Desde mi juventud tuve propensión a pasar por ciclos depresivos, mi baja autoestima, mi pesimismo natural me conducían a ellos con relativa frecuencia; desde mi madurez he tenido problemas lumbares con cierta periodicidad; para ambos problemas encontré una medida paliativa: caminar.
Pero me refiero a caminar durante dos o tres horas, a paso medio... así consigo conjurar esos dos males que, por cierto, algunos psicólogos dicen estar unidos (el depresivo toma posturas que facilitarían los dolores de columna).
Lo cierto es que caminar por la ciudad me saca del pozo de la depresión en la que caigo con frecuencia, diferente del estado anímico bajo (bajo para casi todos los demás) en el que me encuentro relativamente a gusto conmigo mismo.
En esas caminatas voy descubriendo distintas caras de la ciudad, de su paisaje y su paisanaje, me siento (una vez más) como un alienígena que hubiera aterrizado en este atormentado planeta y mirara con desconfianza y curiosidad a sus habitantes. Caminar lo relativiza todo, incluida la propia vida, que queda minimizada en el contacto impersonal con otros cientos de humanos con los que apenas cruzo una mirada. Habitualmente llevo una pequeña libreta en el bolsillo, además, por supuesto del libro que esté leyendo, con lo que hago frecuentes paradas para leer y escribir (sensaciones, pensamientos, dibujar bocetos de calles...); es, por tanto, una actividad completa para mi personalidad, se complementan lo físico y lo intelectual de forma natural.
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