martes, 26 de noviembre de 2024

"Las torres de Barchester", por Anthony Trollope.

  Hacía tiempo que no disfrutaba de una novela como de Las torres de Barchester, del escritor victoriano Anthony Trollope. Principalmente por la extraordinaria atmósfera descrita, por el paisaje y el paisanaje expuesto de una ficticia diócesis anglicana a mitad del siglo XIX. La capacidad de Trollope para urdir una trama absolutamente verosímil con tanto detalle es apabullante. Un servidor disfruta con enormidad estas novelas tan bien pergeñadas, me ha ocurrido desde mi primera juventud, que tiendo a desaparecer entre esas geniales líneas. Me pasó con En busca del tiempo perdido de Proust, que leí vestido de marinero en un cuartel en el ya lejano año 91, y que me sirvió para abstraerme de las rutinas y tonterías del servicio militar para poder mantenerme como individuo único equilibrado y consciente de mí mismo; me ha ocurrido en numerosas ocasiones con Dickens, también con Knut Hamsun y con Isaac Bashevis Singer. Son autores que llegan a describir tan bien la esencia de la naturaleza y la vida humanas que uno se aleja de la estúpida cotidianeidad con sus fútiles modas que envejecen en días; sus novelas reflejan el alma del hombre, sus ansias, anhelos, alegrías y tristezas más íntimas, aspectos que no cambian con el paso de los siglos. Leyendo Las torres de Barchester he conseguido aislarme de la morralla habitual que se consume a diario, principalmente servida por los medios de comunicación y las redes sociales; es decir, leyendo esta novela de casi setecientas páginas he conseguido ser más yo mismo, individuo, y menos perteneciente a un rebaño idiotizado. Doy gracias a estos autores por su aporte a la cultura general y me alegro enormemente de tener la capacidad de discernir entre la alta literatura y las lecturas ordinarias de "escritorzuelos" impuestas por las editoriales del momento.
Anthony Trollope. Imagen tomada de Wikimedia Commons.
 Anthony Trollope es considerado tradicionalmente como victoriano. Evidentemente su producción literaria (vivió de 1815 a 1882) se dio durante el reinado de la poderosa e imperial Victoria (de 1819 a 1901), pero cuando se habla de literatura victoriana pensamos en obras que, fuera del ámbito anglosajón, se denomina "Romanticismo". Ese Romanticismo tenía unas características muy definidas, entre las que destaca un ansia de libertad narrativa que intenta romper el precepto aristotélico de las tres unidades (acción tiempo y lugar), acabando así con la línea clara en la que el lector puede entender lo que ocurre (acción) en una localización (lugar) y una época (tiempo) determinados; por otro lado, el escritor del periodo romántico busca hipertrofiar los sentimientos de los personajes, desarrollando la pasión por encima de la razón; también son frecuentes los lugares y ambientes extraños, anómalos e incluso sobrenaturales, lo que han llamado "novela gótica". Bien, pues la narrativa de Anthony Trollope, aun siendo contemporáneo de, por ejemplo, Dickens (gran escritor victoriano por excelencia) no participa de estas características. De hecho, se puede decir que las novelas de Trollope son realistas, un tanto anticuadas para su época; él sí mantiene ese precepto aristotélico de las tres unidades (en esta novela la acción son las relaciones de clérigos anglicanos y sus familias, el tiempo es la primera mitad del siglo XIX y el lugar la inventada diócesis de Barchester); sí hay importancia de la pasión y del individualismo frente a los grupos sociales, pero en absoluto hay nada parecido a una novela gótica. Por ello los críticos consideran a Anthony Trollope como un bastión del Realismo literario cuando éste ya estaba mutando en toda Europa en el famoso Romanticismo. Su prosa, ya digo, resulta un tanto anticuada para haber sido escrita en la segunda mitad del XIX, pero aparenta más empaque que algunas novelas de estilo romántico (cuidado, no confundir con la novela rosa que escribía Corín Tellado, ¡eh!) de autores de gran renombre.
 El argumento principal de Las torres de Barchester son las intensas relaciones entre un grupo de clérigos, sus mujeres e hijos (recordemos que es la Iglesia Anglicana, donde no hay celibato) y, por encima de todo, las amargas luchas por el poder para conseguir los cargos más importantes e influyentes, desde el obispado hasta el de deán, pasando por el de custodio de un hospicio para ancianos. Cada puesto, claro, tiene una pingüe dotación económica anual por la que los interesados se pelean de manera más o menos civilizada, pero también tiene una posición de poder sobre los otros que anhelan mucho más que el vil metal. Papeles especialmente interesantes tienen los personajes femeninos, que, aunque no pueden optar (en aquella época al menos, hoy sí) a puesto alguno, influyen, cuando no gobiernan a sus maridos, pretendientes, hermanos y familiares para que ejerzan la autoridad que se les supone. La novela está estructurada en tres volúmenes y se inicia con la muerte del obispo de Barchester y su sucesión por el venerable doctor Proudie (Trollope, por cierto, gustaba de nombrar a sus personajes con apellidos que indicaban su carácter o algún rasgo de su personalidad, en el caso de "Proudie" se podría traducir por orgulloso) cuya mujer, la señora Proudie, "obispa" de Barchester mandaba e intrigaba mucho más que el propio obispo; con ellos desembarcará en la diócesis el señor Slope (traducible por "pendiente", "inclinación") que es el verdadero malvado de la novela, siempre manipulador, conspirando contra todos para trepar y conseguir las más altas cuotas de poder que pueda. Esos son los personajes perversos, los que son tratados con mayor bondad son Harding ("endurecimiento" en español) que aspira a ser custodio del hospicio para ancianos; Quiverful ("carcaj lleno") que también ansía ese puesto pero se contentaría con cualquiera con tal de alimentar a sus catorce retoños; la señora Bold ("audaz", "atrevida"), viuda con un niño pequeño y una notable renta a la que muchos cortejan; o Arabin, un ser sin aspiraciones ni maldad. Tras la presentación de los personajes en el primer volumen, se produce el nudo de relaciones, dimes y diretes, enfrentamientos y reconciliaciones, traiciones, lealtades y todo tipo de trato posible entre seres humanos. Trollope, gran moralista, recompensa a los personajes dotados de virtudes con el éxito final sobre los malvados, de modo que el intrigante Slope acabará por fracasar estrepitosamente en sus múltiples ambiciones.
 En cuanto a los temas tratados, los principales son, sin duda, la codicia del hombre como motor de muchos corazones; la bondad, en cambio de otros; los disimulos de algunos para conseguir avances; las luchas de poder... y, en general, las relaciones humanas. También hay un tema subyacente, hoy ya demodé, que tiene que ver con la Iglesia Anglicana y su modo de poner en práctica rituales, llegando a diferenciarse en aquellos principios del siglo XIX entre Iglesia Alta, aquella que pretendía mantener unos ritos más estrictos, más cercanos a los católicos e Iglesia Baja, la que promovía una mayor naturalidad y supresión de rigideces, para así poder ser entendidos más fácilmente por el pueblo. Esas diferencias fueron laminadas por el siglo XX y su homogeneización social, encontrándose hoy en día tan sólo la Iglesia Baja entre los anglicanos, reservándose los ritos más rigurosos para celebraciones monárquicas.
 Pero, al margen de argumento y temas, lo mejor de todo es cómo lo narra Trollope, qué capacidad extraordinaria tiene de describir la psicología de sus personajes y la evolución de la misma a lo largo del tiempo. Esto es lo que hace verdaderamente verosímil la sociedad pergeñada por el autor. Uno llega a conocer perfectamente a cada protagonista, y están tan bien delineados que se aprecian sus virtudes y defectos en las personas con las que tratamos cotidianamente.
 Decía antes que Trollope es un moralista, y no me retracto. Diré, incluso, que hace triunfar las virtudes evangélicas (humildad, sencillez, bondad, lealtad...) frente a los defectos mundanos (codicia, doblez, engreimiento, falsedad...). Quizá eso es lo único que tenga de cristiana la novela, porque la mayor parte de sus personajes, altos dignatarios de una iglesia cristiana, carecen por completo de ello.
 No puedo evitar transcribir el inicio del último capítulo del tercer volumen, en el que el autor resume su tradicional gusto a la hora de acabar una novela. Véase aquí, por mi parte, como elogio de este gran autor. "El final de una novela, como el final de una comida infantil, debe estar compuesto de dulces y ciruelas confitadas."

viernes, 22 de noviembre de 2024

Vigésimo octava edición de las Edades del Hombre, "Fernández y Montañés. El arte nuevo de hacer imágenes". Catedral de Valladolid.

  Nuestra Santa Madre, la Iglesia Católica, siempre ha recibido críticas y alabanzas por igual, otra cosa es que la Iglesia sea tan poderosa que durante siglos haya conseguido acallar las críticas, ya sea Inquisición mediante o por la manipulación masiva de sus fieles. Lo cierto es que, en los últimos tiempos, la Iglesia Católica parece herida de muerte en cuanto a número de fieles e influencia política internacional se entiende, pero ya van veinte siglos y es seguro que moriremos todos los que estamos vivos antes de que se tambaleen las columnas torneadas del Baldaquino de San Pedro.  En tiempos recientes, se critica también que el inmenso patrimonio artístico que poseen esté recluido en mohosos conventos, monasterios y palacetes, ocultos a la visión y disfrute de aquellos que poseemos sensibilidad artística suficiente. Precisamente para negar esa acusación, en 1988 la Archidiócesis de Valladolid tuvo la excelente idea de organizar una exposición anual, principalmente escultórica, con la enormidad de obras de arte que han ido acumulando a lo largo de los siglos. Tan loable iniciativa obtuvo una respuesta entusiasta por parte del público y las administraciones, de forma tal que, los años siguientes, se repitió en las diócesis de Burgos, León y Salamanca, dando el salto a Amberes el año 95. Desde aquel entonces, se han expuesto obras (cada año distintas, claro) por toda Castilla y León, Galicia, Madrid, además de Bélgica y Estados Unidos. Hoy, Las Edades del Hombre son un referente cultural y artístico de una inmejorable gestión del patrimonio, y ha sido fuente de inspiración para la realización de otras exposiciones en todo el mundo. Así que, para ser ecuánime, hemos de alabar tanto la iniciativa inicial como su mantenimiento durante casi cuatro decenios. Este año 2024, Las Edades del Hombre vuelve a su lugar de origen, Valladolid, comparando la labor de dos escultores inmensos y sus respectivas escuelas, la castellana encabezada por Gregorio Fernández, y la andaluza, por Martínez Montañés.
 Por cierto, los lugares escogidos para las exposiciones son, es de todos conocido, siempre lugares sacros: catedrales, colegiatas e iglesias, mostrando cuán excelente es la relación entre la religiosidad y el arte, algo que hemos perdido en los últimos siglos, pero que los jerarcas de la Iglesia bien conocían, sabedores de que la imagen, ya sea pictórica o escultórica, ayuda al fiel a fortalecer su espiritualidad. Bien, este año toca la Catedral de Valladolid, cuya advocación es a Nuestra Señora de la Asunción. 
 Las obras expuestas  desde el pasado 12 de noviembre hasta el 2 de marzo son esculturas barrocas, todas del primer tercio del siglo XVII, época en la que la capital del Pisuerga tenía un peso específico mayor que el actual (no olvidemos que Valladolid fue la capital del Imperio Español de 1601 a 1606). Estos hechos dieron también gran importancia eclesiástica a Valladolid y por extensión a la producción artística religiosa, afincándose en ella una extraordinaria nómina de escultores de primerísimo nivel, entre ellos, claro está, Gregorio Fernández (gallego de Sarria), y antes que él, Juan de Juni (borgoñón de Joigny) y Alonso Berruguete (palentino de Paredes de Nava). Con esos autores no es de extrañar que se hable de la "Escuela castellana" como un foco de producción escultórica de primer nivel. Análogamente a la pujanza de Valladolid a finales del XVI y principios del XVII, en Sevilla, ciudad que recibía buena parte de la riqueza que venía de América (riqueza material pero también cultural) se formaba la llamada "Escuela andaluza", encabezada por Juan Martínez Montañés. Ambas escuelas rivalizaron en la creación de bellísimas tallas religiosas que hoy Las Edades del Hombre nos propone comparar. Así, con muy buen criterio, se exponen obras semejantes para que el público pueda deleitarse con las diferencias y semejanzas entre las escuelas: a un San Juan Bautista de Montañés, por ejemplo, se enfrenta un San Juan Bautista de Gregorio Fernández; o una Inmaculada Concepción del castellano a otra del andaluz. 
Detalle del Cristo Yacente (1607), Gregorio Fernández. Museo Nacional de Escultura, Valladolid.
 Ambas escuelas escultóricas, claro, son plenamente barrocas, mostrando con soberbia calidad el sufrimiento de Cristo o la espiritualidad de Vírgenes y santos, pero la Escuela castellana fue más allá, mostrando la imagen de Ecce Homo con una crudeza difícil de aguantar (si se tiene sensibilidad, claro) lo cual llevaba a los fieles al éxtasis religioso; la Escuela andaluza, por el contrario, era más fiel a un clasicismo artístico, que no pretendía desarrollar en exceso los padecimientos de Cristo, por ejemplo, sino la espiritualidad suprema y la renuncia al mundo. Es la contraposición de los dos estilos (que también eran plenamente complementarios) entre el Ecce Homo, "ese Hombre", el sufrimiento humano de Cristo, y el Noli me tangere, "nada me toque", la figura divina de Jesucristo.
 En la exposición actual también se pone en relieve la importancia que tuvo el Concilio de Trento (1545-1563) en la producción artística, pero, en mi opinión, se omite un hecho fundamental: el Concilio de Trento tuvo lugar, en buena medida, como contraposición a la Reforma protestante, y supuso una mejora de la Iglesia Católica, pero también un refuerzo en su catolicidad. Este galimatías, aplicado al plano artístico, viene a decir que desde Roma se refuerza el valor que las obras de arte tenían en un ámbito pedagógico y espiritual, desdeñando los supuestos peligros de idolatría que denunciaban los protestantes. Lo cierto es que, casi quinientos años después, estas tomas de posición se transforman en una riquísima escultura y pintura barroca en los países de mayoría católica, y la práctica nulidad de éstas en los países protestantes.
Juan de Mesa (discípulo de Montañés): Cabeza de San Juan Bautista. Museo de la Catedral. Sevilla.
 En definitiva, para ser justo, como decía al principio, se pueden atribuir muchos defectos a la Iglesia Católica, al fin y al cabo está compuesta por hombres y mujeres falibles, como todos, pero también gracias a la Iglesia Católica se han conservado miles de obras artísticas de incalculable valor que, con regularidad metódica y bien ejecutada, son expuestas a todos aquellos que tenemos gusto y sensibilidad para disfrutarlas.

martes, 19 de noviembre de 2024

domingo, 17 de noviembre de 2024

Cuarto concierto de abono de la temporada 24-25 de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Obras de Beethoven y Chaikovski.

  Cuarto concierto de la temporada de la OSCyL, esta vez dirigida por su batuta oficial, Thierry Fischer. A diferencia de la audición anterior, ayer no había ningún autor desconocido, ninguna pieza ignota, ninguna "música atonal" (perdón por el oxímoron) en el programa. A Dios sean gracias dadas.
 La temporada pasada comenté que la OSCyL había tomado la loable decisión de representar las nueve sinfonías de Beethoven a lo largo de tres años. No puedo estar más de acuerdo con este tipo de resolución. Creo, espero no ofender a nadie, que para la ciudad de Valladolid o incluso todo el territorio de Castilla y León, se ha de programar obras conocidas y apreciadas por el gran público; las mil seiscientas, mil setecientas personas que nos juntamos dieciocho o diecinueve veces al año para disfrutar de un concierto de música sinfónica a orillas del Pisuerga nos deleitamos con las obras maestras de la música culta, desde la música antigua, pasando por el Barroco, el Clasicismo, el Romanticismo y las primeras últimas vanguardias (nótese que digo "primeras últimas vanguardias", no voy mucho más allá de, por ejemplo, Erik Satie), pero no creo que haya mucho público ansioso por escuchar lo que se haya compuesto en los últimos sesenta o setenta años, y muchísimo menos aún que quiera escuchar música atonal (¡qué fijación tengo con esa basura que llaman "música atonal"!). Quiero decir que, de nuevo no quiero ofender a nadie, no es éste un público que busque novedades no consolidadas por el tiempo, no es un público que busque descubrir en el auditorio a compositores ignotos, por el contrario, es un público conservador (quizá no sólo en lo musical) que busca recrearse en las grandes obras de todos los periodos que he citado antes. Estoy seguro de que  se pueden programar veinte conciertos al año durante varios lustros sin llegar a repetir una sola obra. Bueno, pues eso, el concierto de ayer es ejemplo perfecto de una programación de calidad y por todos apreciada, nada menos que Beethoven y Chaikovski.
 Y con esa espléndida resolución de interpretar las nueve sinfonías de Beethoven en tres temporadas, ayer tocó la Sinfonía nº 4 en Si bemol mayor, opus 60. Los musicólogos, es de todos sabido, dividen en tres grandes periodos la obra del Ludwig van Beethoven: temprano, medio o heroico, y tardío. Al primer periodo, época muy influenciada por el Clasicismo musical, por las sinfonías de Haydn, pertenecen las dos primeras sinfonías, además de varios conciertos para piano y doce sonatas. Ese periodo temprano es muy clasicista, con claridad en las melodías, una tonalidad muy marcada e incluso predecible (fíjate, la antítesis de la maldita música atonal de marras), entonaciones amables, nunca contrastantes, vamos la música que a uno lo reconcilia con la vida. En el periodo medio, que también llaman heroico, el fuerte carácter del compositor de Bonn comienza a hacerse patente: ahora sí hay melodías contrastantes entre los distintos movimientos, ahora hay bruscos cambios en las melodías, movimientos tempestuosos y enérgicos (de ahí lo de "heroico") contrastan con dulces adagios. Los historiadores recuerdan que en esa época el genial compositor estuvo aquejado de una sordera que debió agravar el carácter agrio al que tendía de forma natural. ¡Quién sabe a que se debía! Lo cierto es que si Beethoven no hubiese llegado a ese periodo, bien porque hubiera muerto tan joven como murió Mozart o bien porque su personalidad no se hubiese amargado tanto, la humanidad no hubiese disfrutado de la belleza sin par de la música beethoveniana. La Sinfonía nº 4, aun perteneciendo al periodo heroico, participa todavía de características de la etapa anterior, tanto es así, que el momento principal en el que se puede notar esa lucha, ese sufrimiento, esa tempestuosidad es en el primer movimiento, Adagio - Allegro vivace, con un tono lúgubre a la vez que pasional y trágica; el segundo movimiento, Adagio, y sobre todo el tercero, Scherzo, son mucho más joviales y alegres, menos "heroico " de lo que serán los movimientos de las sinfonías posteriores. De nuevo en el cuarto movimiento, Finale, se vuelve a un ritmo frenético, aunque la vivacidad y la jocosidad característica de toda la obra prevalece. Comparando con las ciento cuatro sinfonías de Haydn (¡ciento cuatro, por Dios!), las nueve sinfonías de Beethoven pueden parecer poca cosa, pero claro, ¡qué nueve sinfonías! Un servidor prefiere con gran diferencia la Sexta sinfonía, la Pastoral, que es un verdadero himno a la alegría de vivir, y la Novena, una verdadera obra maestra de la música culta de todos los tiempos, pero la Cuarta sinfonía es otra de esas pequeñas joyas que el bueno de Beethoven regaló a la posteridad para encontrar, cada vez que se escucha, otro motivo para seguir alentando.
 Y, después del descanso, Chaikovski. Y Chaikovski nunca defrauda. He de reconocer que la Sinfonía Manfred en Si menor, opus 58 no es una de mis favoritas del gigante ruso, pero es que, claro, con obras como El lago de los cisnes, El cascanueces, Romeo y Julieta, el Primer concierto para piano, el Concierto para violín o  Eugenio Onegin, alguna obra tendría que gustarme menos. Pero como digo, nunca defrauda. La Sinfonía Manfred es, como su nombre indica, una sinfonía, obvio, es decir, no es una ópera ni música escénica alguna, pero sí es una composición que pone música a una obra literaria, concretamente la obra de Lord Byron Manfredo, un poema dramático, en el que el inglés retrata a un ser atormentado, cargado con una culpa insoluble que habita en los Alpes; tan atormentado está que la única salida que tiene a su dolor es el suicidio. Para musicar ese poema, Chaikovski busca una música oscura, no podría ser de otro modo. En el primer movimiento, Lento lúgubre, se representa al protagonista vagando por las cumbres de los Alpes, en soledad y con la culpa que lo atenaza. El segundo, Vivace con spirito, es casi un scherzo, un baile, pero muy cargado de lirismo, no alegre ni optimista. El tercer movimiento, Pastorale, andante con moto, es el fragmento más bello de la obra, representa la vida sencilla y sin complicaciones que Manfred contempla en los valles alpinos, con sus campesinos dedicados a sus labores; contiene una melodía iniciada por el oboe al que se unen las cuerdas que es, francamente, una de esas genialidades que sólo Chaikovski pudo crear. Por último, el cuarto movimiento, Allegro con fuoco, acompaña el tremendo desenlace del poema; aquí Chaikovski pergeña una gran fuga orquestal que simula las hordas infernales que persiguen al protagonista. Preferencias aparte, la Sinfonía Manfred es otra gran obra del compositor ruso, aunque parece ser que él mismo, acerbo y amargo, llegó a declarar: "Sobre Manfred, puedo decir que es una obra repulsiva, y la odio profundamente, excepto por el primer movimiento", así que consideraba que era "demasiado pretenciosa". Bien es sabido que Piotr Chaikovski sufrió depresiones toda su vida, quizá esas injustas palabras fueran provocadas por un agudo ataque de abatimiento, pero lo cierto es que contiene pasajes que han quedado, una vez más como canónicas de la música culta del periodo Romántico. Desde un punto de vista personal, ser consciente del esfuerzo que supone para una orquesta sinfónica al completo (la OSCyL ayer, casi cien músicos) representar esta obra, llevándola a la excelencia interpretativa es un lujo que no me cansaré de alabar.

lunes, 11 de noviembre de 2024

"El día de la lechuza", de Leonardo Sciascia.

  Quinta novela que leo del autor siciliano. Muchos puntos en común con las anteriores: ambientación en la sempiterna Sicilia, la mafia y la respuesta a la misma como tema principal, el investigador venido del norte como protagonista, toma de partido social y político por el escritor... Sí, son muy parecidas. La calidad es aceptablemente alta en todas, no son las típicas novelas detectivescas que tanto están de moda (aunque, al menos en Italia, Sciascia llegó a ser un superventas en su época). Pero hay una minuciosidad en la descripción psicológica de los protagonistas, tanto individuales como sociales, que permite disfrutarla incluso cuando no se es aficionado a la narrativa policíaca. Por otro lado está la crítica social de los que, en parte por miedo, en parte por pereza, en parte por connivencia miran hacia otro lado permitiendo que la violencia campe por sus respetos. Es Sicilia, claro, pero podría ser cualquier otro lugar, y es que, probablemente, la tendencia natural del ser humano ante problemas serios que comprometen la propia vida es más la huida que la lucha (esto lo admite poca gente, al menos poca gente de la que habla mucho, quizás más los que escribimos más que hablamos). Lo cierto es que esa supuesta cobardía, cuando la violencia es omnímoda, se convierte en prudencia y sensatez, virtudes imprescindibles si se quiere llegar a viejo. Luego está el posicionamiento político de Leonardo Sciascia, que es quizá demasiado evidente en esta novela: en las peligrosas relaciones entre mafia y política, Sciascia siempre barre hacia "su" partido, al menos el partido político del que estaba más cercano, el Partido Comunista de Italia. Cierto es que el contrario, la Democracia Cristiana tuvo, precisamente, un montón de vergonzantes casos de corrupción de altos cargos con actividades mafiosas, pero también es verdad que, a lo largo de los decenios, no hubo partido político italiano que no tuviera su escándalo mafioso correspondiente. Aquello de ver la paja en ojo ajeno y no ver la viga en el propio...
 Argumento de El día de la lechuza: en un pueblo del interior de Sicilia han asesinado de un par de tiros de escopeta a un contratista de la construcción. Ha sido a plena luz del día, en mitad de la plaza del pueblo y cuando salía el autobús hacia Palermo. Pero nadie ha visto nada. Para investigar el caso llega un capitán de carabineros procedente de Parma (aquí lo típico del autor de un detective traído del norte de Italia), que se topará con la famosa ley del silencio siciliana, la omertà. Para más inri, otro vecino ha desaparecido en el momento del asesinato, se teme por su vida, ya que justo salía de su casa en ese momento y, probablemente, fue testigo involuntario del crimen (aquí, como en otras novelas de Sciascia, la muerte del que no tiene culpa ninguna, tan sólo por estar en el sitio equivocado a la hora inoportuna). La frialdad investigadora del capitán de carabineros llevará a la detención de los supuestos asesinos y al descubrimiento de los cadáveres. Gracias a todo tipo de triquiñuelas entre las que están las declaraciones falsas cruzadas, las amenazas veladas en comisaría o promesas de trato de favor si colaboran consiguieron las declaraciones inculpatorias. Lo más difícil es dar el paso siguiente, pues esos dos eran los asesinos materiales, pero ¿quién quiso matar al contratista? El investigador llega hasta el capo mafioso local, el onorevole don Mariano, el cual ya está a un nivel muy superior. Éste es un tipo que tiene intereses en la construcción, tanto de obra civil como de edificación, donde el asesinado también tenía intereses. Pero la dificultad mayúscula estriba en los protectores del honorable don Mariano, quien tiene vínculos en la política nacional al más alto nivel. Es entonces, ya en el juicio, cuando los acusados niegan todo, incluidas las declaraciones en comisaría, que aducen fueron hechas bajo tortura y acaban siendo declarados en libertad por falta de pruebas.
 Una novela breve interesante y bien escrita. Sin grandes aspiraciones, salvo la de denunciar esa ley del silencio que enfanga a la sociedad al impedir que se investiguen asesinatos y otros desmanes graves, además de las graves complicidades del poder político con el poder social que es la mafia.

viernes, 8 de noviembre de 2024

"El club de los incomprendidos", de G.K. Chesterton.

  Chesterton es inconfundible. Es un autor que está a medio camino de la llamada Literatura victoriana y la contemporánea, en buena medida como corresponde a haber vivido entre 1874 y 1936, pero también por su formación y su manera de ser. Así, trata de representar la naturaleza (del mundo que lo rodea o de sus personajes) con un realismo absoluto, sin dejar nada a la idealización, predominando la razón sobre lo romántico; al mismo tiempo tiene una moralización de las actitudes y los personajes, penalizando a los negativos y premiando a los positivos; y, por supuesto, el estilo cuidado, con frases largas, abundancia de frases subordinadas y muy rica adjetivación. Todo lo anterior se podría aplicar sin problemas a la narrativa de Dickens, Henry James, Tackeray, Wilkie Collins y demás autores victorianos, y también a Chesterton. Pero Chesterton es de otra generación, con  lo que los temas son tratados más livianamente, con mucho más humor y despreocupación, con otro estilo, mucho más contemporáneo. Pero lo que define a Chesterton (y precisamente en está pequeña novela es muy evidente) es la paradoja, un juego intelectual, con el que el autor presenta de una forma clara a los personajes y sus relaciones, para darle luego la vuelta como a un calcetín, invirtiendo por completo aquellas relaciones y la idea que el lector se hace de los personajes. Es un recurso que han utilizado otros autores famosos como Kafka o Borges, pero en el que Chesterton destaca sobremanera, haciendo que la lectura sea fresca y sorprendente. Por otro lado, la cuestión moral y religiosa es fundamental en Chesterton, debió ser un hombre de profundas preocupaciones espirituales, lo cual lo llevó de un agnosticismo militante, imbuido por su familia y por el industrialismo y materialismo que predominó en la Revolución industrial, al anglicanismo y, por último, al catolicismo. Así, los personajes encarnan frecuentemente las virtudes evangélicas: la humildad, la misericordia o la bondad, despreciando los valores humanos y sociales que han predominado en toda época.
 El club de los incomprendidos se explicita mejor con su subtítulo, Cuatro granujas sin tacha, pues presenta a cuatro individuos que son precisamente lo más deplorable de la sociedad, pero que al final (ejemplo de la paradoja de la que hablaba antes) pasan a ser verdaderos dechados de virtudes. Así, un ladrón, un charlatán, un asesino y un traidor se transforman en ejemplos a seguir, cuando su verdadera condición es expuesta y se comprueba que no son sino lo mejor de la sociedad, aunque como no buscan honores humanos son repudiados por la misma. Cada uno de los cuatro personajes son presentados en respectivos relatos, que conforman la unidad de la novela. El asesino moderado está ambientado en el Egipto bajo administración británica, donde el gobernador Tallboys ha sido tiroteado. Su agresor, un tal Hume (quizá remedo del filósofo escocés David Hume que postulaba que el conocimiento humano derivaba exclusivamente de la experiencia), se presenta como un "asesino moderado", ese oxímoron, en un principio incomprensible se explicita al final cuando se comprueba que el pistolero había herido superficialmente al gobernador para que éste no fuera asesinado, como se preveía lo iba a ser, poco después; así, ese tal Hume mantenía el poder establecido en Egipto como buen moderado que era. El segundo incomprendido es El charlatán honrado, descrito en un relato detectivesco en el que un médico se ve obligado a inventarse una enfermedad mental para incapacitar e ingresar en un psiquiátrico a un conocido que va a ser acusado falsamente de asesinato. Haciendo eso éste quedará eximido de culpa, con lo que se demuestra que toda la charlatanería falsa del galeno tenía un fin honrado. En El ladrón absorto se narra a un estrambótico personaje, hijo de una familia adinerada que hizo fortuna de formas poco honorables. El tipo, Alan, pasa por ser la oveja negra de la familia, pues no siguió con los negocios familiares y fue enviado a Australia. Allí vio la luz y volvió a Inglaterra con un extraño propósito: enmendar los desmanes familiares. Pero lo hace sin aparentarlo, convirtiéndose en un aparente ladrón, pero que en lugar de quitar dinero a sus víctimas, éstas quedan con más dinero del que tenían. Así trataba de compensar todo el latrocinio que su familia cometió en el pasado. El traidor leal está ambientado en los Balcanes, allí un supuesto revolucionario urde un plan con personajes ficticios para forzar al gobierno a que tenga mejor trato hacia sus súbditos.
 En fin, en todos los relatos está presente la paradoja a la que hacía antes referencia: se presentan una situación y unos personajes concretos de forma clara y meridiana, pero al final es exactamente lo contrario, los malvados son bienhechores y viceversa. En todo, como decía antes, está presente ese huir de las falsas apariencias de la sociedad, buscar la verdadera naturaleza de las cosas y de las personas, siempre bajo una óptica cristiana.

Segundo concierto de abono de la temporada 24-25 de la Orquesta de Castilla y León, dirigida por Fabien Gabel. Obras de Fauré, Gruber, Richard Strauss y Florent Schmitt.

  Ayer disfrutamos de otro espléndido concierto en el Auditorio Miguel Delibes. La OSCyL estuvo conducida por el director francés Fabien Gabel. Se guardó, como era obligación moral y deseo de todos los asistentes, un minuto de silencio en recuerdo de las víctimas de las terribles inundaciones acaecidas recientemente en el Levante español. 
 El concierto comenzó con un fragmento de Pelléas et Mélisande, opus 80 de Gabriel Fauré, una de las obras más conocidas, junto con la Pavana, del egregio autor romántico e impresionista francés. No sería el único de la noche, pues su compatriota Florent Schmitt y el bávaro Richard Strauss también pertenecen a ese periodo que supuso el paso de las melodías contrastantes y apasionadas, y virtuosismos del piano o del violín del Romanticismo musical hacia la mayor libertad armónica y rítmica del Impresionismo. Sólo Gruber distorsionó el concierto, luego explicaré cómo. Claro está que Pelléas et Mélisande es una obra escénica para ilustrar musicalmente la pieza de teatro homónima de Maurice Maeterlinck, un drama romántico, el clásico triángulo amoroso. Así, la música de Fauré (también ocurre lo mismo en la obra homónima de Claude Debussy, cuyas melodías estuvieron espiritualmente presentes todo el concierto como comentaré más tarde) es música escénica que debe acompañar a lo que está ocurriendo en la obra teatral, y en ese sentido Gabriel Fauré es un genio absoluto. En el primer movimiento, Prélude, la melodía dulce y suave muestra la ingenuidad doncellil de Mélisande; el segundo, Fileuse (Hilandera), por el contrario, simboliza el trágico destino de los amantes, personalizado por la flauta, el fagot y los violonchelos, mientras que la trompa representa al marido engañado, Golaud; el tercer movimiento, Sicilienne, es uno de los movimientos más bellos jamás creados, un diálogo entre el arpa y la flauta, que enamora al más duro de corazón; por último, termina el fragmento con La mort de Mélisande, que, no podía ser de otro modo, no es sino una marcha fúnebre que acompaña a la muerte de la heroína. Es una obra excelsa, de una belleza pocas veces alcanzada.
 Pero hete aquí que los que programan los conciertos de la OSCyL buscan el mayor contraste posible entre las obras (digo yo que será por eso), y plantean una de las obras más conocidas (absolutamente desconocidas por mí, lo digo sin pena alguna) de Heinz Karl Gruber, un compositor austriaco contemporáneo, ya octogenario, discípulo de la llamada Segunda Escuela de Viena, de la cual sobresalió como todo el mundo sabe Arnold Schoenberg. Es decir, la música de Gruber cae en eso que se ha llamado atonalidad y dodecafonismo, una aberración (en mi humilde opinión) en el que la música es hurtada de la melodía y el ritmo que la hacen comprensible. En concreto, la "música" de HK Gruber es definida como neotonal, e incluso se la considera parte de la Tercera Escuela de Viena... En fin, esto de las escuelas de Viena es otra aberración, pues los musicólogos denominaron Primera Escuela de Viena a la música compuesta por Haydn, Mozart y Beethoven, ¡Nada menos! Pero las comparaciones de los tres gigantes con los otros... Bueno, parece que Gruber compuso Aerial pensando en un trompetista concreto, el noruego Hakan Hardenberg, que anoche nos acompañó. La obra, veinticinco minutos de desatinos atonales, sirvió, al menos, para que el solista demostrara su sobresaliente dominio de la trompeta. Fue muy significativo que en el bis, el propio Hardenberg anticipó con un "I think you deserve some melody" ("Creo que merecen algo de melodía"), y nos premió con un estándar jazzístico. Más claro, agua.
 Después del descanso tocó el turno de Richard Strauss y Schmitt. Del muniqués ya he hablado en otras ocasiones en este blog, pues se representa en el Auditorio Miguel Delibes obras suyas con relativa asiduidad. Hoy tocaba la Danza de los siete velos de la ópera Salomé, basada en el drama homónimo de Oscar Wilde, basada a su vez en la historia neotestamentaria de la decapitación de Juan el Bautista por orden de Herodes. Salomé en esta historia, ya se sabe, era la hija de Herodes y Herodías, quien, al bailar ante su padre con extrema destreza y gracia es premiada  por éste con el trofeo que ella decida, siendo urgida por su madre a que pidiera la cabeza del Bautista. Así pues, nos encontramos con más música escénica, para la que Strauss (Richard, no confundir con la egregia familia creadores de los más hermosos valses encabezada por Johann y continuada por Josef y Eduard) es otro genio sin igual. En Salomé, Richard Strauss propone unas melodías de cierto aroma "orientalizante", con preciosos arabescos interpretado por el oboe e incluso una corta tonada de origen turco; por otro lado, enérgicas entonaciones de resonancias wagnerianas contrastan con las suaves canciones anteriores.
 Y por último, otra versión de Salomé, en este caso a cargo del compositor francés Florent Schmitt, concretamente La Tragédie de Salomé, opus 50. Reconozco que no había escuchado nada de este autor nacido en 1870 y fallecido en 1958, y que hace honor a ese periodo del que hablaba antes del paso del Romanticismo musical al Impresionismo, periodo muy fructífero para el país vecino, con gigantes como Debussy, Ravel, Satie o Fauré. La Tragédie de Salomé está dividida en dos partes, ambientada en el palacio de Herodes, comienza con un Prélude de carácter descriptivo con arabescos orientalizantes a cargo del corno inglés; después, la Danse des Perles es un scherzo que musicaliza la danza de Salomé ante su padre; luego, ya en la segunda parte, Les enchantements sur la mer que inevitablemente trae recuerdos del sublime poema sinfónico La mer de Claude Debussy, con esas olas encarnadas en melodías in crescendo; después, la Danse des éclairs (Danza de los relámpagos) con un frenesí rítmico; y por último la Danse de l'effroi  (danza del espanto), que simboliza el asesinato y decapitación de Juan el Bautista. 
 Ha sido, pues, un concierto muy romántico, todo con música escénica de ese periodo, a medio camino entre el siglo XIX y el XX, con melodías y ritmos apasionados que musicalizan las ansias y pasiones humanas. Tan solo el bodrio de Gruber ha estado fuera de lugar.

sábado, 2 de noviembre de 2024

"Sofía viste siempre de negro", de Paolo Cognetti.

  Las normas (incluso las que uno mismo se impone) están para ser incumplidas. Tamaña tontería que acabo de escribir viene a cuento porque un servidor se llena la boca jurando y perjurando que no lee literatura contemporánea para no caer en el error de leer basura promovida desde las grandes editoriales, que prefiero leer lo que tiene un mínimo de ochenta años, novelas y obras en las que el tiempo ha dejado su pátina de polvo y olvido para así leer sólo aquello que de verdad merece ser leído y no caer en modas y promociones editoriales. Vale, el argumento es simplón, pero incontestable, pero como con todo, también en esto me engaño a mí mismo. Porque la novela que acabo de terminar es de un tipo que tiene menos de cincuenta años y que, claramente, ha sido lanzado al estrellato literario por una de las editoriales más potentes de su país (en un inicio, Einaudi, que a su vez forma parte de Mondadori, que es parte de la multinacional editorial Penguin Random House Mondadori, casi nada). Sí, no respeto ni mis propios principios, esos a los que presumo estar tan adherido. En fin, me perdonaré la vida, por esta vez... Lo cierto es que creo haber leído todo lo que este tío ha publicado en nuestra lengua (con este libro son seis entre novelas, ensayos, o más bien ensayos novelados y "novelas ensayísticas", porque este Cognetti escribe, como es tan frecuente hoy, en una mezcla de reflexiones en voz alta con narración de ficción), y, la verdad, hasta hora todas mantenían una línea común temática y, sobre todo, formal, pero ésta es distinta.
 Las anteriores novelas de Paolo Cognetti que leí eran más consideraciones sobre la soledad del hombre, aunque se viva inserto en la sociedad; sobre el significado último de la vida cuando se pone en la piedra de toque, por ejemplo de la muerte de un ser querido. En esas novelas la forma era bastante deficiente. No me refiero a la sintaxis, sino a la estructura del texto; ésta era anodina, previsible, plana. Eso es algo que se constata con mucha frecuencia en nuestros días. Con todo, disfrutaba de las novelas de Cognetti porque presentan reflexiones muy comunes sobre la existencia, la soledad, la compañía, el paso del tiempo... que todos, en mayor o menor medida, experimentamos, y llegaba a unas conclusiones implícitas en el texto de las cuales yo no me sentía muy lejano. Bien, esta novela es muy diferente en la estructura y forma, si no fuera por los temas tratados cabría suponer que fueron escritos por distintas personas.
 Según parece, Sofía viste siempre de negro es una de sus primeras novelas, concretamente se publicó en 2012 y fue finalista del Premio Strega en 2013 (premio comercial otorgado por la Fondazione Bellonci y que ganaría en 2017 con su famosa novela Las ocho montañas). Lo cierto es que, a diferencia de otros textos de Cognetti, la que nos ocupa en esta entrada del blog tiene una estructura mucho más trabajada, con diez capítulos en los que se desgrana la vida de Sofía Muratore. En ellos, de forma un tanto anárquica, con analepsis, se va dando a conocer el personaje a través de los personajes secundarios con los que trata: su amigo de la infancia, Óscar; su madre, Rossana; su tía, Marta; su padre, Roberto; hasta llegar a Pietro, el escritor omnisciente que lo narra desde el principio. Es interesante y novedoso, porque el cuadro que es la personalidad de la protagonista se va formando en función de las distintas pinceladas que van dando esos personajes secundarios. Además, desde un punto de vista sintáctico, la novela está más elaborada que las anteriores, con oraciones más rebuscadas pero sin resultar artificiosas. No es ni mejor ni peor, va en gustos... Sofía viste siempre de negro (Finalista Premio Strega, 2013) está más desarrollada estructuralmente que temáticamente, mientras que Las ocho montañas (Premio Strega, 2017) es más sencilla en las formas pero más intensa en los temas, tanto, tanto, que parecen de autores diferentes. Lo que me cuesta comprender es el cambio de criterio de los jurados que otorgaron esos premios con tan solo cuatro años de diferencia; siendo malpensado cabría suponer que tenían de antemano tomada la decisión de promocionar a un joven escritor a toda costa y habían elegido al tal Cognetti para lanzarlo al estrellato. Pero eso es siendo malpensado, ya digo...
 La novela que acabo de leer, pues, gira en torno a Sofía Muratore, joven milanesa con problemas de relación en la infancia, tendencias suicidas en la adolescencia y dificultades en la juventud. Pero no hay dramas sensibleros ni nada por el estilo, se narra de forma casi aséptica, como un estudio de laboratorio, aunque, claro, se narran sentimientos más o menos intensos a lo largo de los poco más de treinta años de vida que se narran de la tal Sofía. Volviendo a lo de la estructura formal, aquí Cognetti demuestra ser un escritor capaz de pergeñar historias complejas y de aprovechar todas herramientas lingüísticas a su disposición. Las otras novelas, por el contrario, son más simples, pero llegan más lejos, digamos que parece que Paolo Cognetti ha encontrado su "voz personal" más tardíamente, aunque sea a costa de sacrificar una estructura y forma más elevadas
 Es ésta, pues, una novela muy bien pergeñada, trabajada y cuidada, aunque tiene menos capacidad de tocar el corazón del lector, capacidad que el autor italiano parece haber aprendido con el tiempo.

martes, 29 de octubre de 2024

"Waiting for the Idea", by Grant Snider (www.incidentalcomics.com).

 

Image taken from the website www.incidentalcomics.com

"Monkton el loco y otros cuentos de terror y misterio", de William Wilkie Collins.

  Del escritor victoriano William Wilkie Collins había leído un volumen de relatos encabezados por La mano muerta. Me pareció un escritor menor si se compara con Dickens, Henry James, Thackeray, Thomas Hardy o Anthony Trollope, pero con una calidad más que suficiente para los relatos breves. Como es habitual entre los escritores anglosajones del Romanticismo literario, tiene un gusto por lo oculto, lo extraño, lo anormal, que alguien llamó "gótico" y que ha perdurado hasta la actualidad en aquel país como Gothic Literature. Esta variedad del subgénero narrativo ha tenido un éxito de público, tanto que hoy en día, a más de ciento veinte años de la muerte de la reina que dio nombre al periodo, sigue en vigor e incluso se sigue escribiendo. Y es que, como precisamente era una característica fundamental del Romanticismo literario, la literatura tiene un filón enorme explotando los miedos, las inseguridades y las zozobras del ser humano. Esos miedos y zozobras se pueden materializar en lugares solitarios, castillos en ruinas o en amores enfermizos, angustias y depresiones, y, en general todo lo que tiene que ver con lo oculto y lo sobrenatural. Bien, Wilkie Collins es un maestro en esa narrativa, con relatos imaginativos, ocurrentes, ambientados siempre en lugares extraños, con personajes a menudo enloquecidos. 
 Y de ese tipo de narrativa, en nuestro país, se encarga con enorme mérito y provecho la editorial Valdemar. Ya me he deshecho en elogios en otras ocasiones sobre esta editorial, pero creo que no está de más hacerlo una vez más: la editorial Valdemar es un ejemplo de todo lo bueno y necesario de las editoriales (otras veces, meras máquinas de hacer dinero y manipular los gustos de los lectores para promocionar mediocridades). Los lectores necesitamos, obviamente, a las editoriales (y viceversa, claro), pero es que hay una labor menos valorada que es la de recuperar autores y textos que habían sido publicados hace muchos decenios, tantos que ya no se pueden encontrar por ningún sitio. Me atrevo a afirmar que la editorial Valdemar ha dado a conocer a las nuevas generaciones de lectores hispanohablantes las más importantes novelas de autores como los que he citado anteriormente, que son lo mejor de la literatura universal de todos los tiempos. Parece un poco exagerado, pero sólo hay que buscar en cualquier librería a los autores más importante de ese Romanticismo literario para comprobar que la mayoría son ya de la editorial Valdemar. Brindo por ellos, pues, de la mejor manera que se puede hacer: leyendo.
 Bueno, volviendo a Wilkie Collins, el volumen que tengo en las manos incluye esos relatos famosos como el que da título, Monkton el loco, además de La mano muerta o La mujer del sueño, que ya había leído, pero quedan otros siete, todos de muy buen nivel. Una cama terriblemente extraña está ambientado en París, donde un joven con ansia de aventuras entra a jugar en una casa de apuestas de los barrios bajos. Ganará tanto dinero hasta hacer saltar la banca, y para celebrarlo, el crupier le invitará a champán. Éste, claro, está envenenado, dejando al joven en un estado de sopor para el que el dueño de la casa de juego le ofrece dormir en la habitación para huéspedes. La antigua cama con dosel en la que se acuesta no es sino una trampa, pues el techo irá bajando hasta asfixiarlo, cosa que ocurriría si no fuera por su recia constitución. La señorita Jeromette y el clérigo es un clásico relato de fantasmas, muy victoriano. Es ejemplo claro de lo que antes llamaba "narrativa gótica", no es propiamente de terror, sino con una ambientación peculiar y sobrenatural muy del gusto de la época. La señora Zant y el fantasma es un ingenioso relato en el que se mantiene el suspense hasta el párrafo final, que explicita el título.
 El señor Percy y el profeta es un relato muy victoriano de caballerosidad y aventura, otros lugares comunes en los personajes de esa literatura. No tiene nada de sobrenatural, aunque mantiene la expectación hasta el desenlace último. El fantasma de John Jago  tiene una semejanza extraordinaria a Cumbres borrascosas. Como en la novela inmortal de Emily Brönte hay un malo malísimo como Heathcliff (el personaje del título, Jago) que, al final no es tan malo como parece sino un bruto al que la vida ha maltratado. Las semejanzas son aún mayores y las diferencias poco más que la ambientación en los páramos de Yorkshire o el Medio Oeste americano. Las gafas del Diablo, por último, es un ocurrente relato en el que un ricachón recibe de un sirviente unas gafas que le permiten leer los pensamientos de los que lo rodean, descubriendo infidelidades e inquinas que estaba muy lejos de percibir.