Tal vez sea artificioso clasificar a los escritores en novelistas, poetas, ensayistas... lo habitual es que quien tenga veleidad literaria y la costumbre de ponerlo "negro sobre blanco" cultive varios géneros, otra cosa es que se tenga más éxito en un género que en otro o que la editorial opte por presentar a su "producto" con un sobrenombre u otro. Philip Larkin es conceptuado sin duda alguna como poeta, como uno de los más grandes rapsodas en lengua inglesa del siglo XX. Su poesía descarnada, que muestra la grisura vital, la mediocridad del paso existencial en todas sus etapas ha maravillado a muchos, sobre todo a aquellos que concebían la poesía como un conjunto de ripios sentimentaloides propios de quinceañeros... No, la poesía de Larkin (al menos la de su madurez, no la de juventud que tan influenciada estaba por el lirismo mitológico de Yeats) es seria y terrenal, algo que nos hace esbozar una sonrisa amarga, de alguien que está ya de vuelta de todo, que no quiere endulzar un ápice nada.
Pues bien, ahora estoy leyendo una novela suya, según parece (para mí es la primera) la más admirada por público y crítica. Tanto en la temática (una bibliotecaria -la profesión real de Larkin- que vive en una gris ciudad inglesa -al igual que Hull, donde vivió el autor- rememora los momentos de su vida que tuvieron un mayor brillo), como en las formas (en este caso una prosa directa y descarnada, sin florituras estilísticas ni adjetivación excesiva) es Larkin puro, no cabe duda. No es sino otra forma de conocer esa alma un tanto lúgubre y mediocre pero de una genialidad sin parangón.
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