Lo más notable de los grandes escritores es, posiblemente, cuán polifacéticos son. Joseph Roth es capaz de escribir una novela de corte historicista como La marcha Radetzky, una pequeña obra satírica como La leyenda del santo bebedor, una novela completa y barroca sobre un mundo desaparecido en Job, y un ensayo filosófico (aunque con tintes autobiográficos) como El Anticristo.
Ignacio Vidal-Folch, en un extraordinariamente agudo prólogo, identifica a Roth como alguien que fue, paulatinamente, perdiéndolo todo. Perdió primero su cultura, la de los judíos del este de Europa; después su complejo país, Austria-Hungría; por arte de la mayor barbarie del siglo XX, el nazismo, perdió a su mujer, "eutanasiada" como tantos enfermos mentales que no cuadraban en ese "nuevo orden"; ya a mitad de siglo perdió, o más bien se perdió, en un mundo que ya no reconocía, con la ayuda del alcohol, hasta el final de su vida. Todas esas pérdidas influyeron, sin embargo, en un vivísimo sentido de la realidad que le rodeaba que lo mostraron como un excelente pensador, característica por otra parte inherente a todo buen escritor.
En El Anticristo toda esa finura de pensamiento se revela casi profético, pues, habiendo sido escrito en 1934, conserva una modernidad rabiosa de pura atemporalidad. Es, no obstante, el pensamiento de un hombre herido, marginado, que sin duda cató las mieles del triunfo social para ser luego desposeído de ellas y lanzado a la exclusión (quizás en buena parte autoexclusión). Roth nos envuelve en un humanismo no exento de una visión paternalista de Dios todopoderoso para rechazar la brutalidad mecanicista y materialista del siglo en el que todos los adultos de hoy nacimos.
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