Desde el colegio conocemos a Ramón Gómez de la Serna, tanto que no valoramos en gran medida su aporte literario fundamental -la greguería, invento suyo-, nos parece hoy demasiado simplona, creativa, talentosa sí, pero muy pueril. Sin embargo, buena parte de la poesía se basa precisamente en eso: en recuperar la imaginación infantil que nos permita, por ejemplo, ver en la luna "el ojo de buey del barco de la luna". La greguería es, en verdad, la poesía reducida a su mínima expresión, casi como un haiku, eso sí con el toque de humor infantil que engrandeció a Ramón. Eso es la greguería: una metáfora bañada en humorismo, un recordatorio de la simpleza y hermosura de la vida vista por los curiosos ojos de un niño, libres, todavía, del racionalismo que empaña la mirada de los adultos.
Para muestra, un botón:
El sostén es el antifaz de los senos.
La timidez es como un traje mal hecho.
No hay que suicidarse, porque merece la pena vivir aunque no sea más que para ver revolotear a las moscas
El murciélago es un pájaro policía.
Hacer símiles parece cosa de simios.
Botella: sarcófago del vino.
La S es el anzuelo del abecedario.
El peine es pentagrama de ideas muertas.
El sueño es un depósito de objetos extraviados.
El ciclista y la bicicleta enredados en la caída parecen un insecto boca arriba.
El calzador es la cuchara de los zapatos.
Un marinero es un colegial interno del ingenuo colegio del mar.
El elefante es la enorme tetera del bosque.
Justas medievales: dos picadores y ningún toro.
Ya quisiéramos todos haber salvado esa ilusión infantil, ese afán de descubrir, de invertir significados, de jugar con las palabras y las imágenes...
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