6 – Paco Largo
Las imaginarias de garita, eso era lo que más
detestaba. Las patrullas por Denia y su término municipal, las
tareas auxiliares en el control de alcoholemia, la escolta en el
transporte de detenidos hasta los Juzgados de Alicante... todo lo
llevaba bien, menos hacer guardias de garita. El guardia civil
Francisco Largo reflexionaba así, aburrido como estaba de la tediosa
imaginaria. ¿A qué tanta seguridad? -se preguntaba- La posibilidad
de un atentado o un robo de armas era escasa. Estábamos en el año
1967, la única hostilidad hacia el Régimen, hasta el momento, era
el de los maquis, que habían sido eliminados hace tiempo de la zona
más cercana a Denia, el Maestrazgo. Pero allí estaba Paco, como
todos le llamaban, haciendo frente al húmedo relente de la brisa
marina, él, que, nacido en una pequeña pedanía toledana, no había
visto el mar hasta que llegó al destino.
Paco Largo era un típico guardia civil de los años
sesenta: Había dejado su pueblo, Casasnuevas, tan pronto como supo
que sería admitido en la Escala de Cabos y Guardias del Colegio de
Guardias Jóvenes “Duque de Ahumada” de Valdemoro. La disciplina
y el prestigio de la Benemérita le atraían, pero también trataba
de huir de la miseria que rodeó su infancia y los maltratos de un
padre brutal y alcoholizado. Sabía leer y escribir, pero cometía
demasiadas faltas ortográficas y leía demasiado despacio, casi
silabeando, como para poder ascender a Guardia Civil de Primera;
esto, sin duda, le frustraba en extremo. Lamentaba haber abandonado
tan pronto la escuela, para iniciar sus correrías de pillo por su
comarca; fue entonces cuando las palizas que le propinaba su padre se
hicieron más frecuentes, casi diarias. La dureza de la vida en la
Guardia Civil se le antojaban un dulce descanso, comparado con su
existencia en aquella desestructurada familia. Estando en el Colegio
de Guardias Jóvenes tuvo que casarse de forma apresurada con su
novia de siempre, Concha, natural de la limítrofe localidad de
Layos, cuando aquella había quedado encinta del que sería su primer
hijo, Francisco; luego llegaría la niña, Pilar, y su vida entraría
en una rutina de trabajo y familia que le angustiaba sobremanera.
Poco a poco había empezado a beber; en el ambiente castrense no
parecía estar mal visto tomar unas cuantas copas de más, y él
parecía tener cierta propensión hereditaria al alcoholismo, con lo
que, sin darse cuenta, empezaba a estar borracho noche sí, noche
también. Tenía lo que se llama “mal beber”, esto es, se le
agriaba el carácter con el alcohol, y lo pagaba con la mujer y los
chicos, que ya temían su vuelta tras pasar por el bar.
- ¡Paco, ya estoy aquí! Ha llegado tu relevo. - Su compañero, el guardia civil Miguel Ayuso, entraba en la garita.
- ¡Ya era hora! Tengo los pies que no sé si son míos o del vecino...
- ¡Hala! Vete a casa y deja de quejarte, que estás siempre igual.
- ¿Y para qué me voy a ir a casa si tengo patrulla a las diez? ¡Maldita sea mi suerte!
- Tranquilo, Paco. Vete a casa que te esperan Concha y los chicos...
- ¡Bah! Voy a ver si encuentro un bar abierto...
Así hizo. Dejó las armas reglamentarias en el pequeño
arsenal de la casa-cuartel; se cambió con sus ropas de civil,
siempre humildes, recuerdo, quizá, de su pasado; y salió a la busca
de un bar abierto a aquella intempestiva hora. Lo encontró. Aguardó
a la llegada del día entre copas de coñac y se despidió de aquel
antro con un café, por aquello del aliento...
- ¡Paco, hijo! ¿Dónde has estado? ¿No salías de guardia a las seis? - Concha preguntaba retóricamente, conocía demasiado a “su Paco” para saber que venía del bar.
- ¡Bah! ¡Déjame en paz!
Mientras ella arreglaba a los niños para llevarlos al
colegio, Paco se echó en la cama, apenas le quedaba una hora para
volver a ponerse en uniforme.