martes, 15 de febrero de 2022

Forges, siempre Forges...

 

Imagen tomada del sitio www.forges.com

"La felicidad del lobo", de Paolo Cognetti.

  Quinta novela de Cognetti que leo (todas las que se han traducido al castellano): Las ocho montañas, Sin llegar nunca a la cima, Nueva York es una ciudad sin cortinas, El muchacho silvestre y ésta. Salvo la de Nueva York, todas muy parecidas... pero muy, muy parecidas. Alguien mal intencionado podría decir que el italiano tiene unos temas principales (la soledad, la búsqueda de uno mismo y la montaña) que repite una y otra vez enfocándolos desde puntos distintos o, mejor dicho, desde tiempos distintos (en su infancia, en su juventud y en su madurez). No quiero ser injusto con Paolo Cognetti, es un buen escritor, con una voz clara y personal (y eso es muy difícil de conseguir) que transmuta en una prosa cristalina, directa y sin artificios. Haciendo un símil montañero, su narrativa es como un fresco arroyo de montaña: lozano, natural, vivificador... Pero también es verdad que temo que se esté agotando. Temo, incluso, que la editorial (Einaudi en su país y Penguin Random House en el nuestro) esté alargando el "fenómeno Cognetti" como el chicle por mero interés económico. Caso de ser así (espero equivocarme) no cabe esperar mucho más. En todo caso, de momento se puede pasar una agradable tarde leyendo esta novela: La felicidad del lobo.
 Argumento de La felicidad del lobo: Fausto (evidente álter ego del escritor) es un cuarentón, escritor diletante que huye de un parón creativo y del fracaso de una relación de pareja poniendo rumbo a la alta montaña alpina (concretamente a las faldas del Monte Rosa, en una ficticia aldea que bautiza como Fontana Fredda). Allí trabaja como cocinero en un pequeño restaurante abierto en temporada de esquí, a la vez que establece relaciones peculiares con los habitantes temporales y permanentes de la montaña. 
 Como decía antes, en realidad el tema principal es la búsqueda de la soledad y la tranquilidad en la montaña para encontrarse a sí mismo, huyendo del barullo de la gran urbe que acaba por comerse la voz propia con tanto griterío. Los parecidos con Las ocho montañas, la novela que dio a conocer en toda Europa a Cognetti y por la que recibió el Premio Strega de 2017 y el Prix Médicis Étranger, son evidentes no sólo en la ambientación y temática sino también en la estructura. En Las ocho montañas el protagonista tenía un amigo que era la "voz humana del bosque", aquí en La felicidad del lobo es Santorso, un antiguo guardia forestal que enseña a Fausto los secretos de la montaña; en Las ocho montañas el protagonista se refugia en la cabaña de alzada, en La felicidad del lobo se refugia en la cocina de ese restaurante de montaña; en Las ocho montañas el protagonista afronta la relación nunca fácil con su padre, en La felicidad del lobo es la relación de pareja la que naufraga... Todo muy semejante, ya digo.
 Otro aspecto interesante que también se aprecia en otras novelas de Cognetti es la tendencia a la metaliteratura. En la novela en cuestión, el restaurante en el que trabaja es el "Festín de Babette", como el excelente cuento de Karen Blixen, aquella autora de Memorias de África; también recurre con frecuencia a Jack London, referencia evidente de alguien que trata de retornar a la naturaleza; menciona a Mario Rigoni Stern y su El sargento en la nieve y a Hemingway.
 En definitiva, una pequeña novela bien pergeñada, entrañable y sin grandes complicaciones, que promueve las virtudes humanas (que no son ajenas a otras especies animales) como el compañerismo, el amor, el sacrificio y el perdón. Pero eso sí, sin mojigaterías ni moralinas. Tal vez Paolo Cognetti se esté agotando como escritor o, al menos, sus novelas tengan demasiadas cosas en común, pero todavía merece la pena dedicar un par de tardes a oxigenarse con el aire fresco de los Alpes.

viernes, 11 de febrero de 2022

"El custodio", de Anthony Trollope.

  Creía conocer sobradamente la literatura victoriana habiendo leído lo más granado de Dickens, Henry James, Ann Radcliffe, Thackeray, Elizabeth Gaskell, Jane Austen, George Eliot, Thomas Hardy o las hermanas Brontë, por no hablar de las narrativa de aventuras de los también victorianos Stevenson o Conrad, y hete aquí que estaba dejando de lado uno de los grandes, coetáneo de todos ellos, con tanto éxito en su época como el que más y cuya narrativa ha perdurado como canónica hasta la actualidad: Anthony Trollope.
 Trollope era, por ejemplo, tres años más joven que Dickens, aunque le superó más de doce a su muerte; tuvo con el inmortal autor de Oliver Twist sus más y sus menos, probablemente más por las pequeñas rencillas de dos gigantes para los cuales la cima del éxito se hace muy estrecha para acomodar a los dos que a verdaderas diferencias en el estilo. En este último aspecto, la novela de Trollope parece ser mucho más próxima al Realismo que la de Dickens, que guarda todavía mucho poso del Romanticismo de finales del XVIII. Así, las novelas de Dickens gustan de un sentimentalismo del que abjura Trollope, que describe de forma más "realista" las situaciones vitales sin que la idealización o moralización  se evidencie; por otro lado, en muchos relatos, Dickens gusta de narrar hechos fantásticos o fantasmagóricos, aspecto que no parece interesar a Trollope... En fin, todo es relativo, porque Dickens acabará por ser uno de los adalides del Realismo, y, sin embargo, se aclara esta cuestión cuando Trollope en el capítulo XV de El custodio satiriza a Dickens, llamándole "señor Sentimiento Popular" y haciéndole autor ficticio de la novela que se está leyendo y llegando a la conclusión de que la titularía "Hospicio" y acabaría siendo algo sentimentaloide y estereotipado... ¡Vamos, que llama sensiblero y sensacionalista a Charles Dickens! Un auténtico lujo esta digresión de Trollope que podría entrar en lo que recientemente se ha dado en llamar "metaliteratura", la literatura que habla de literatura.
 Argumento general de El custodio: en una ficticia ciudad del oeste de Inglaterra, Barchester, menos desarrollada económicamente que las del sur y norte, pero con una presencia más potente de la Iglesia Anglicana, transcurre la última parte de la vida de Septimus Harding, párroco de una pequeña comunidad, chantre (encargado del coro de la catedral) y custodio de un pequeño asilo. Este custodio o administrador tiene entre sus asilados a ancianos relacionados en un pasado con la iglesia: sacristanes, sepultureros, jardineros... que ya no tienen familia y no pueden mantenerse por sí mismos; los ancianos son cuidados y mantenidos de forma sobria pero digna. Dicha institución benéfica fue creada siglos atrás por un tal John Hiram, que legó a la Iglesia de Inglaterra tierras y casas además del propio edificio que sirve como asilo. Parece ser que la herencia de Hiram ha generado, con el paso del tiempo, pingües beneficios que, aunque la herencia dictamina que debían ser repartidos entre los necesitados, la Iglesia ha decidido donar en exclusiva al custodio de turno, en la época, el tal Harding. Septimus Harding es en la época de la narración un hombre de unos sesenta años, humilde y sencillo, más dado a las labores musicales que a las pastorales, pero que medró notablemente cuando su hija mayor (tiene dos, siendo viudo en ese presente) casa con el hijo del obispo local, que es arcediano (dignidad del cabildo catedralicio). Las buenas relaciones con tan altas esferas le promueven al cargo de custodio, sencillo en extremo pero con una sustanciosa paga anual. Por otro lado, un tal John Bold, casualmente prometido de la hija menor del custodio, indaga sobre el supuesto uso ilícito del dinero que habría de destinarse en exclusiva a los pobres por su futuro suegro; en un cierto momento la cuestión se oficializa cuando interpone un pleito ante el Tribunal Supremo del país para aclarar todos los extremos.
 Y de esa manera se embrolla todo hasta límites insospechados, de una forma que, viviendo en este mundo con los ojos abiertos, se ve, desgraciadamente, muy a menudo. El custodio es todo ingenuidad (tal vez, también estupidez) pero bienintencionada; el arcediano es un ave de rapiña de esas que tanto abundan en los estratos más altos de cualquier Iglesia, todo ambición mundana, nada de espiritualidad, todo autoritarismo judicial...

 Anthony Trollope pergeña, pues, una fracción de la sociedad de esa Inglaterra del siglo XIX, pero fuera de esas coordenadas espaciotemporales, crea personajes redondos, extraordinariamente delineados en su psicología que son propios de la especie humana de cualquier época y lugar. La evolución del pensamiento de los personajes (sobre todo los de Harding y Bold) les dota de una redondez excepcional, haciendo verosímil toda la trama.
 Aparte del exquisito capítulo XV en el que satiriza a su colega Dickens (¡señor Sentimiento Popular! Cada vez que me acuerdo del nombre me cuesta reprimir una sonrisa), el capítulo anterior es especialmente atractivo. En él se retrata hasta la perfección fotográfica el periodismo y su inmoralidad evidente. Satiriza al famoso diario inglés The Times al que llama "Júpiter" y lo acusa de chantajear, extorsionar, difamar y hundir carreras profesionales por un quítame allá esas pajas. Al editor del periódico, un tal Tom Towers, lo equipara a un caprichoso dios que, ciego desde su lejanía en el Olimpo, destruye o ensucia todo lo que toca.
 Ha sido un verdadero hallazgo, lo reconozco. Parece ser que Trollope publicó seis novelas ambientadas en ese ficticio Barchester, además de una enorme colección de relatos y ensayos. Procuraré volver a esta prosa parsimoniosa, meticulosa y brillante en pocas semanas.

lunes, 7 de febrero de 2022

"Che gelida manina", "La bohème", Giacomo Puccini.

 

Imagen tomada de Wikimedia Commons

Che gelida manina,
Se la lasci riscaldar.
Cercar che giova?
Al buio non si trova.

Ma per fortuna
È una notte di luna,
E qui la luna
L'abbiamo vicina.

Aspetti, signorina,
Le dirò con due paroli
Chi son, e che faccio,
Come vivo, vuole?

Chi son?
Sono un poeta.
Che cosa faccio? Scrivo.
E come vivo? Vivo!

In povertà mia lieta
Scialo da gran signore
Rime ed inni d'amore,

Per sogni e per chimere
E per castelli in aria,
L'anima ho milionaria.

Talor dal mio forziere
Ruban tutti i gioelli
Due ladri, i occhi belli.

V'entrar con voi pur ora,
Ed i mei sogni usati
E i bei sogni mei,
Tosto si dileguar!

Ma il furto non m'accora,
Poichè va presto stanza.
La dolce speranza!

Or che mi conoscete,
Parlate voi, deh,
Parlate. Chi siete?
Vi piaccia dir!

"Un mundo devastado", de Brian Aldiss.

  Novela menor de Brian Aldiss, autor de la sublime trilogía Heliconia. Es menor porque, aunque tiene imágenes distópicas realmente interesantes, el argumento no está bien pergeñado, al menos le falta profundidad y desarrollo. 
 Argumento general: en un futuro lejano, la superpoblación humana (según se dice, más de veinticuatro mil millones de personas) ha aniquilado la capacidad productora del planeta. La agricultura masiva ha esquilmado el suelo hasta el punto de ser incultivable, lo cual ha llevado a comprar tierra a los continentes menos desarrollados (sobre todo, África) y a levantar grandes megalópolis sobre plataformas elevadas (como se puede ver en la ilustración de portada de Edhasa, obra de Javier Palacios). Los continentes otrora más desarrollados (Europa, Norteamérica o Australia) están en una situación caótica, tanto por superpoblación como por pobreza extrema. África, por el contrario, parece ser el único territorio con capacidad de mantener una vida de calidad, aunque no escapa a los conflictos armados entre las distintas naciones (Nueva Angola, Egipto, Argelia...). En ese contexto, en Inglaterra se ha instaurado un gobierno fascista que trata a sus ciudadanos como presos; unos sistemas legal y judicial opresivos e injustos llevan a la cárcel a millones de ciudadanos por nimias transgresiones de la ley. Los presos son obligados a cultivar la contaminada tierra (por ello son llamados labradores) en manos de los más brutales explotadores (llamados granjeros).
 En esa situación terrible se desarrolla la vida del protagonista, Knowle Noland (evidente juego de palabras, "sin país, sin patria") que, cuando empieza la novela, es el capitán de un enorme carguero encargado de llevar tierra de África a Europa. Dicho barco encalla en la Costa de los Esqueletos, Namibia, y ahí empieza a narrar su pasado. El resto de la novela se desarrolla con analepsis, que recuerdan como el tal Noland fue un labrador, pudiendo escapar de la policía robotizada del granjero y llegando a conocer a los únicos que parecen escapar al sistema opresor, los viajeros. Sin embargo, Noland traicionará al líder de los viajeros y escapará, para entrar a formar parte de una trama conspirativa mundial planificada por los llamados "abstinentes", una suerte de religión que practica la abstinencia sexual como método de control de natalidad y, como se verá después, planea ir más allá. Entre estos abstinentes está el que fuera su propio granjero, un tal Peter Mercator (de nuevo, juego de palabras obvio con el apellido), perteneciente a la aristocracia mundial cuyo plan último para reducir drásticamente la superpoblación humana es promover una guerra nuclear. Para ello pretenden asesinar a El Mahasset, líder político africano y garante de la estabilidad de ese continente; su muerte generará guerras entre naciones africanas que derivará en la guerra nuclear que, esperan, acabe con una gran parte de la humanidad. En última instancia, Knowle Noland, ignorante de tan altas intrigas internacionales, será el encargado de asesinar al líder.

 El argumento podrá ser más o menos verosímil (lo cual, dicho sea de paso, no siempre es importante cuando se narra un futuro distópico), pero lo que es indiscutible es que Brian Aldiss tenía como gran preocupación sobre el futuro del planeta la reproducción humana, en sus dos extremos. Así, en Barbagrís (publicada en 1964) la humanidad ha perdido su capacidad de reproducirse, con lo que el más joven, un chaval de cincuenta y pico años, Barbagrís, será el líder que trate de regenerar la marchita raza; por el contrario, en Un mundo devastado (publicada en 1965), la superpoblación es la amenaza planetaria más evidente. En realidad, no es sorprendente que esto fuera un motivo de magna preocupación en aquellos primeros años sesenta, de hecho, la superpoblación humana y la falta de alimentos es algo que sigue pesando como plomo sobre el futuro de la sociedad del "mono con pantalones", así que, claro está, la narrativa de ciencia ficción tiene un filón con estos temas. Aun así, como antes decía, esta novela no acaba de ser redonda; quizá le falte algo más de profundidad tanto en la trama como en los personajes (que resultan un tanto superficiales) para alcanzar la calidad literaria que Aldiss consiguió en otras obras.

miércoles, 2 de febrero de 2022

"Humo", de Iván Turguénev.

  Tremenda la distancia en calidad literaria de Turgueniev a Dostoievsky o Tolstoi, enorme, ciertamente. Fueron contemporáneos, igualmente elevados a los altares literarios en sus propias vidas, defenestrados durante la parte más brutal de la Unión Soviética, el estalinismo, y restituidos poco después... pero no están al mismo nivel. Me he leído de este último Padres e hijos Diario de un hombre superfluo, no me entusiasmaron, pero menos aún me ha gustado Humo.
 Antes comentaré la edición de bolsillo y con muy pocas pretensiones del año 1990 de Editors S.A. (supongo, editorial ya difunta). Fue publicada, ya digo, hace treinta y dos años, pero no me cabe duda que la traducción (no ponen su autor por ningún lado) es muy anterior, con abundancia de arcaísmos tanto en expresiones (suyo de usted, por ejemplo) o en vocabulario (descote por escote o principiar por comenzar), pero lo peor es el leísmo apabullante (leísmo de cosa incluido) e incluso algunos laísmos que, al menos a mí, me quitan la concentración necesaria para la lectura. Sé que recientemente se ha publicado otra traducción de la novela, espero que sea mejor que esta (no es muy difícil) y que sea traducción directa del ruso, pues esta tiene toda la pinta de ser traducción indirecta.
  Argumento de Humo: En Baden, Alemania, ciudad balneario del suroeste del país, se reúne una notable comunidad rusa a mediados del siglo XIX; son aristócratas, burguesía enriquecida, algún terrateniente ocioso, pseudo-estudiantes y mujeres a la caza de ricos desprevenidos, morralla humana, vaya. Entre estos está un tal Gregorio Litvinof, joven de veintimuchos años que divide su vida entre discutir con sus compatriotas del tema por excelencia de aquellos años: los eslavófilos que ansiaban la vuelta del país a las tradiciones y costumbres rusas hasta un punto de aislacionismo, y los pro-europeos, que propugnaban una apertura a Occidente en busca de desarrollo económico y progreso (cabe recordar que esta discusión alcanzaba a los literatos de la época, incluyéndose Dostoievsky y Tolstoi entre los eslavófilos y Turguenev entre los pro-occidentales), dividía su vida Litvinof entre discutir ese extremo, digo, y  cortejar (en el sentido más anacrónico de la palabra) a las mujeres del lugar, aunque supuestamente tenía ya un compromiso establecido con una tal Tatiana.
 Las discusiones geopolíticas no están bien pergeñadas en la novela, aunque supongo que, en realidad, nunca lo estuvieron y que la toma de partido por uno u otro bando dependía más de la coincidencia con amigos o de la vida que se llevara. Lo que ocupa la mayor parte de la novela es la relación amorosa de tira y afloja que mantienen Litvinof e Irene. Es una relación que hoy puede verse (al menos yo lo veo así) denigrante para ambos sexos, por lo estereotipado y vulgar de la misma. En esa "batalla de sexos" al estilo tradicional, ella se insinúa a todos, coquetea con todos; y ellos, que son imbéciles, se encelan y hacen toda clase de tonterías hasta pelearse por ellas... ¿Hay diferencia con el cortejo ritualizado de, por ejemplo, las cabras montesas? En Humo, Irene, la coqueta, flirtea con todos al más viejo estilo: insinuándose descaradamente para, cuando reacciona el pretendiente, rechazarlo, insinuándose de nuevo días después. Este tira y afloja encela al idiota que pierde el seso por ella. Más viejo que el mundo... y más estúpido, también.
 El resultado es que la pequeña sociedad de expatriados rusos que delinea Turguénev raya en la estupidez más absoluta: son todos superficiales, materialistas, simplones, sensibleros e incapaces de hacer nada más que copular, emborracharse y discutir para no hacer nada.
  Recordando la historia oficial, décadas después, los bolcheviques despreciaban a estos expatriados rusos que dilapidaban fortunas en ciudades turísticas europeas cuando la inmensa mayoría del pueblo ruso vivía en la miseria extrema. Por mucho que no se comulgue con el credo bolchevique, hay que reconocer que estos señorones de postín debían dar mucho asco. El propio Turgueniev fue tildado de escritor degenerado por dar argumentos (nunca mejor dicho) a estos parásitos sociales emborrachados con su vida muelle. Vida muelle en lo económico, porque se desvivían (alguno literalmente, de un tiro en la sien) por esos amoríos de temporada que no cuajaban nunca.
 Cabría pensar que el propio autor satiriza a esa pequeña sociedad de expatriados al evidenciar todos sus vicios y debilidades, aunque el hecho de que él mismo hubiera vivido varios años en esa ciudad balneario alemana abre la puerta a la posibilidad de que Turgueniev fuera uno de estos tipos.
 El propio autor explica el título, Humo, cuando dice, hablando de los sentimientos de Litvinof: Y todo al punto le pareció que sólo era humo: su vida rusa; todo lo que es humano y particularmente si es ruso.

Inciso cinematográfico: "Orders to Kill", dirigida en 1958 por Anthony Asquith.

  Hacía mucho tiempo que no visionaba una película que me resultara tan repulsiva como ésta. ¡Y mira que me conozco! Lo he dicho y escrito por activa y por pasiva: no soporto más "películas de guerra" que las que son explícitamente antibelicistas, aquellas que muestran la guerra en todo su horror para que el espectador pueda sentir rechazo desde el primer momento. Porque, evidentemente, la mayor parte de las "películas de guerra" se rodaban y exhibían en tiempos de guerra, mostrando la supuesta heroicidad de la misma, mostrando una irreal dicotomía entre buenos y malos, cómo éstos morían (de forma rápida, sin mostrarlo) mientras que aquéllos siempre triunfaban. La estupidez de estas películas promotoras de la guerra era tal que en esa dicotomía "bueno/malo" de la que hablo, los "buenos" eran espléndidos, bellos, honorables y virtuosos; mientras que los "malos" eran repulsivos, feos, miserables y viciosos. Sí, así de pueriles son esas "películas de guerra". Bueno, pues esta Orders to Kill es peor todavía, pues justifica lo peor de la guerra: los daños colaterales, el "fuego amigo" y la muerte de inocentes.
Imagen tomada del sitio cartelesmix.com
 Argumento general de este bodrio belicista: durante la Segunda Guerra Mundial, el servicio de inteligencia estadounidense constata el apresamiento y posterior asesinato de varios de sus agentes. Tras analizar la situación, sospechan de un agente suyo que pueda estar actuando como agente doble, un tal Marcel Lafitte. Ni cortos ni perezosos deciden enviar a alguien para eliminarlo; este será el papel de un joven americano que tomará la identidad falsa de Jean Doumier, que habrá de viajar a París, encontrar a Lafitte, ganarse su amistad y matarlo. El joven americano representa al héroe (¡vaya héroe!) y, por tanto, le adornan todas las virtudes deseables, incluso las físicas. Lo cierto es que el falso Doumier llega a París, contacta con Lafitte (sin identificarse, obviamente) y empieza a sospechar que puede estar equivocándose, que el tal Lafitte no es un traidor (es un hombre de mediana edad, casado y con una hija adolescente, que, aparentemente, sería incapaz de matar una mosca). En esos momentos la duda se instala en la cabeza del joven americano: ¿no cometerá un error? ¿es aceptable matar a alguien inocente, incluso en guerra? Esas dudas que para una persona decente significa que hay un sistema moral subyacente en ese individuo son, desgraciadamente, superadas y el americano mata al francés. Los remordimientos, lógicamente, asedian al asesino, que intuye que ha cometido el peor de los pecados: matar a sangre fría y premeditadamente a un hombre inocente. Tanto es así que, al acabar la guerra, se encuentran al americano en un hospital militar, con la cabeza totalmente perdida y en grado avanzado de alcoholismo. 
 Hasta ese momento, un servidor podía tragar la película, cruda, áspera y desagradable, pero entendible. Pero hete aquí que en ese momento el giro argumental final lleva a lo más repulsivo de todo: los jefes del americano lo encuentran en ese hospital, hablan con él y lo convencen de que ha hecho lo correcto, que sacrificar una vida inocente en aras de un interés superior es aceptable. El joven asesino parece "recuperarse" por completo, vuelve a creer en sí mismo y en su bondad (tal vez incluso en su superioridad), y, aun sabiendo que ha matado a un inocente, se pone su miserable uniforme, visita a la viuda y a la huérfana (a las que él mismo convirtió en viuda y en huérfana), les da algo de dinero y les miente, diciéndoles que su padre y marido fue un gran agente secreto que trabajó para la liberación de Francia. Ese final es repulsivo porque justifica todo. Justifica ese asesinato, equipara una vida humana a un puñado de dinero (dinero de sangre, como el de Judas) que entrega a esas dos víctimas colaterales del asesinato. Justifica, en última instancia, la guerra y todas sus desgracias.
Imagen tomada del sitio IMDb.com
 El pobre desgraciado al que matan, el inocente (junto con su mujer y su hija, los únicos inocentes en toda la película) es el que aparece sobre estas líneas. Antes decía que en las películas belicistas es todo tan infantil que los "buenos" son altos, guapos, simpáticos, jóvenes... mientras que los "malos" son bajos, feos, antipáticos, viejos... Sí, así de estúpido. Bueno pues en esta cinta repugnante la víctima inocente es eso, un hombre de mediana edad, poco agraciado físicamente, calvo, con gafas, con apariencia de contable aburrido... No hay más que comparar las fotos de los dos individuos que aparecen en esta entrada.
 Lo más terrible de todo es que estas películas (que para los que tenemos criterio propio y acostumbramos a pensar de forma ecuánime nos parecen asquerosas) tienen un efecto evidente entre los que no tienen más criterio que el que les den los medios de comunicación masivos y los gobernantes de turno. Así, como antes decía se ha justificado la guerra y sus desastres, el asesinato de inocentes, los "daños colaterales" y el "fuego amigo" por un interés supuestamente superior. 
 Esta película se rodó en 1958, trece años después de que acabara aquella terrible guerra (quizás un periodo mínimo de tiempo para que la gente pudiera tragar esta bazofia), pero recordemos que la Guerra de Corea fue de 1950 a 1953 o que la Guerra de Vietnam empezó en 1955 (aunque EE.UU. no se implicaría en el terreno hasta 1964). Con esto quiero decir que nadie da "puntada sin hilo": estas películas servían para que los jóvenes estadounidenses se identificaran con el guapo protagonista (el asesino inmoral, perdón por la evidente repetición) y se aprestaran a cumplir con cualquier barbaridad que sus gobiernos y clases dirigentes les encomendaran. ¡Triste sociedad, aquélla que usa a sus jóvenes para matar a otros!

martes, 1 de febrero de 2022

"El último héroe", de Terry Pratchett.

  Vigésimo séptima entrega de la saga del Mundodisco, esa larga serie de novelas en que se satiriza sobre todas las actividades, pensamientos y sentimientos humanos, una serie fantástica que, en mi opinión, debiera leer todo aquél que sepa reírse de ese estúpido animal, el mono con pantalones, y la sociedad que ha creado.
 El último héroe es una de las novelas más cortas del Mundodisco. Tal vez esta sea la razón por las que la editorial británica y las que tienen los derechos de edición en otras lenguas sacaran la novela en una edición especial de mayor formato, con abundantes ilustraciones de Paul Kidby, un dibujante que llega a comprender plenamente los personajes y ambientes creados por Pratchett. Es un libro excepcional, por tanto, con doble valor, el literario y el artístico; sin embargo, ha dificultado sobremanera sus reediciones, hasta el punto que, a día de hoy, está descatalogado y es el único libro que, en versión española, Penguin Random House (la editorial poseedora de los derechos) no ha vuelto a editar. ¡Una lástima!
  Esta vez, la parodia es de la mitología grecolatina: recordando el mito de Prometeo, aquel Titán que robó el fuego a los dioses y éstos, en castigo, lo encadenaron a una roca en la que un águila le devora diariamente el hígado, ahora un grupo de desharrapados del Mundodisco quiere devolverles el fuego. Pero devolverles el fuego en el sentido más extremo: quieren llevar una bomba de enormes dimensiones a Cori Celesti (versión "mundodisquiana" del monte Olimpo) y volar toda la morada celestial. Los aguerridos dinamiteros no serán otros que Cohen el Bárbaro y su Horda de Plata, es decir, héroes valientes, aguerridos soldados de fortuna, violentos bárbaros... si no fuera porque el más joven de ellos ya ha cumplido los ochenta...
 La destrucción de la morada de los dioses, claro está, llevará a la destrucción del Mundodisco, por lo que la materia gris del mismo no puede quedarse indiferente. La Universidad Invisible organiza una "contraexpedición" para detener a los vengativos ancianos; ésta estará encabezada por Leonardo de Quirm (álter ego de Da Vinci), el fracasado mago Rincewind y el capitán Zanahoria, ¿qué podría salir mal? De Quirm ha ideado una nave con forma de halcón que habrá de coger impulso rodeando el Mundodisco para alcanzar, por el otro lado, la morada de los dioses. En el último momento constatan que un bibliotecario muy peludo se ha "autoinvitado" a esta expedición académica, y, de hecho, será el orangután quien salve la misma.
  En realidad, Pratchett no sólo parodia la mitología grecolatina, también novelas de temática fantástica que ya han sido elevadas Valhalla literario, como El señor de los anillos de Tolkien, o las heroicidades humanas (siempre bajo discusión sobre si fueron reales) de alcanzar la luna con una nave tripulada... Y, en fin, Pratchett se ríe del ser humano en general, de sus estupideces, sus vanidades, sus arrogancias... No por casualidad será un orangután quien, al final, lo solucione todo...

jueves, 20 de enero de 2022

"Los hermanos corsos", de Alejandro Dumas.

  Novela menor de Alejandro Dumas padre; no es, evidentemente, El conde de Montecristo ni Los tres mosqueteros, tanto por extensión como por calidad literaria. Pero sí sigue el estilo que hizo mundialmente famoso al francés: es una "novela histórica de aventuras", y contiene los clichés más conocidos: exotismo, personajes de comportamiento desaforado, arcaísmo en esos caracteres... Lo que pasa es que en 1844 Córcega podía ser tan exótica para un parisino como lo es hoy el planeta Marte. Dumas se recrea en esa isla francesa haciendo un retrato de sus paisanos que hoy, probablemente, sería tildado de abusivo y estereotipado. Sí, igual que Georges Bizet creó su ópera Carmen con personajes españoles estereotipados (gitanas, bandoleros, toreros...), Alejandro Dumas, tirando de nuevo del manido tópico del sur salvaje y romántico, crea corsos desbordados por los sentimientos, que sólo piensan en enamorarse y en vengarse los unos de los otros, como si fueran animales incapaces de razonar. Esos instintos animales mantendrían enfangada la isla, aunque Dumas no tiene ningún afán moralizante, sino que lo muestra con esa sorpresa no carente de agrado ante lo primitivo. Es una novela narrada en primera persona, en parte como si de un libro de viajes se tratara.
 El argumento es el siguiente: el autor (nunca es nombrado, por cierto) viaja a la isla de Córcega, a una comarca rural, lejos de Ajaccio, la capital, donde las costumbres francesas ya se hacen notar. En esa Córcega rural, plagada de italianismos tanto en toponimia, antroponimia y costumbres populares (algo real, si recordamos la cercanía geográfica a la península Itálica y la pertenencia de la isla, durante siglos, a la República de Génova), los hábitos más animalescos perduran siempre, entre ellos la famosa vendetta (ya se sabe, terrible tradición por la que una familia agraviada tenía derecho a cobrarse en sangre el agravio) y la presencia de las almas de los fallecidos que servían de una suerte de recuerdo y mensajeros para los vivos. En esa tesitura en la que las leyes modernas no tenían lugar, el autor conoce a la familia de Franchi, compuesta por una madre viuda y dos hermanos gemelos; éstos nacieron unidos por el costado al nacer y fueron separados quirúrgicamente; uno de ellos, Lucien, vive en la isla y el otro, Louis, estudia Derecho en París. El autor conoce por esta familia la costumbre de la vendetta y que el vínculo entre los gemelos es más estrecho de lo habitual, llegando a sentir el uno dolor cuando el otro es herido. A pesar de lo brutal de su existencia, estos de Franchi son de lo más "potable" de esa Córcega rural, de hecho, el tal Lucien llega a ejercer de árbitro para detener una vendetta entre dos familias que se había cobrado ya nueve vidas, todo por una afrenta con una gallina de por medio. En fin, tras empaparse de toda esta barbarie atávica, el autor vuelve a París, allí conoce al otro hermano gemelo, Louis, que, a pesar de su vida parisina, ya se ha enfangado en esas supuestas luchas de honor, pues siente que ha de batirse en duelo con un tal Château-Renaud porque éste sedujo a la mujer de un amigo del corso que había quedado a su custodia. Con esa otra creencia corsa según la cual los muertos se aparecían a los vivos para hacer premoniciones, el padre de los de Franchi se aparece a Louis, el parisino, para decirle que morirá en ese duelo al día siguiente. Por no hacer sufrir a su anciana madre y, sobre todo, por no empezar una vendetta familiar decide escribir a Córcega para confesar a su madre que muere de una "fiebre cerebral"; así se conjura la estúpida revancha que acabaría en un baño de sangre. Dicho y hecho, el tal Louis de Franchi muere en el duelo. Pero toda su prevención de escribir a la familia corsa mintiendo al asegurar que moría de enfermedad se viene abajo cuando su propio fantasma se aparece a su hermano contando todo lo sucedido. ¿Consecuencia? Lucien de Franchi se planta en París y desafía a duelo a Château-Renaud. Claro, el de Franchi mata al asesino de su hermano, vengando así su muerte, y vuelve a su primitiva isla.

 En fin, costumbres primitivas y bárbaras contadas con ese deslumbramiento por lo exótico y cuasi medieval que había en ese periodo literario que los críticos llamaron Romanticismo. Que Dumas padre pertenece al Romanticismo literario es evidente, pero no he podido recordar a cada página que leía de Los hermanos corsos otra novela, ésta escrita a mediados del siglo XX que narra la misma costumbre anacrónica según la cual alguien agraviado tenía derecho a cobrarse en sangre el agravio. Estoy hablando de Abril quebrado, de Ismael Kadaré, que novela una costumbre semejante en la Albania rural y que, según el autor, permaneció más o menos en vigor hasta hace pocas décadas. Claro, ahora pienso en la llamada "ley gitana" que, más o menos, tiene las mismas brutales consecuencias y que presume, sorprendentemente, de no someterse a la ley civil del país en cuestión. En todo caso, el bueno de Dumas no entra a juzgar la bondad o maldad de dichas costumbres, actúa como un turista ocioso que, todo lo más, expresa sorpresa por lo que ve.
 Sí me ha sorprendido la ligereza de la prosa de Dumas. Creo haber leído El conde de Montecristo allá por mis catorce o quince años (eones hace, pues) y creo recordar la típica prosa decimonónica: florida, adjetivada, lenta... Pues en Los hermanos corsos ésta no es así, sino que es una prosa rápida, más narrativa que descriptiva, con muy poca adjetivación, sin apenas frases subordinadas... Y, desde luego, me ha parecido estar leyendo en todo momento una novela juvenil (subgénero, por cierto, cultivado por Dumas, aunque Los hermanos corsos no pertenecería a él), sobre todo por la sencillez del argumento, la evidente categoría de bueno o malo de cada personaje, la falta de evolución en ellos... Parece, en efecto, una novela destinada a ser leída con quince años, tal vez así se puede valorar otros aspectos que a mí me hayan podido pasar inadvertidos.

martes, 18 de enero de 2022

"Tormento", de Benito Pérez Galdós.

  Otra deliciosa novela costumbrista de Galdós. Probablemente los sesudos críticos no lleguen a tildarla de "costumbrista", pero, en mi opinión, habiendo sido escrita hace ciento cuarenta años, los hechos narrados, la descripción de paisaje y paisanaje, las costumbres o hábitos de los mismos permiten incluir esta novela breve en esa categoría. En todo caso, Galdós es una categoría en sí mismo, con su dominio del habla popular, su minuciosa descripción psicológica de los personajes, su estilo directo que tanto facilita la lectura... Es muy fácil reconocer al escritor canario leyendo apenas un párrafo del texto. Digo "canario" por nacimiento y crianza, pero, literariamente hablando, Galdós se consagró, bien es sabido, retratando con una exactitud asombrosa a los madrileños y lo madrileño. Así, los personajes de Fortunata y Jacinta, por ejemplo, parecen salirse del texto hablando con ese acento cheli que, en parte, nos avergüenza un poco a todos los que nacimos a orillas del Manzanares. Pues Tormento (novela menor comparada con la antes mencionada) sigue transmitiendo esos ambientes castizos, eso y el comportamiento general de los individuos, sin ningún tipo de idealización, fotografiando fielmente a la sociedad del momento. Realismo en grado sumo, vaya.
 El argumento, grosso modo, es el siguiente: En el Madrid de fines del XIX, lleno de desigualdades sociales y relaciones sociales corruptas, viven Amparo Sánchez Emperador y su hermana Refugio, ambas huérfanas de padre y madre, padre boticario, por cierto. En una sociedad machista en la que la mujer ha de ser sólo madre y esposa, o meterse a monja, Amparo ha de vivir en una práctica mendicidad. Su mendicidad (y humildad) es aprovechada por la familia Bringas, con don Francisco a la cabeza (nominalmente, al menos) y Rosalía (la verdadera mandamás de la familia, exponente de la decencia a su propio creer), así como sus dos hijos ya creciditos. Rosalía representa la otra cara femenina de la novela: es dueña y señora de su casa y de los que por allí pasan; haciéndose la benefactora, explota y humilla a Amparo como a una criada a la que no paga sino con sobras de comida y ropa. Por casa de los Bringas pasa habitualmente Agustín Caballero, primo de Francisco e indiano que volvió de México con un poderoso caudal del que se aprovecha Rosalía. Naturalmente, el tal Caballero es una perita en dulce para la depauperada sociedad matritense del momento. Rosalía, en su afán controlador quiere su riqueza americana para sí, al menos para su hija, que lamenta sea demasiado joven para casar con su tío. Pero hete aquí que Caballero se ha fijado en la modesta joven que es maltratada a diario en esa casa, en Amparo, una mosquita muerta que aparenta tener todas las virtudes que el indiano, ya cerca de la cincuentena, anhela en una esposa. Hasta ahí todo bien, claro, pero Galdós complica el cuadro (y explica así el título de la novela) con una insinuada relación ilícita previa entre la tal Amparo y un sacerdote díscolo, Pedro Polo, a medio camino de colgar los hábitos o abandonar el país y centrarse de nuevo en la vida religiosa. La insinuada relación fue en el pasado lejano y supone una gran vergüenza para Amparo, un secreto ignominioso que pone en peligro la relación entre Amparo y Agustín. El nombre de "tormento", al parecer, se lo dio el propio Polo como nombre a una relación imposible. Bueno, hoy en día todos estos problemas parecen remilgos de novicia, pero en aquel siglo XIX, la reputación de una mujer era el tesoro más preciado, algo que con una simple habladuría se echaba a perder y arruinaba para siempre la vida de la fémina. Y precisamente eso, las habladurías y las insinuaciones son lo que abundan en esa pacata sociedad: la hermana de Pedro Polo, mujer maledicente que aparenta virtud, extorsiona a Amparo con la tenencia de dos supuestas cartas manuscritas dirigidas a su hermano que pondrían en "negro sobre blanco" la vergonzante relación. Rosalía, claro está, aprovecha esta circunstancia para amenazar a Amparo con tirar de la manta y arruinar la boda con Caballero que tanto odia ella. En fin, una novela que retrata con extraordinaria verosimilitud esas relaciones pequeñas, mezquinas y miserables que han tenido enfangado al ser humano in sécula seculórum.

 Galdós, quizás anticipando el siglo XX (o quizás adelantándose a su tiempo, vaya usted a saber), opta por dar salida al amor de Amparo y Agustín olvidando el qué dirán, haciéndoles vivir finalmente con oídos sordos a las insinuaciones y rumores de los enanos morales que los rodean.
 Así que: novela costumbrista por completo; tal vez los protagonistas no vayan con traje regional o sean toreros y taberneras, pero el relato de las costumbres, de los hábitos sociales es tan minucioso que esa etiqueta está totalmente justificada. Además, la representación de ese Madrid miserable, sucio y pedigüeño que sobrevive malamente a base de agua y mendrugos de pan duro lleva a la capital del país a ser otro personaje más. Análogamente a lo que se dice de muchas novelas de Dickens, en las que Londres es otro personaje en sí mismo, aquí Madrid es otro protagonista, la descripción de su callejero (calle del Pez, calle Beatas, plaza de Santo Domingo, calle Leganitos...) convierte a la martirizada ciudad que me vio nacer en otro atribulado personaje más, otra Amparo maltratada y vilipendiada, esta vez por sus propios habitantes.
 Ya en un plano personal, la lectura de estos ambientes galdosianos me provoca sentimientos encontrados: la cercanía geográfica genera en mí recuerdos de personas cercanas que ya no están y que, precisamente, sus vidas de circunscribieron a esas zonas aledañas a Gran Vía, y, por otro lado, las pequeñeces de la cotidianeidad, preñada de miserias, rencores y resentimientos que emponzoña nuestras vidas, me provoca un rechazo visceral que apenas puedo soportar; tal vez por eso lea tanta literatura anglosajona.