miércoles, 9 de diciembre de 2015

Ahora leyendo: "Tristram Shandy", por Laurence Sterne.

 No suelo hacer caso a las recomendaciones que famosos escritores hacen sobre distintas obras que hayan leído y les hayan "cambiado radicalmente la vida", entre otras cosas porque pienso que cada uno es como es y que el hecho de a que a tan "señeros prohombres de la patria" les haya hecho tilín cierta novela no tiene porqué no parecerme a mí una boñiga de vaca... y viceversa. Sin embargo, ¡oh misterios de la psique humana!, me dejé influenciar para leer Tristram Shandy cuando escuché a Enrique Vila-Matas deshacerse en elogios hacia él y comprobé que, al menos en la edición de Alfaguara que tengo entre manos, fue Javier Marías quien lo tradujo. Helo aquí, pues:
  El prefacio escrito por el propio Marías deja clara la relación entre esta novela y Don Quijote, o, más correctamente, con la tradición del humor cervantino presente en tantas novelas ejemplares que tenía mucho de surrealista e irreverente (en épocas en las que precisamente la reverencia, el respeto a toda tradición y autoridad eran condición sine qua non para poder publicar). Es el propio Sterne, de hecho, quien cita al inmortal caballero de La Mancha. Sin duda esta novela no tiene la inmensa calidad de la de Cervantes, refugio para todos frente a la ruin mediocridad de la existencia, ejemplo de comportamientos (los de Don Quijote y de Sancho) que se contraponen a todos los merluzos que gobiernan este mundo y que se ríen de sus profundas humanidades... No, el Tristram Shandy no le llega ni a la suela de los zapatos, sin embargo y a pesar de los ciento cincuenta años que separan el primero del segundo, el humor de Sterne está en deuda (bendita deuda) con el del alcalaíno.
  El primer capítulo de Tristram Shandy de hecho se regodea en explicar la desdichada vida del protagonista desde el mero hecho de su concepción, en que la madre interrumpe la concentración del esforzado padre en plena tarea de perpetuación de la especie, todo con la sutilidad y mojigatería propia de una novela de mediados del siglo XVIII. Otra escena verdaderamente descacharrante es la surrealista discusión sobre la nariz del protagonista, en una clara metáfora del pene. Lo que sí se hace un tanto pesado al leer esta novela (que en realidad son varios volúmenes) es la llamada "estructura periférica" que hace que el autor no narre linealmente sino con continuas analepsis y prolepsis que acaban por agotar al lector. 

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