J murió aquel día. El mareo que sufrió resultó ser el síntoma de una hemorragia cerebral masiva. Los transeúntes que se acercaron a auxiliarlo no pudieron hacer nada. Uno de ellos, el más sereno, cogió su móvil y llamó al 112. L y D llegaron poco después y se alarmaron grandemente cuando vieron a su padre tendido inerte en el suelo. Otro de los que allí estaban les preguntaron: "¿es vuestro padre?" Al balbuceo afirmativo de los chicos reaccionaron y los quitaron de la visión de su padre muerto. El revuelo formado por los mirones fue disuelto por los vigilantes de seguridad; el joven enfermero, amable y voluntarioso, se llevó a L y a D de la visión de la muerte. Una vez encontraron el móvil de J, preguntaron a L y a D a quién tenían que avisar, ellos dijeron que a su madre. En el teléfono encontraron fácilmente su número y la llamaron para decirle que acudiera lo antes posible, lo hicieron con el mayor tacto que pudieron. Pocos minutos más tarde llegó la ambulancia que, aunque no suelen hacerlo, para evitar que aquello se convirtiera en un espectáculo, se llevaron el cuerpo de J directamente al depósito de cadáveres. Otros pocos minutos más tarde llegó Á. Al encontrarse con L y D no pudo reprimir las lágrimas y se fundieron en un abrazo. Fue en ese instante cuando los chicos comprendieron plenamente que su padre había muerto, que no lo volverían a ver más. Los tres se dirigieron en taxi hacia la morgue, sin entender todavía, como zombis.
Tras los papeleos imprescindibles, Á, L y D volvieron desolados a casa. Una sensación de irrealidad pesadillesca flotaba en el ambiente. Á se dio cuenta de que era necesario avisar a la familia. Telefonearon entre hipidos y llantos a los padres y suegros de J. Estos últimos llegarían a V en poco más de tres horas para acompañar a Á y a los chicos. JA y MP cogerían un avión al día siguiente, todos en estado de shock.
Y, aunque parecía imposible, los días pasaron. La incredulidad inicial se tornó en pesar y tristeza, pero con el paso de las semanas todo volvió a la normalidad.
Á y los chicos abandonaron la ciudad de V para volver a M, ayudados laboral y académicamente por J y J. Los padres y hermana de J encajaron como pudieron su muerte, de muy desigual manera. Los más lejanos también lamentaron inicialmente la muerte de J, "fíjate, ni siquiera cumplió los cincuenta", aunque alguno de los tíos íntimamente sentía orgullo por haber sobrevivido en más de veinte años a su sobrino, sentimiento que les avergonzaba y a la vez enorgullecía.
Y con el paso de los meses todo quedó archivado en un doloroso rincón de sus recuerdos. Á, L y D siguieron adelante, con pesar, pero con tesón. Mientras tanto, una foto en un mueble del salón iba amarilleando con el paso del tiempo.
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