Creía conocer sobradamente la literatura victoriana habiendo leído lo más granado de Dickens, Henry James, Ann Radcliffe, Thackeray, Elizabeth Gaskell, Jane Austen, George Eliot, Thomas Hardy o las hermanas Brontë, por no hablar de las narrativa de aventuras de los también victorianos Stevenson o Conrad, y hete aquí que estaba dejando de lado uno de los grandes, coetáneo de todos ellos, con tanto éxito en su época como el que más y cuya narrativa ha perdurado como canónica hasta la actualidad: Anthony Trollope.
Trollope era, por ejemplo, tres años más joven que Dickens, aunque le superó más de doce a su muerte; tuvo con el inmortal autor de Oliver Twist sus más y sus menos, probablemente más por las pequeñas rencillas de dos gigantes para los cuales la cima del éxito se hace muy estrecha para acomodar a los dos que a verdaderas diferencias en el estilo. En este último aspecto, la novela de Trollope parece ser mucho más próxima al Realismo que la de Dickens, que guarda todavía mucho poso del Romanticismo de finales del XVIII. Así, las novelas de Dickens gustan de un sentimentalismo del que abjura Trollope, que describe de forma más "realista" las situaciones vitales sin que la idealización o moralización se evidencie; por otro lado, en muchos relatos, Dickens gusta de narrar hechos fantásticos o fantasmagóricos, aspecto que no parece interesar a Trollope... En fin, todo es relativo, porque Dickens acabará por ser uno de los adalides del Realismo, y, sin embargo, se aclara esta cuestión cuando Trollope en el capítulo XV de El custodio satiriza a Dickens, llamándole "señor Sentimiento Popular" y haciéndole autor ficticio de la novela que se está leyendo y llegando a la conclusión de que la titularía "Hospicio" y acabaría siendo algo sentimentaloide y estereotipado... ¡Vamos, que llama sensiblero y sensacionalista a Charles Dickens! Un auténtico lujo esta digresión de Trollope que podría entrar en lo que recientemente se ha dado en llamar "metaliteratura", la literatura que habla de literatura.
Argumento general de El custodio: en una ficticia ciudad del oeste de Inglaterra, Barchester, menos desarrollada económicamente que las del sur y norte, pero con una presencia más potente de la Iglesia Anglicana, transcurre la última parte de la vida de Septimus Harding, párroco de una pequeña comunidad, chantre (encargado del coro de la catedral) y custodio de un pequeño asilo. Este custodio o administrador tiene entre sus asilados a ancianos relacionados en un pasado con la iglesia: sacristanes, sepultureros, jardineros... que ya no tienen familia y no pueden mantenerse por sí mismos; los ancianos son cuidados y mantenidos de forma sobria pero digna. Dicha institución benéfica fue creada siglos atrás por un tal John Hiram, que legó a la Iglesia de Inglaterra tierras y casas además del propio edificio que sirve como asilo. Parece ser que la herencia de Hiram ha generado, con el paso del tiempo, pingües beneficios que, aunque la herencia dictamina que debían ser repartidos entre los necesitados, la Iglesia ha decidido donar en exclusiva al custodio de turno, en la época, el tal Harding. Septimus Harding es en la época de la narración un hombre de unos sesenta años, humilde y sencillo, más dado a las labores musicales que a las pastorales, pero que medró notablemente cuando su hija mayor (tiene dos, siendo viudo en ese presente) casa con el hijo del obispo local, que es arcediano (dignidad del cabildo catedralicio). Las buenas relaciones con tan altas esferas le promueven al cargo de custodio, sencillo en extremo pero con una sustanciosa paga anual. Por otro lado, un tal John Bold, casualmente prometido de la hija menor del custodio, indaga sobre el supuesto uso ilícito del dinero que habría de destinarse en exclusiva a los pobres por su futuro suegro; en un cierto momento la cuestión se oficializa cuando interpone un pleito ante el Tribunal Supremo del país para aclarar todos los extremos.
Y de esa manera se embrolla todo hasta límites insospechados, de una forma que, viviendo en este mundo con los ojos abiertos, se ve, desgraciadamente, muy a menudo. El custodio es todo ingenuidad (tal vez, también estupidez) pero bienintencionada; el arcediano es un ave de rapiña de esas que tanto abundan en los estratos más altos de cualquier Iglesia, todo ambición mundana, nada de espiritualidad, todo autoritarismo judicial...
Anthony Trollope pergeña, pues, una fracción de la sociedad de esa Inglaterra del siglo XIX, pero fuera de esas coordenadas espaciotemporales, crea personajes redondos, extraordinariamente delineados en su psicología que son propios de la especie humana de cualquier época y lugar. La evolución del pensamiento de los personajes (sobre todo los de Harding y Bold) les dota de una redondez excepcional, haciendo verosímil toda la trama.
Aparte del exquisito capítulo XV en el que satiriza a su colega Dickens (¡señor Sentimiento Popular! Cada vez que me acuerdo del nombre me cuesta reprimir una sonrisa), el capítulo anterior es especialmente atractivo. En él se retrata hasta la perfección fotográfica el periodismo y su inmoralidad evidente. Satiriza al famoso diario inglés The Times al que llama "Júpiter" y lo acusa de chantajear, extorsionar, difamar y hundir carreras profesionales por un quítame allá esas pajas. Al editor del periódico, un tal Tom Towers, lo equipara a un caprichoso dios que, ciego desde su lejanía en el Olimpo, destruye o ensucia todo lo que toca.
Ha sido un verdadero hallazgo, lo reconozco. Parece ser que Trollope publicó seis novelas ambientadas en ese ficticio Barchester, además de una enorme colección de relatos y ensayos. Procuraré volver a esta prosa parsimoniosa, meticulosa y brillante en pocas semanas.
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