En una vida tan larga y prolífica como la de Tolstoi se puede apreciar, si se tiene tesón y sensibilidad, la evolución intelectual que muestran sus obras. A las novelas y relatos un tanto aventureros y alocados van sucediendo con la madurez del autor reflexiones más sesudas sobre la existencia humana o la condición espiritual del hombre. En Sonata a Kreutzer se adivina ya una de las líneas más clásicas del pensamiento tolstoyano: el alejamiento voluntario de lo terrenal, especialmente de la gula y la lujuria. En efecto, los últimos ensayos de Tolstoi advierten sobre el peligro que él creía apreciar en la satisfacción desordenada de estos instintos primarios: un alejamiento de la búsqueda de Dios, principal motor de la existencia.
En este relato, dos viajeros en un tren intercambian pensamientos sobre el sentido del matrimonio y la vida conyugal. Uno de ellos, evidente álter ego del autor, admite su vida desordenada y lujuriosa de juventud que lo llevó a malgastar sus energías y pervertir su matrimonio. Pero sobre todo, el personaje perora sobre el animalesco comportamiento de la biempensante sociedad que trata a las mujeres como ganado de exhibición, como prostitutas que se alquilan de por vida, mientras sus maridos son los perfectos cornudos que muestran a sus mujeres-trofeo mientras satisfacens sus instintos con otras prostitutas, estas sí, de breve alquiler.
Hoy nos puede parecer exagerado o incluso inverosímil tal descripción, pero no me cabe duda de que en tiempos no tan lejanos (tal vez incluso en la juventud de mis abuelos, allá a principios del pasado siglo) la hipocresía se enseñoreaba de aquella sociedad, y que aquellos matrimonios tenían más de funda hueca que de otra cosa.
En los últimos tiempos de su vida, Tolstoi propugnaba el celibato o el comedimiento alimenticio (incluido el vegetarianismo) como vías que ayudaban a alejarse del cenagal en el que todo humano se refocila desde el nacimiento a la muerte. No me cabe duda de que cuando escribió Sonata a Kreutzer esas ideas ya habitaban su cabeza.
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