Leí los siete tomos de En la busca del tiempo perdido de Proust en una época muy concreta de mi vida: la "mili". Afortunadamente no tengo malos recuerdos de aquel periodo; poco antes de coger aquel tren nocturno para Ferrol en septiembre de 1991 y que supondría un año completo de uniforme azul marino y "trajecito de Primera Comunión", todos te aleccionaban sobre el importante paso en tu vida. Algunos, los más ancianos y conservadores, lo daban como un periodo de maduración necesario para el afianzamiento de la virilidad (¡¡!!); otros, la mayoría, lo consideraban una pérdida de tiempo y recomendaban una actitud pasota que permitiera el paso inopinado del tiempo hasta que llegara la ansiada "blanca"; todos, sin embargo, coincidían en que era una época para aguantar tonterías, ver a adultos comportarse como niños... Estos últimos tenían razón, pero, tristemente a la vez se equivocaban: he seguido viendo a hombres adultos comportarse como niños durante toda mi vida.
En fin, lo cierto es que si sobrellevé con cierto donaire el servicio militar fue porque me leí de cabo a rabo siete tomos que son considerados universalmente como un tostón, ¿por qué lo hice? Lo hice porque la prosa lenta y anodina de Proust y, sobre todo, su temática simplona sobre la vida de un joven acomodado con pocos ideales en la cabeza y mucha vida social (vivida o imaginada) me facilitaba escapar de la rutina cuartelaria. Puede que estuviera de guardia en un vetusto cuartel (en pleno centro, por otra parte, de mi propia ciudad) con ropa absurda y aguantado las estupideces simiescas de los militares, pero en mi cabeza estaba a orillas del Sena.
Esto lo comprenderán quienes sepan leer de verdad, enfrascarse en la lectura hasta desaparecer como individuo. Es la capacidad de evasión que facilita la literatura y que tantas veces he sentido en mi vida como una verdadera necesidad que me permite seguir alentando.
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No es un prejuicio tonto: En busca del tiempo perdido es un tostón. En realidad no pasa prácticamente nada durante siete tomos, al menos pasa mucho más en la cabeza del autor (y protagonista) que en la vida real. Desde luego la prosa es maestra, no hay duda de que es una lección de escritura sin parangón. Estoy seguro, de hecho, que muchos escritores sobre todo francófonos aprendieron a escribir con Proust, al menos en el plano formal.
De Thomas Hardy se puede decir casi lo mismo. Esa "literatura de té y pastas" con la que injustamente califico la también mal llamada "literatura victoriana" por tener, en muchos casos, una actitud ante la vida propia de las señoronas con muy poco que hacer aparte de invitar a los Smith o los Brown a tomar el consabido té con pastas adolece muchas veces del mordiente que hoy necesitamos en una novela.
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De nuevo soy injusto, porque ya dije que muchas de las novelas anglosajonas de aquella época eran furibundas críticas a la injusta sociedad que emanaba de la Revolución Industrial, así como la búsqueda de un sentido de la vida que sobrepasaba lo meramente terrenal, eso por no hablar de la perfección estilística que ofrecían. Lo que ocurre es en la obra de todo escritor hay muchas variaciones, y en la de Hardy no iba a ser menos.
En Tess d'Uberville, El alcalde de Castlebridge o Lejos del mundanal ruido, Hardy desarrolla esa capacidad de denunciar sin ofender, de acusar sin insultar, de delatar sin injuriar. Así quien quiera entender entenderá, y quien quiera leer una amable novela sin trasfondo socioeconómico y político también quedará satisfecho. Sin embargo, en Unos ojos azules, la crítica es mucho más sutil, está, desde luego, pero más suavemente descrita. Hay una censura implícita a la hipocresía social que juzga a los individuos por el grosor de su cartera y sus orígenes y no por el valor de la persona en cuestión; tal vez, también se aprecie un reproche por el cinismo social que asegura que lo importante es mantener la apariencia, aunque, a puerta cerrada, se practique lo contrario que se proclama. Esto último es evidente cuando Elfride se preocupa terriblemente de la "pérdida de la honra" que puede suponer que sea vista con un hombre pasar la noche; o aquello cuando Swancourt acepta inicialmente a Stephen Smith como yerno porque lo cree emparentado con alguien de posición y luego lo rechaza cuando descubre que es hijo de un sirviente. Todo esto está allí, pero es demasiado sutil. Tanto que, estoy seguro, a la mayor parte de los lectores les pasará inadvertido, quedándose solo en la vida regalada y un tanto superficial de los Swancourt o de los Smith. También puede ser, claro está, que las imposiciones editoriales que solo buscan el beneficio y por tanto la venta masiva de ejemplares (en este caso de ejemplares de revistas, pues Unos ojos azules fue publicada por entregas) obligara al autor a suavizar la crítica y hacerla casi invisible.
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