domingo, 1 de diciembre de 2024

Adventus Dei

       Robert Campin. ca. 1415-1425. Anunciación. Óleo sobre tabla. Bruselas, Musées royaux des Beaux-Arts de Belgique
                                                                                                 Imagen tomada de Wikimedia Commons

sábado, 30 de noviembre de 2024

"El penitente", de Isaac Bashevis Singer.

  Y, por supuesto, siempre quedará Isaac Bashevis Singer. Me sigue sorprendiendo este tipo. Según se puede comprobar en este humilde blog, he leído con ésta diecisiete obras de Singer, entre novelas y relatos; hay, por supuesto, diferencia de calidad entre ellas, pero no hay ni una sola que sea mala o floja, todas son interesantes, bien pergeñadas, con descripciones psicológicas profunda, personajes redondos que evolucionan en el tiempo... Lo he dicho por activa y por pasiva, Isaac Bashevis Singer es uno de los mejores escritores de todos los tiempos. Lo afirmaré aunque me torturen. Y eso que cuando empecé a leer El penitente me pareció quizá un punto más ligero, más liviano que los anteriores. Según la editorial Debolsillo (Grupo Penguin Random House), Singer escribió esta novela breve en 1983 (falleció en 1991), con lo que pensé en un principio que, tal vez por la avanzada edad del autor, la novela tenía menos enjundia que otras que he leído del genial autor polaco. Una vez más tuve que recular y admitir que "quien tuvo, retuvo", porque, si bien es verdad que la novela (diría que es más un relato largo que una novela) tiene menos personajes, menos interacción entre ellos, también es verdad que las reflexiones del protagonista, Joseph Shapiro, son joyas asombrosas que dan para llenar una vida (y tanto, se supone que son precisamente las conclusiones a las que ha llegado ese tipo tras haber vivido media vida de la forma intensa). Así que me trago mis palabras y reconozco una vez más que no he leído novela mala o floja de Isaac Bashevis Singer, y que esta novela breve en concreto, El penitente, tiene todas las características que hacen del Premio Nobel de literatura de 1978 uno de los más sobresalientes "juntaletras" que nunca existieron.
 Entre los temas habituales de Singer están el sentimiento de culpa y de alienación que sentían los judíos que se alejaban de la práctica de su religión. La alienación provenía de la aculturación que sufrían que los llevaba a ser medio judíos y medio gentiles, no encontrándose a gusto en ningún grupo social; de esa alienación proviene un sentimiento de culpa por haber abandonado la tradición de sus mayores. Así dicho podría parecer que lo que escribe Singer puede tener poca relevancia para alguien no judío, pero lo cierto es que el análisis de la vida, la razón de la existencia, el porqué de las cosas es tan exhaustivo, que llega a la esencia última de la naturaleza humana, sea cual sea la cultura, tradición o religión a la que el lector pertenezca.
 Argumento de El penitente: el autor narra, en primera persona, como viaja a Jerusalén y visita el Muro de las Lamentaciones. Allí un judío ultraortodoxo lo aborda al reconocerlo y le cuenta en un par de citas su vida. La vida de este judío, Joseph Shapiro, comienza en Europa Oriental, de donde huye en 1939, con los ejércitos del Tercer Reich campando por sus respetos. Llega a Nueva York donde en poco tiempo hará fortuna y se adaptará a la sociedad estadounidense, será aculturado y olvidará todo aspecto de piedad judía que practicara en Europa. Incitado por amigos se abandona a la lujuria, llegando a tener una amante que lo extorsiona y chantajea. Él asqueado de la situación vuelve a su hogar, a su mujer, encontrando a ésta con un amante. Hastiado de esa vida hipócrita, superficial y pecaminosa, resuelve volar a Israel e iniciar una nueva vida, más cerca de la que llevaron sus antepasados, una vida más piadosa. Tras dificultades mil, acaba por adentrarse para no salir más del  ultraortodoxo barrio jerosolimitano de Mea Shearim.  
 Los temas, como antes decía, son la alienación y el sentimiento de culpa, siendo la lujuria el gran pecado que atormenta al protagonista. Esto es tan frecuente en las novelas de Singer que es difícil no pensar que el propio autor debió pasar una vida torturado por la tendencia a ser arrastrado por la lascivia.
 Narrado como he narrado yo el argumento parece anodino y vulgar, pero como lo hace Singer, obviamente, es totalmente distinto. Las reflexiones de Shapiro son extraordinariamente profundas y, como decía antes, aplicables a cualquier ser humano, pertenezca a la cultura, tradición y religión que sea. Tanto es así que no puedo evitar copiar un par de frases que explicitan la riqueza de esas reflexiones.
 Las leyes del mundo están concebidas de tal forma que, si no quieres ser partícipe de sus delitos, tienes que convertirte en víctima de las mismas.
 Una de las pasiones más inanes del hombre moderno es la de leer los periódicos para mantenerse al tanto de las últimas noticias. Las noticias son siempre malas y ello te envenena la vida; pero el hombre moderno no concibe la vida sin ese veneno. Tiene que  enterarse de todos los asesinatos, de todas las violaciones. Tiene que conocer todas las insanias y las falsas teorías. No le basta con el periódico. Busca noticias adicionales en la radio o en la televisión. Se publican revistas donde se resumen todas las noticias de la semana y la gente lee de nuevo los crímenes cometidos por ese malhechor o lo que dice cualquier idiota.
 La claridad de pensamiento de Joseph Shapiro (álter ego de Singer) es tan iluminadora que acaba por ser un alegato por la búsqueda de la espiritualidad sobre el materialismo y el autocontrol sobre abandonarse a los instintos más primarios. Es esta novela breve una pequeña obra de arte, una más de Isaac Bashevis Singer.

Quinto concierto de abono de la temporada 24-25 de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Obras de Elgar, Arnold, Walton y Howard.

  En el día de ayer tocaba homenajear a compositores británicos. O eso parece. Desde luego, Inglaterra principalmente y, por extensión, el Reino Unido no tienen la pléyade de compositores geniales que tienen los países germánicos (lo digo así para no decir sólo Alemania y Austria, porque con algunos de ellos, los barrocos como ejemplo, no existía propiamente Alemania), ni tampoco Italia, ni aún Francia. De hecho, los británicos, nación melómana por otro lado, siempre buscó sus compositores para poder competir en igualdad de condiciones con otras naciones europeas. Es por ello que tenían la pésima costumbre de incluir entre sus compatriotas a compositores que habían nacido y se habían formado musicalmente en sus países, aun cuando hubieran residido y trabajado varios decenios en Inglaterra. El ejemplo que estoy narrando es, obviamente, Georg Friedrich Händel, prusiano de nacimiento, origen y formación musical, pero que vivió sus últimas décadas en Londres, donde moriría. Eso lo convierte, para los británicos, en más londinense que el Big Ben. Bueno, pues aparte de casos así, sí que hay grandes compositores británicos. No, no son Mozart, ni Beethoven, ni Bach, ni Vivaldi, ni Haydn, ni Tchaikovsky, ni... pero también los hay de gran calidad, como Henry Purcell en el periodo barroco, Gustav Holst en el romántico o Edward Elgar, autor que se representó anoche.
 Lo que sí hay son muchos compositores de un nivel inferior a los que nombré antes, pero que tienen un pequeño número de obras muy potables (ya hablé de Ralph Vaughan Williams en otra entrada, un compositor del siglo XX con un par de piezas geniales). Del siglo XX es precisamente Malcolm Arnold, autor prolífico que no desdeñó la composición para bandas sonoras de películas (como, por ejemplo, la de El puente sobre el río Kwai) o de series televisivas. Se interpretó la Obertura Peterloo, compuesta en 1968, una pieza dividida en tres grandes partes: un inicio muy suave con melodías dulces interpretadas por las cuerdas y el viento-madera, que poco a poco va siendo arrollada por los timbales, acompañados del resto de la percusión y el viento-metal en un in crescendo que va sustituyendo esa dulce melodía inicial por sonidos desasosegantes, de resonancias militares y bélicas; después vuelve la melodía placentera y relajada del inicio. No conocía yo la obra antes de saber que la tocaría la OSCyL ayer, la escuché varias veces, me pareció una música escénica, que ponía imágenes visuales muy claras y me monté yo mismo una película en cuanto a su significado. Se me ocurrió pensar en una pareja de jóvenes enamorados en un principio, cuyo amor es roto por la brutalidad de la guerra, que se lleva al chico al frente, por el final, supuse que el joven regresaba de la batalla vivo y sano y se reencontraba con su enamorada. Pues eso, una película que me monté, pero la música, tan visual es, justificaba plenamente la idea que me había formado. Pero no, lo cierto es que la Obertura Peterloo hace referencia a la "masacre de Peterloo", en 1819, cuando en una manifestación pública reclamando reformas políticas y sociales el cuerpo de caballería real cargó contra los manifestantes, matando a quince de ellos. De ahí la música militar, los timbales y el viento-metal a tutiplén.
 El concierto para solista fue el Concierto para viola de William Walton, interpretado esta vez por el violista francés Antoine Tamestit. Es esta una obra un tanto insulsa, que no acaba de llegar a ningún lado. Compuesta en 1928, aunque retocada por el autor en 1961, al menos está perfectamente dentro de la tonalidad y permite demostrar la maestría del solista de viola. Creo no ser injusto al decir que no fui ayer el único en el auditorio al que se le hizo interminablemente larga la obra que no dura más de treinta minutos. Obra anodina y banal.
 Después del descanso tocó el turno de Dani Howard, una joven compositora de poco más de treinta años y su The Butterfly effect. Es otra obra menor, muy menor comparada, por ejemplo, con la que termina el concierto, pero es grato encontrar jóvenes que componen música sinfónica en una época en la que parece que los pocos compositores de música culta se decantan por la más lucrativa creación de bandas sonoras.
 Y, para finalizar, lo mejor. Del concierto de ayer, que duda cabe, lo más interesante fue Elgar. De Edward Elgar todo el mundo ha escuchado Pompa y circunstancia, aunque sea en las solemnes celebraciones monárquicas a las que son tan caros una parte de la sociedad británica. Menos conocida, al menos por nombre, aunque reconocible por muchos al escuchar los primeros acordes es el bellísimo adagio Nimrod de las Variaciones Enigma. Bueno, pues la Obertura de concierto In the South es también conocido para muchos melómanos, aun cuando no se conozca su nombre o autor. Es ésta una pieza de una rotundidad apabullante. No hay movimientos propiamente dichos, pero se distinguen claramente tres temas, uno impetuoso, otro más elevado y un último evocador. Parece ser que Elgar compuso esta obra en una visita a Alassio, una pequeña ciudad en la Liguria italiana, quedando prendado de la belleza del paisaje. Para ser sincero, la obra de Elgar salvó el concierto de ayer, que de otro modo hubiera quedado desdibujado. En fin, por volver al principio, la música culta británica está varios escalones por debajo de la de otros países europeos, lo dicho, Purcell, Holst y Elgar salvan un poco los muebles, pero...

miércoles, 27 de noviembre de 2024

"A Story", by Grant Snider (www.incidentalcomics.com).

 

Image taken from the website www.incidentalcomics.com

"Viejas historias de Castilla la Vieja", de Miguel Delibes.

  Delibes es, para mí (y para tantísimos), un recuerdo de la adolescencia, de la juventud. En mi ferozmente lectora adolescencia me lancé primero hacia los grandes de la llamada "literatura juvenil", pero la de calidad, no la morralla comercial, es decir, leí a Julio Verne, a Emilio Salgari, Stevenson, Joseph Conrad, Rudyard Kipling... a lo más granado de una literatura de aventuras, muy ingenua en cuanto que los personajes eran separados en mitades opuestas de "buenos" y "malos", que acababan de manera impepinable con el triunfo del bien sobre el mal. Grandes lecturas, en todo caso, que me llevaron a ser lector de por vida. Además de esos autores también, en mi adolescencia, leí a Delibes. Y me alegro muchísimo de haberlo hecho, pues, aunque no se diga habitualmente, buena parte de la literatura de Delibes es juvenil. Es literatura juvenil, por ejemplo, El camino, que narra el paso de la infancia a la adolescencia de Daniel, "el mochuelo", alter ego evidente de Delibes, y su marcha a la ciudad para estudiar el Bachillerato; también es lo que los alemanes llaman "bildungsroman" (novela de aprendizaje, de formación) La sombra del ciprés es alargada, una novela de la que el propio Delibes no se sentía muy orgulloso, pero que sin embargo era "delibesiana" pura; Las ratas también cuentan con protagonistas juveniles; El príncipe destronado es, obviamente, la reacción del hermano mayor ante la llegada del hermano que lo destrona como hijo único... En fin, como para tantos autores, el paso de la infancia a la adolescencia y a la juventud han sido terreno abonado para excelentes novelas de Delibes, un escritor de sentimientos, pero eso sí bajo la austeridad que levamos en los genes los castellanos.
 Hace dieciocho años vine a vivir a la ciudad natal de Miguel Delibes por razones principalmente económicas. Casualidades de la vida, allá por 2007, 2008, pasaba todos los días varias horas en el entorno de la calle del Dos de Mayo de la capital del Pisuerga, calle donde vivía Delibes, y eran muchos los días que me cruzaba con un ya anciano y enfermo Miguel Delibes, siempre del brazo de su hija Elisa. Por supuesto, el paso lento y doloroso del egregio autor era interrumpido muchas veces por vecinos y paseantes con un "¡Buenos días, don Miguel!", "¡un placer saludarlo!", y salutaciones semejantes, que el bueno de Delibes respondía con una silente sonrisa. Mi habitual timidez me impedía acercarme, pero recuerdo con cierta nostalgia la emoción que sentía al pasar a menos de dos metros de uno de los escritores que más me marcó en mi primera juventud. Bien, creo que siempre tendré un grato recuerdo de Miguel Delibes, recuerdo que va inexorablemente unido a la ciudad de Valladolid en la que, quién sabe, quizá reside el tiempo que Dios me dé de vida.
 Bueno, pues, no sé por qué el otro día cogía esta publicación menor en la obra de Delibes: Viejas historias de Castilla la Vieja. Digo publicación menor comparada con el resto de novelas, pero desde luego es un texto muy "delibesiano". Lo es porque el tema tratado es la Castilla rural, su austero paisaje y su adusto paisanaje; también por, de nuevo, ser una novela de aprendizaje, pues se inicia con la salida del pueblo de un joven y termina con su vuelta cuarenta y ocho años después. Además, el gusto de Delibes por describir los severos paisajes castellanos, que han creado caracteres humanos igualmente hoscos y secos es una constante en su literatura; el autor es una verdadera enciclopedia de voces populares de Castilla, muchas de las cuales se han perdido ya.
 Una originalidad del texto es que es circular, pues el primer párrafo comienza como el último, con el encuentro del protagonista, Isidoro, con el Aniano, que le espeta un "¿Dónde va el estudiante?", ya sea cuando éste es un chico que va a la capital a ampliar estudios o, cuarenta y ocho años después, cuando regresa al pueblo. Cada capítulo (aunque no están estrictamente nombrados así) enlaza con el anterior con el tema que trata, ya sea un personaje o un elemento del paisaje, que es personaje en sí mismo.
 La edición de La Fábrica acompaña el texto de Delibes con las fotografías de Ramón Masats, imágenes en blanco y negro, de mitad del siglo pasado, del paisaje castellano, puro y duro. Parece ser que la edición primera, de 1964, supuso el trabajo conjunto del fotógrafo catalán con el escritor castellano, lo cual resultó en un extraordinario documento en el que el texto y las imágenes se complementan a la perfección.

martes, 26 de noviembre de 2024

"Las torres de Barchester", por Anthony Trollope.

  Hacía tiempo que no disfrutaba de una novela como de Las torres de Barchester, del escritor victoriano Anthony Trollope. Principalmente por la extraordinaria atmósfera descrita, por el paisaje y el paisanaje expuesto de una ficticia diócesis anglicana a mitad del siglo XIX. La capacidad de Trollope para urdir una trama absolutamente verosímil con tanto detalle es apabullante. Un servidor disfruta con enormidad estas novelas tan bien pergeñadas, me ha ocurrido desde mi primera juventud, que tiendo a desaparecer entre esas geniales líneas. Me pasó con En busca del tiempo perdido de Proust, que leí vestido de marinero en un cuartel en el ya lejano año 91, y que me sirvió para abstraerme de las rutinas y tonterías del servicio militar para poder mantenerme como individuo único equilibrado y consciente de mí mismo; me ha ocurrido en numerosas ocasiones con Dickens, también con Knut Hamsun y con Isaac Bashevis Singer. Son autores que llegan a describir tan bien la esencia de la naturaleza y la vida humanas que uno se aleja de la estúpida cotidianeidad con sus fútiles modas que envejecen en días; sus novelas reflejan el alma del hombre, sus ansias, anhelos, alegrías y tristezas más íntimas, aspectos que no cambian con el paso de los siglos. Leyendo Las torres de Barchester he conseguido aislarme de la morralla habitual que se consume a diario, principalmente servida por los medios de comunicación y las redes sociales; es decir, leyendo esta novela de casi setecientas páginas he conseguido ser más yo mismo, individuo, y menos perteneciente a un rebaño idiotizado. Doy gracias a estos autores por su aporte a la cultura general y me alegro enormemente de tener la capacidad de discernir entre la alta literatura y las lecturas ordinarias de "escritorzuelos" impuestas por las editoriales del momento.
Anthony Trollope. Imagen tomada de Wikimedia Commons.
 Anthony Trollope es considerado tradicionalmente como victoriano. Evidentemente su producción literaria (vivió de 1815 a 1882) se dio durante el reinado de la poderosa e imperial Victoria (de 1819 a 1901), pero cuando se habla de literatura victoriana pensamos en obras que, fuera del ámbito anglosajón, se denomina "Romanticismo". Ese Romanticismo tenía unas características muy definidas, entre las que destaca un ansia de libertad narrativa que intenta romper el precepto aristotélico de las tres unidades (acción tiempo y lugar), acabando así con la línea clara en la que el lector puede entender lo que ocurre (acción) en una localización (lugar) y una época (tiempo) determinados; por otro lado, el escritor del periodo romántico busca hipertrofiar los sentimientos de los personajes, desarrollando la pasión por encima de la razón; también son frecuentes los lugares y ambientes extraños, anómalos e incluso sobrenaturales, lo que han llamado "novela gótica". Bien, pues la narrativa de Anthony Trollope, aun siendo contemporáneo de, por ejemplo, Dickens (gran escritor victoriano por excelencia) no participa de estas características. De hecho, se puede decir que las novelas de Trollope son realistas, un tanto anticuadas para su época; él sí mantiene ese precepto aristotélico de las tres unidades (en esta novela la acción son las relaciones de clérigos anglicanos y sus familias, el tiempo es la primera mitad del siglo XIX y el lugar la inventada diócesis de Barchester); sí hay importancia de la pasión y del individualismo frente a los grupos sociales, pero en absoluto hay nada parecido a una novela gótica. Por ello los críticos consideran a Anthony Trollope como un bastión del Realismo literario cuando éste ya estaba mutando en toda Europa en el famoso Romanticismo. Su prosa, ya digo, resulta un tanto anticuada para haber sido escrita en la segunda mitad del XIX, pero aparenta más empaque que algunas novelas de estilo romántico (cuidado, no confundir con la novela rosa que escribía Corín Tellado, ¡eh!) de autores de gran renombre.
 El argumento principal de Las torres de Barchester son las intensas relaciones entre un grupo de clérigos, sus mujeres e hijos (recordemos que es la Iglesia Anglicana, donde no hay celibato) y, por encima de todo, las amargas luchas por el poder para conseguir los cargos más importantes e influyentes, desde el obispado hasta el de deán, pasando por el de custodio de un hospicio para ancianos. Cada puesto, claro, tiene una pingüe dotación económica anual por la que los interesados se pelean de manera más o menos civilizada, pero también tiene una posición de poder sobre los otros que anhelan mucho más que el vil metal. Papeles especialmente interesantes tienen los personajes femeninos, que, aunque no pueden optar (en aquella época al menos, hoy sí) a puesto alguno, influyen, cuando no gobiernan a sus maridos, pretendientes, hermanos y familiares para que ejerzan la autoridad que se les supone. La novela está estructurada en tres volúmenes y se inicia con la muerte del obispo de Barchester y su sucesión por el venerable doctor Proudie (Trollope, por cierto, gustaba de nombrar a sus personajes con apellidos que indicaban su carácter o algún rasgo de su personalidad, en el caso de "Proudie" se podría traducir por orgulloso) cuya mujer, la señora Proudie, "obispa" de Barchester mandaba e intrigaba mucho más que el propio obispo; con ellos desembarcará en la diócesis el señor Slope (traducible por "pendiente", "inclinación") que es el verdadero malvado de la novela, siempre manipulador, conspirando contra todos para trepar y conseguir las más altas cuotas de poder que pueda. Esos son los personajes perversos, los que son tratados con mayor bondad son Harding ("endurecimiento" en español) que aspira a ser custodio del hospicio para ancianos; Quiverful ("carcaj lleno") que también ansía ese puesto pero se contentaría con cualquiera con tal de alimentar a sus catorce retoños; la señora Bold ("audaz", "atrevida"), viuda con un niño pequeño y una notable renta a la que muchos cortejan; o Arabin, un ser sin aspiraciones ni maldad. Tras la presentación de los personajes en el primer volumen, se produce el nudo de relaciones, dimes y diretes, enfrentamientos y reconciliaciones, traiciones, lealtades y todo tipo de trato posible entre seres humanos. Trollope, gran moralista, recompensa a los personajes dotados de virtudes con el éxito final sobre los malvados, de modo que el intrigante Slope acabará por fracasar estrepitosamente en sus múltiples ambiciones.
 En cuanto a los temas tratados, los principales son, sin duda, la codicia del hombre como motor de muchos corazones; la bondad, en cambio de otros; los disimulos de algunos para conseguir avances; las luchas de poder... y, en general, las relaciones humanas. También hay un tema subyacente, hoy ya demodé, que tiene que ver con la Iglesia Anglicana y su modo de poner en práctica rituales, llegando a diferenciarse en aquellos principios del siglo XIX entre Iglesia Alta, aquella que pretendía mantener unos ritos más estrictos, más cercanos a los católicos e Iglesia Baja, la que promovía una mayor naturalidad y supresión de rigideces, para así poder ser entendidos más fácilmente por el pueblo. Esas diferencias fueron laminadas por el siglo XX y su homogeneización social, encontrándose hoy en día tan sólo la Iglesia Baja entre los anglicanos, reservándose los ritos más rigurosos para celebraciones monárquicas.
 Pero, al margen de argumento y temas, lo mejor de todo es cómo lo narra Trollope, qué capacidad extraordinaria tiene de describir la psicología de sus personajes y la evolución de la misma a lo largo del tiempo. Esto es lo que hace verdaderamente verosímil la sociedad pergeñada por el autor. Uno llega a conocer perfectamente a cada protagonista, y están tan bien delineados que se aprecian sus virtudes y defectos en las personas con las que tratamos cotidianamente.
 Decía antes que Trollope es un moralista, y no me retracto. Diré, incluso, que hace triunfar las virtudes evangélicas (humildad, sencillez, bondad, lealtad...) frente a los defectos mundanos (codicia, doblez, engreimiento, falsedad...). Quizá eso es lo único que tenga de cristiana la novela, porque la mayor parte de sus personajes, altos dignatarios de una iglesia cristiana, carecen por completo de ello.
 No puedo evitar transcribir el inicio del último capítulo del tercer volumen, en el que el autor resume su tradicional gusto a la hora de acabar una novela. Véase aquí, por mi parte, como elogio de este gran autor. "El final de una novela, como el final de una comida infantil, debe estar compuesto de dulces y ciruelas confitadas."

viernes, 22 de noviembre de 2024

Vigésimo octava edición de las Edades del Hombre, "Fernández y Montañés. El arte nuevo de hacer imágenes". Catedral de Valladolid.

  Nuestra Santa Madre, la Iglesia Católica, siempre ha recibido críticas y alabanzas por igual, otra cosa es que la Iglesia sea tan poderosa que durante siglos haya conseguido acallar las críticas, ya sea Inquisición mediante o por la manipulación masiva de sus fieles. Lo cierto es que, en los últimos tiempos, la Iglesia Católica parece herida de muerte en cuanto a número de fieles e influencia política internacional se entiende, pero ya van veinte siglos y es seguro que moriremos todos los que estamos vivos antes de que se tambaleen las columnas torneadas del Baldaquino de San Pedro.  En tiempos recientes, se critica también que el inmenso patrimonio artístico que poseen esté recluido en mohosos conventos, monasterios y palacetes, ocultos a la visión y disfrute de aquellos que poseemos sensibilidad artística suficiente. Precisamente para negar esa acusación, en 1988 la Archidiócesis de Valladolid tuvo la excelente idea de organizar una exposición anual, principalmente escultórica, con la enormidad de obras de arte que han ido acumulando a lo largo de los siglos. Tan loable iniciativa obtuvo una respuesta entusiasta por parte del público y las administraciones, de forma tal que, los años siguientes, se repitió en las diócesis de Burgos, León y Salamanca, dando el salto a Amberes el año 95. Desde aquel entonces, se han expuesto obras (cada año distintas, claro) por toda Castilla y León, Galicia, Madrid, además de Bélgica y Estados Unidos. Hoy, Las Edades del Hombre son un referente cultural y artístico de una inmejorable gestión del patrimonio, y ha sido fuente de inspiración para la realización de otras exposiciones en todo el mundo. Así que, para ser ecuánime, hemos de alabar tanto la iniciativa inicial como su mantenimiento durante casi cuatro decenios. Este año 2024, Las Edades del Hombre vuelve a su lugar de origen, Valladolid, comparando la labor de dos escultores inmensos y sus respectivas escuelas, la castellana encabezada por Gregorio Fernández, y la andaluza, por Martínez Montañés.
 Por cierto, los lugares escogidos para las exposiciones son, es de todos conocido, siempre lugares sacros: catedrales, colegiatas e iglesias, mostrando cuán excelente es la relación entre la religiosidad y el arte, algo que hemos perdido en los últimos siglos, pero que los jerarcas de la Iglesia bien conocían, sabedores de que la imagen, ya sea pictórica o escultórica, ayuda al fiel a fortalecer su espiritualidad. Bien, este año toca la Catedral de Valladolid, cuya advocación es a Nuestra Señora de la Asunción. 
 Las obras expuestas  desde el pasado 12 de noviembre hasta el 2 de marzo son esculturas barrocas, todas del primer tercio del siglo XVII, época en la que la capital del Pisuerga tenía un peso específico mayor que el actual (no olvidemos que Valladolid fue la capital del Imperio Español de 1601 a 1606). Estos hechos dieron también gran importancia eclesiástica a Valladolid y por extensión a la producción artística religiosa, afincándose en ella una extraordinaria nómina de escultores de primerísimo nivel, entre ellos, claro está, Gregorio Fernández (gallego de Sarria), y antes que él, Juan de Juni (borgoñón de Joigny) y Alonso Berruguete (palentino de Paredes de Nava). Con esos autores no es de extrañar que se hable de la "Escuela castellana" como un foco de producción escultórica de primer nivel. Análogamente a la pujanza de Valladolid a finales del XVI y principios del XVII, en Sevilla, ciudad que recibía buena parte de la riqueza que venía de América (riqueza material pero también cultural) se formaba la llamada "Escuela andaluza", encabezada por Juan Martínez Montañés. Ambas escuelas rivalizaron en la creación de bellísimas tallas religiosas que hoy Las Edades del Hombre nos propone comparar. Así, con muy buen criterio, se exponen obras semejantes para que el público pueda deleitarse con las diferencias y semejanzas entre las escuelas: a un San Juan Bautista de Montañés, por ejemplo, se enfrenta un San Juan Bautista de Gregorio Fernández; o una Inmaculada Concepción del castellano a otra del andaluz. 
Detalle del Cristo Yacente (1607), Gregorio Fernández. Museo Nacional de Escultura, Valladolid.
 Ambas escuelas escultóricas, claro, son plenamente barrocas, mostrando con soberbia calidad el sufrimiento de Cristo o la espiritualidad de Vírgenes y santos, pero la Escuela castellana fue más allá, mostrando la imagen de Ecce Homo con una crudeza difícil de aguantar (si se tiene sensibilidad, claro) lo cual llevaba a los fieles al éxtasis religioso; la Escuela andaluza, por el contrario, era más fiel a un clasicismo artístico, que no pretendía desarrollar en exceso los padecimientos de Cristo, por ejemplo, sino la espiritualidad suprema y la renuncia al mundo. Es la contraposición de los dos estilos (que también eran plenamente complementarios) entre el Ecce Homo, "ese Hombre", el sufrimiento humano de Cristo, y el Noli me tangere, "nada me toque", la figura divina de Jesucristo.
 En la exposición actual también se pone en relieve la importancia que tuvo el Concilio de Trento (1545-1563) en la producción artística, pero, en mi opinión, se omite un hecho fundamental: el Concilio de Trento tuvo lugar, en buena medida, como contraposición a la Reforma protestante, y supuso una mejora de la Iglesia Católica, pero también un refuerzo en su catolicidad. Este galimatías, aplicado al plano artístico, viene a decir que desde Roma se refuerza el valor que las obras de arte tenían en un ámbito pedagógico y espiritual, desdeñando los supuestos peligros de idolatría que denunciaban los protestantes. Lo cierto es que, casi quinientos años después, estas tomas de posición se transforman en una riquísima escultura y pintura barroca en los países de mayoría católica, y la práctica nulidad de éstas en los países protestantes.
Juan de Mesa (discípulo de Montañés): Cabeza de San Juan Bautista. Museo de la Catedral. Sevilla.
 En definitiva, para ser justo, como decía al principio, se pueden atribuir muchos defectos a la Iglesia Católica, al fin y al cabo está compuesta por hombres y mujeres falibles, como todos, pero también gracias a la Iglesia Católica se han conservado miles de obras artísticas de incalculable valor que, con regularidad metódica y bien ejecutada, son expuestas a todos aquellos que tenemos gusto y sensibilidad para disfrutarlas.

martes, 19 de noviembre de 2024

domingo, 17 de noviembre de 2024

Cuarto concierto de abono de la temporada 24-25 de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Obras de Beethoven y Chaikovski.

  Cuarto concierto de la temporada de la OSCyL, esta vez dirigida por su batuta oficial, Thierry Fischer. A diferencia de la audición anterior, ayer no había ningún autor desconocido, ninguna pieza ignota, ninguna "música atonal" (perdón por el oxímoron) en el programa. A Dios sean gracias dadas.
 La temporada pasada comenté que la OSCyL había tomado la loable decisión de representar las nueve sinfonías de Beethoven a lo largo de tres años. No puedo estar más de acuerdo con este tipo de resolución. Creo, espero no ofender a nadie, que para la ciudad de Valladolid o incluso todo el territorio de Castilla y León, se ha de programar obras conocidas y apreciadas por el gran público; las mil seiscientas, mil setecientas personas que nos juntamos dieciocho o diecinueve veces al año para disfrutar de un concierto de música sinfónica a orillas del Pisuerga nos deleitamos con las obras maestras de la música culta, desde la música antigua, pasando por el Barroco, el Clasicismo, el Romanticismo y las primeras últimas vanguardias (nótese que digo "primeras últimas vanguardias", no voy mucho más allá de, por ejemplo, Erik Satie), pero no creo que haya mucho público ansioso por escuchar lo que se haya compuesto en los últimos sesenta o setenta años, y muchísimo menos aún que quiera escuchar música atonal (¡qué fijación tengo con esa basura que llaman "música atonal"!). Quiero decir que, de nuevo no quiero ofender a nadie, no es éste un público que busque novedades no consolidadas por el tiempo, no es un público que busque descubrir en el auditorio a compositores ignotos, por el contrario, es un público conservador (quizá no sólo en lo musical) que busca recrearse en las grandes obras de todos los periodos que he citado antes. Estoy seguro de que  se pueden programar veinte conciertos al año durante varios lustros sin llegar a repetir una sola obra. Bueno, pues eso, el concierto de ayer es ejemplo perfecto de una programación de calidad y por todos apreciada, nada menos que Beethoven y Chaikovski.
 Y con esa espléndida resolución de interpretar las nueve sinfonías de Beethoven en tres temporadas, ayer tocó la Sinfonía nº 4 en Si bemol mayor, opus 60. Los musicólogos, es de todos sabido, dividen en tres grandes periodos la obra del Ludwig van Beethoven: temprano, medio o heroico, y tardío. Al primer periodo, época muy influenciada por el Clasicismo musical, por las sinfonías de Haydn, pertenecen las dos primeras sinfonías, además de varios conciertos para piano y doce sonatas. Ese periodo temprano es muy clasicista, con claridad en las melodías, una tonalidad muy marcada e incluso predecible (fíjate, la antítesis de la maldita música atonal de marras), entonaciones amables, nunca contrastantes, vamos la música que a uno lo reconcilia con la vida. En el periodo medio, que también llaman heroico, el fuerte carácter del compositor de Bonn comienza a hacerse patente: ahora sí hay melodías contrastantes entre los distintos movimientos, ahora hay bruscos cambios en las melodías, movimientos tempestuosos y enérgicos (de ahí lo de "heroico") contrastan con dulces adagios. Los historiadores recuerdan que en esa época el genial compositor estuvo aquejado de una sordera que debió agravar el carácter agrio al que tendía de forma natural. ¡Quién sabe a que se debía! Lo cierto es que si Beethoven no hubiese llegado a ese periodo, bien porque hubiera muerto tan joven como murió Mozart o bien porque su personalidad no se hubiese amargado tanto, la humanidad no hubiese disfrutado de la belleza sin par de la música beethoveniana. La Sinfonía nº 4, aun perteneciendo al periodo heroico, participa todavía de características de la etapa anterior, tanto es así, que el momento principal en el que se puede notar esa lucha, ese sufrimiento, esa tempestuosidad es en el primer movimiento, Adagio - Allegro vivace, con un tono lúgubre a la vez que pasional y trágica; el segundo movimiento, Adagio, y sobre todo el tercero, Scherzo, son mucho más joviales y alegres, menos "heroico " de lo que serán los movimientos de las sinfonías posteriores. De nuevo en el cuarto movimiento, Finale, se vuelve a un ritmo frenético, aunque la vivacidad y la jocosidad característica de toda la obra prevalece. Comparando con las ciento cuatro sinfonías de Haydn (¡ciento cuatro, por Dios!), las nueve sinfonías de Beethoven pueden parecer poca cosa, pero claro, ¡qué nueve sinfonías! Un servidor prefiere con gran diferencia la Sexta sinfonía, la Pastoral, que es un verdadero himno a la alegría de vivir, y la Novena, una verdadera obra maestra de la música culta de todos los tiempos, pero la Cuarta sinfonía es otra de esas pequeñas joyas que el bueno de Beethoven regaló a la posteridad para encontrar, cada vez que se escucha, otro motivo para seguir alentando.
 Y, después del descanso, Chaikovski. Y Chaikovski nunca defrauda. He de reconocer que la Sinfonía Manfred en Si menor, opus 58 no es una de mis favoritas del gigante ruso, pero es que, claro, con obras como El lago de los cisnes, El cascanueces, Romeo y Julieta, el Primer concierto para piano, el Concierto para violín o  Eugenio Onegin, alguna obra tendría que gustarme menos. Pero como digo, nunca defrauda. La Sinfonía Manfred es, como su nombre indica, una sinfonía, obvio, es decir, no es una ópera ni música escénica alguna, pero sí es una composición que pone música a una obra literaria, concretamente la obra de Lord Byron Manfredo, un poema dramático, en el que el inglés retrata a un ser atormentado, cargado con una culpa insoluble que habita en los Alpes; tan atormentado está que la única salida que tiene a su dolor es el suicidio. Para musicar ese poema, Chaikovski busca una música oscura, no podría ser de otro modo. En el primer movimiento, Lento lúgubre, se representa al protagonista vagando por las cumbres de los Alpes, en soledad y con la culpa que lo atenaza. El segundo, Vivace con spirito, es casi un scherzo, un baile, pero muy cargado de lirismo, no alegre ni optimista. El tercer movimiento, Pastorale, andante con moto, es el fragmento más bello de la obra, representa la vida sencilla y sin complicaciones que Manfred contempla en los valles alpinos, con sus campesinos dedicados a sus labores; contiene una melodía iniciada por el oboe al que se unen las cuerdas que es, francamente, una de esas genialidades que sólo Chaikovski pudo crear. Por último, el cuarto movimiento, Allegro con fuoco, acompaña el tremendo desenlace del poema; aquí Chaikovski pergeña una gran fuga orquestal que simula las hordas infernales que persiguen al protagonista. Preferencias aparte, la Sinfonía Manfred es otra gran obra del compositor ruso, aunque parece ser que él mismo, acerbo y amargo, llegó a declarar: "Sobre Manfred, puedo decir que es una obra repulsiva, y la odio profundamente, excepto por el primer movimiento", así que consideraba que era "demasiado pretenciosa". Bien es sabido que Piotr Chaikovski sufrió depresiones toda su vida, quizá esas injustas palabras fueran provocadas por un agudo ataque de abatimiento, pero lo cierto es que contiene pasajes que han quedado, una vez más como canónicas de la música culta del periodo Romántico. Desde un punto de vista personal, ser consciente del esfuerzo que supone para una orquesta sinfónica al completo (la OSCyL ayer, casi cien músicos) representar esta obra, llevándola a la excelencia interpretativa es un lujo que no me cansaré de alabar.

lunes, 11 de noviembre de 2024

"El día de la lechuza", de Leonardo Sciascia.

  Quinta novela que leo del autor siciliano. Muchos puntos en común con las anteriores: ambientación en la sempiterna Sicilia, la mafia y la respuesta a la misma como tema principal, el investigador venido del norte como protagonista, toma de partido social y político por el escritor... Sí, son muy parecidas. La calidad es aceptablemente alta en todas, no son las típicas novelas detectivescas que tanto están de moda (aunque, al menos en Italia, Sciascia llegó a ser un superventas en su época). Pero hay una minuciosidad en la descripción psicológica de los protagonistas, tanto individuales como sociales, que permite disfrutarla incluso cuando no se es aficionado a la narrativa policíaca. Por otro lado está la crítica social de los que, en parte por miedo, en parte por pereza, en parte por connivencia miran hacia otro lado permitiendo que la violencia campe por sus respetos. Es Sicilia, claro, pero podría ser cualquier otro lugar, y es que, probablemente, la tendencia natural del ser humano ante problemas serios que comprometen la propia vida es más la huida que la lucha (esto lo admite poca gente, al menos poca gente de la que habla mucho, quizás más los que escribimos más que hablamos). Lo cierto es que esa supuesta cobardía, cuando la violencia es omnímoda, se convierte en prudencia y sensatez, virtudes imprescindibles si se quiere llegar a viejo. Luego está el posicionamiento político de Leonardo Sciascia, que es quizá demasiado evidente en esta novela: en las peligrosas relaciones entre mafia y política, Sciascia siempre barre hacia "su" partido, al menos el partido político del que estaba más cercano, el Partido Comunista de Italia. Cierto es que el contrario, la Democracia Cristiana tuvo, precisamente, un montón de vergonzantes casos de corrupción de altos cargos con actividades mafiosas, pero también es verdad que, a lo largo de los decenios, no hubo partido político italiano que no tuviera su escándalo mafioso correspondiente. Aquello de ver la paja en ojo ajeno y no ver la viga en el propio...
 Argumento de El día de la lechuza: en un pueblo del interior de Sicilia han asesinado de un par de tiros de escopeta a un contratista de la construcción. Ha sido a plena luz del día, en mitad de la plaza del pueblo y cuando salía el autobús hacia Palermo. Pero nadie ha visto nada. Para investigar el caso llega un capitán de carabineros procedente de Parma (aquí lo típico del autor de un detective traído del norte de Italia), que se topará con la famosa ley del silencio siciliana, la omertà. Para más inri, otro vecino ha desaparecido en el momento del asesinato, se teme por su vida, ya que justo salía de su casa en ese momento y, probablemente, fue testigo involuntario del crimen (aquí, como en otras novelas de Sciascia, la muerte del que no tiene culpa ninguna, tan sólo por estar en el sitio equivocado a la hora inoportuna). La frialdad investigadora del capitán de carabineros llevará a la detención de los supuestos asesinos y al descubrimiento de los cadáveres. Gracias a todo tipo de triquiñuelas entre las que están las declaraciones falsas cruzadas, las amenazas veladas en comisaría o promesas de trato de favor si colaboran consiguieron las declaraciones inculpatorias. Lo más difícil es dar el paso siguiente, pues esos dos eran los asesinos materiales, pero ¿quién quiso matar al contratista? El investigador llega hasta el capo mafioso local, el onorevole don Mariano, el cual ya está a un nivel muy superior. Éste es un tipo que tiene intereses en la construcción, tanto de obra civil como de edificación, donde el asesinado también tenía intereses. Pero la dificultad mayúscula estriba en los protectores del honorable don Mariano, quien tiene vínculos en la política nacional al más alto nivel. Es entonces, ya en el juicio, cuando los acusados niegan todo, incluidas las declaraciones en comisaría, que aducen fueron hechas bajo tortura y acaban siendo declarados en libertad por falta de pruebas.
 Una novela breve interesante y bien escrita. Sin grandes aspiraciones, salvo la de denunciar esa ley del silencio que enfanga a la sociedad al impedir que se investiguen asesinatos y otros desmanes graves, además de las graves complicidades del poder político con el poder social que es la mafia.