miércoles, 2 de febrero de 2022

Inciso cinematográfico: "Orders to Kill", dirigida en 1958 por Anthony Asquith.

  Hacía mucho tiempo que no visionaba una película que me resultara tan repulsiva como ésta. ¡Y mira que me conozco! Lo he dicho y escrito por activa y por pasiva: no soporto más "películas de guerra" que las que son explícitamente antibelicistas, aquellas que muestran la guerra en todo su horror para que el espectador pueda sentir rechazo desde el primer momento. Porque, evidentemente, la mayor parte de las "películas de guerra" se rodaban y exhibían en tiempos de guerra, mostrando la supuesta heroicidad de la misma, mostrando una irreal dicotomía entre buenos y malos, cómo éstos morían (de forma rápida, sin mostrarlo) mientras que aquéllos siempre triunfaban. La estupidez de estas películas promotoras de la guerra era tal que en esa dicotomía "bueno/malo" de la que hablo, los "buenos" eran espléndidos, bellos, honorables y virtuosos; mientras que los "malos" eran repulsivos, feos, miserables y viciosos. Sí, así de pueriles son esas "películas de guerra". Bueno, pues esta Orders to Kill es peor todavía, pues justifica lo peor de la guerra: los daños colaterales, el "fuego amigo" y la muerte de inocentes.
Imagen tomada del sitio cartelesmix.com
 Argumento general de este bodrio belicista: durante la Segunda Guerra Mundial, el servicio de inteligencia estadounidense constata el apresamiento y posterior asesinato de varios de sus agentes. Tras analizar la situación, sospechan de un agente suyo que pueda estar actuando como agente doble, un tal Marcel Lafitte. Ni cortos ni perezosos deciden enviar a alguien para eliminarlo; este será el papel de un joven americano que tomará la identidad falsa de Jean Doumier, que habrá de viajar a París, encontrar a Lafitte, ganarse su amistad y matarlo. El joven americano representa al héroe (¡vaya héroe!) y, por tanto, le adornan todas las virtudes deseables, incluso las físicas. Lo cierto es que el falso Doumier llega a París, contacta con Lafitte (sin identificarse, obviamente) y empieza a sospechar que puede estar equivocándose, que el tal Lafitte no es un traidor (es un hombre de mediana edad, casado y con una hija adolescente, que, aparentemente, sería incapaz de matar una mosca). En esos momentos la duda se instala en la cabeza del joven americano: ¿no cometerá un error? ¿es aceptable matar a alguien inocente, incluso en guerra? Esas dudas que para una persona decente significa que hay un sistema moral subyacente en ese individuo son, desgraciadamente, superadas y el americano mata al francés. Los remordimientos, lógicamente, asedian al asesino, que intuye que ha cometido el peor de los pecados: matar a sangre fría y premeditadamente a un hombre inocente. Tanto es así que, al acabar la guerra, se encuentran al americano en un hospital militar, con la cabeza totalmente perdida y en grado avanzado de alcoholismo. 
 Hasta ese momento, un servidor podía tragar la película, cruda, áspera y desagradable, pero entendible. Pero hete aquí que en ese momento el giro argumental final lleva a lo más repulsivo de todo: los jefes del americano lo encuentran en ese hospital, hablan con él y lo convencen de que ha hecho lo correcto, que sacrificar una vida inocente en aras de un interés superior es aceptable. El joven asesino parece "recuperarse" por completo, vuelve a creer en sí mismo y en su bondad (tal vez incluso en su superioridad), y, aun sabiendo que ha matado a un inocente, se pone su miserable uniforme, visita a la viuda y a la huérfana (a las que él mismo convirtió en viuda y en huérfana), les da algo de dinero y les miente, diciéndoles que su padre y marido fue un gran agente secreto que trabajó para la liberación de Francia. Ese final es repulsivo porque justifica todo. Justifica ese asesinato, equipara una vida humana a un puñado de dinero (dinero de sangre, como el de Judas) que entrega a esas dos víctimas colaterales del asesinato. Justifica, en última instancia, la guerra y todas sus desgracias.
Imagen tomada del sitio IMDb.com
 El pobre desgraciado al que matan, el inocente (junto con su mujer y su hija, los únicos inocentes en toda la película) es el que aparece sobre estas líneas. Antes decía que en las películas belicistas es todo tan infantil que los "buenos" son altos, guapos, simpáticos, jóvenes... mientras que los "malos" son bajos, feos, antipáticos, viejos... Sí, así de estúpido. Bueno pues en esta cinta repugnante la víctima inocente es eso, un hombre de mediana edad, poco agraciado físicamente, calvo, con gafas, con apariencia de contable aburrido... No hay más que comparar las fotos de los dos individuos que aparecen en esta entrada.
 Lo más terrible de todo es que estas películas (que para los que tenemos criterio propio y acostumbramos a pensar de forma ecuánime nos parecen asquerosas) tienen un efecto evidente entre los que no tienen más criterio que el que les den los medios de comunicación masivos y los gobernantes de turno. Así, como antes decía se ha justificado la guerra y sus desastres, el asesinato de inocentes, los "daños colaterales" y el "fuego amigo" por un interés supuestamente superior. 
 Esta película se rodó en 1958, trece años después de que acabara aquella terrible guerra (quizás un periodo mínimo de tiempo para que la gente pudiera tragar esta bazofia), pero recordemos que la Guerra de Corea fue de 1950 a 1953 o que la Guerra de Vietnam empezó en 1955 (aunque EE.UU. no se implicaría en el terreno hasta 1964). Con esto quiero decir que nadie da "puntada sin hilo": estas películas servían para que los jóvenes estadounidenses se identificaran con el guapo protagonista (el asesino inmoral, perdón por la evidente repetición) y se aprestaran a cumplir con cualquier barbaridad que sus gobiernos y clases dirigentes les encomendaran. ¡Triste sociedad, aquélla que usa a sus jóvenes para matar a otros!

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