano Thomas, tiene tan excelente descripción psicológica de los personajes como La montaña mágica o La muerte en Venecia. Como decía antes, es lamentable que autores tan excelentes como Heinrich Mann hayan quedado arrumbados por éxitos fraternos y por la desidia editorial que prefiere publicar novelas sin interés.