Kongo incluye dos grandes historias del paso de siglo XIX al XX: la vida de Joseph Conrad, el inigualable escritor de aventuras que todo adolescente herido por la lectura conoce junto a Verne, Kipling, Stevenson o Salgari; y la del brutal colonialismo europeo en África, en este caso el belga, con el codicioso rey Leopoldo II, que según la moderna historiografía sería responsable último de la muerte de más de 6 millones de congoleños, un asesino a la altura de Hitler o Stalin.
Las ilustraciones de Tom Tirabosco son excelentes: dibujo realista y detallista que no deja un simple hueco en la viñeta, todo en blanco y negro con lápiz, demostrando un dominio de la técnica no muy habitual. La o las historias narradas por Christian Perrissin enganchan lo suficiente y son muestra clara de las inmensas posibilidades que tiene la novela gráfica para contar asuntos con empaque y profundidad y no simples historias para adolescentes como todavía creen algunos. La edición que Dibbuks ha presentado incluye tapa dura, papel de buena calidad y todo lo que hoy se considera que una novela gráfica para adultos debe tener.
Volviendo a las historias narradas, el cómic nos trae la barbarie belga en el Congo, República Democrática del Congo como nombre oficial, uno de los países más pobres del planeta, con una tasa de analfabetismo altísima, tasas de mortalidad infantil inaceptables y una baja esperanza de vida media; sin embargo, los europeos somos tan estupendos que hemos sabido como quitarnos de encima la responsabilidad siempre: lo del Congo (la muerte de más de 8 millones de seres humanos y el saqueo inmisericorde de las riquezas de aquel país) fue algo personal, cosas del buen Leopoldo. Cierto es que cuando se cometieron la mayor parte de esas tropelías todo el territorio era posesión personal de Leopoldo II, pero también es cierto que la Bélgica metropolitana se enriqueció con la explotación del país africano, que la propia ciudad de Bruselas se vio engrandecida y adornada gracias a dicho saqueo. Hoy, por desgracia, sigue siendo un país atribulado, en el que la explotación de sus riquezas, fundamentalmente la de los diamantes, prima más que los derechos de sus habitantes.
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