¡Ahora, sí! Ahora sí que disfruto de la lectura sin onanismos mentales. "En la variedad está el gusto", reza el dicho popular; y no sé si está el gusto, pero, al menos, está la posibilidad de distinguir de forma meridianamente clara la alta calidad literaria de lo adocenado. Comparar, pues, a Kertész con Chéjov es como comparar un bocata de mortadela con una ración de pata negra. A ver, el bocata de mortadela te puede quitar el hambre en un momento de necesidad extrema, pero la sinfonía de sabores del ibérico no tiene parangón. Pues lo mismo con estos dos: el húngaro tuvo su momento con Sin destino, aportando una visión peculiar sobre la Shoah, importantísima como cualquiera ya que era su propia visión, terriblemente real, pero no hay nada más; no está justificada en absoluto la concesión del Premio Nobel si no es por razones políticas que, ya se sabe, emponzoñan todo lo que tocan. El ucraniano (en su época, ruso) no recibió grandes premios, el Premio Pushkin de 1888 y poco más, sin embargo es un referente absoluto tanto en teatro como en narrativa breve.
La estepa es una obra de juventud (tenía 28 años cuando la publicó, juventud relativa, teniendo en cuenta que murió a la tempranísima edad de 44 años), y por ello no se puede apreciar la inmensa maestría descriptiva que alcanzaría años después en dramaturgia o narrativa. Con todo, la capacidad de describir el paisaje (la estepa ucraniana del Donbass) con sus peculiaridades orográficas, pero también humanas es francamente deliciosa. Es un argumento sencillo: el viaje de un chico de nueve años, Yegor (Yegorushka), que parte del hogar a estudiar en el instituto, en una rudimentaria carreta tirada por caballos, en compañía de su tío y un pope, y, posteriormente, de campesinos y moradores de dicha Estepa Póntica. Como dije antes a cuenta de Dickens, la mezcla entre narración y descripción es casi perfecta: lo ameno de la narración del viaje se mezcla sin asperezas con la exacta descripción del paisaje, los personajes y sus avatares.
Si en La estepa el tempo es lento, configurando así el lento paso de las estaciones en un paisaje aparentemente eterno, en En el barranco es todo lo contrario. En este segundo relato el paisaje es irrelevante, lo importante son las relaciones (la mayoría, desquiciantes) en una familia de comerciantes que cometen todo tipo de tropelías, desde vender género adulterado hasta comerciar con moneda falsa, pasando por el adulterio e incluso el asesinato. Aquí cada capítulo es como una lucha que lleva a los individuos a caer más bajo moralmente. La descripción ahora es psicológica, con abundancia del famoso monólogo interior y diálogos verdaderamente desasosegantes. Todo lo muestra el autor como un diáfano cuadro social, sin juicios morales.
Leer a Chéjov es como tomar una tisana reparadora, que libera de todas las porquerías que uno, motu proprio o no, ha ido leyendo a lo largo de los años.
Todas esas características que los academicistas recalcan en novela realista se dan en estos textos: obra apegada a los detalles de la realidad y, por tanto, abundante en descripciones; caracterización de los personajes con distintos registros (habla popular, regional, culta...); muestra directa de la relación entre los personajes y su entorno social, económico y cultural; uso del monólogo interior... En definitiva, todos y cada uno de los recursos literarios al servicio de un gigante de la narración como Antón Pávlovich Chéjov.
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