Por lo visto, a Ende no le gustaba ser considerado un escritor de literatura infantil o juvenil. Sus dos obras mundialmente conocidas, La historia interminable y Momo, fueron, sin embargo, clasificadas como tales, a pesar de que tenían una sabiduría que, probablemente, sólo podía entender plenamente un adulto. En estas dos novelas el tema principal es la pérdida de la ilusión y la capacidad de fantasear que, desdichadamente, acontece a casi todos los seres humanos al pasar a la madurez; Ende reivindicaba la vigencia de la imaginación frente a la rutina gris de lo explicable racionalmente. Lo hacía, eso sí, de forma muy evidente, con personajes entrañables y empáticos en aquéllos que mantenían a duras penas una mirada infantil e ilusionada (la propia Momo, Atreyu o Bastian) frente a los personajes anodinos, vulgares y mediocres que se habían plegado a las exigencias materialistas (los hombrecillos grises o la nada). En lo evidente del planteamiento y en la dualidad de los personajes sí se puede inferir que era literatura infantil o juvenil; con todo, un adulto (por ser alguien que ya ha pasado por esas experiencias y tiene mayor capacidad de juicio) siempre sacará más jugo a estas dos grandes obras.
Los cuentos incluidos en el tomo en cuestión no son en absoluto evidentes, sino muy sutiles y de un trasfondo más sombrío. Aquí no hay niños ilusionados que luchan contra el avance inexorable de lo racional y previsible, los protagonistas son adultos que muestran vidas tristes, desesperanzadas y problemáticas, o sociedades enfermas que mantienen relaciones y estructuras antinaturales y mercantilistas. El tono general, como decía antes, es sombrío. Por esa regla tan simplista, estos cuentos son, claro está, para adultos, para gente con una experiencia en la vida que ya haya tenido la desgracia de tragar mierda abundantemente y conocer en propia carne el viejo adagio latino Homo homini lupus.
En definitiva, El espejo en el espejo son treinta cuentos morales muy sutiles en los que, con gran ironía, critica amargamente la sociedad humana, su materialismo, su falta de creatividad, su aborregamiento y estupidez. En el plano artístico, los cuentos serían englobados entre el surrealismo y el expresionismo. Todos tienen componentes oníricos (pesadillescos, en realidad) y deformados para burlarse de la mayoría biempensante de la humanidad.
La edición de Cátedra acierta al intercalar en las páginas y en la propia portada la obra pictórica de su padre, Edgar Ende, con obras que, al igual que decía de la literatura de Michael, se encuentran entre el surrealismo y el expresionismo. Aciertan porque, como dice en el prólogo Ana Belén Ramos, las obras de ambos tienen un paralelismo evidente: ambos fueron incomprendidos en su época (Michael quizá no tanto), ambos buscaron en el mundo de los sueños y los sentimientos lo que la realidad les negaba y ambos creían que el arte podía ser un camino de salvación para la humanidad.
En fin, cuentos en la línea de aquellas novelas juveniles, pero mucho más duros, talentosos en todo caso.
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